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El cambio constitucional y la posibilidad de una octava papeleta

Fuentes: ILSA

Se ha dado desde diferentes sectores del país, incluyendo a docentes y expertos constitucionalistas, un rechazo a la posibilidad de convocar a una Asamblea Constituyente. Es interesante ver cómo se señala que el actual texto Superior establece que la convocatoria a una asamblea constituyente inicia con una ley originada en el Congreso (artículo 376), lo […]

Se ha dado desde diferentes sectores del país, incluyendo a docentes y expertos constitucionalistas, un rechazo a la posibilidad de convocar a una Asamblea Constituyente. Es interesante ver cómo se señala que el actual texto Superior establece que la convocatoria a una asamblea constituyente inicia con una ley originada en el Congreso (artículo 376), lo que cierra, se afirma, cualquier posibilidad de un pronunciamiento o hecho político de la sociedad civil a través de la inclusión de una papeleta adicional en las elecciones de marzo. Se expone que una propuesta así carece de sustento jurídico, es políticamente confusa, un disparate y sería —por supuesto— una violación a la Carta de 1991, por lo que se llama a “defender el orden constitucional” y a las instituciones. Lo anterior, deja de lado que la actual constitución se convocó, precisamente, saltándose las estipulaciones constitucionales para la reforma de la Constitución, iniciando con un hecho político que se dio el 11 de marzo de 1990: la séptima papeleta.

Considero importante para el análisis, tener presentes dos elementos, adicionales al derecho constitucional colombiano: la teoría constitucional crítica y la reciente historia constitucional del país. Esto partiendo de entender que no se está ante un caso fácil, sino ante uno de los aspectos de mayor complejidad y trascendencia como es la reforma o el cambio constitucional.

Desde la teoría del derecho constitucional se plantea la vocación de vigencia indeterminada de las constituciones, las cuales pretenden situarse fuera del tiempo, como nos recuerda el profesor Carlos de Cabo Martín[1], quien también expone que dos características del derecho constitucional, la singularidad técnica y el contenido material, llevan a que las constituciones tengan permanencia y temporalidad como presupuestos, los cuales deben leerse en el tiempo de surgimiento de las constituciones, esto es, en tiempos de crisis profundas, tiempos asociados a movimientos de coyuntura que desatan hechos orgánicos, como el cambio constitucional.

Lo anterior, lleva a que, señala de Cabo, se tengan “defectos, patologías, desajustes y hasta omisiones”[2] como consecuencia de las circunstancias del periodo constitucional, lo que hace que, superadas las coyunturas constituyentes, se tramiten correcciones y se identifiquen necesidades de ajustes a las Cartas, por quienes tienen, como constituyente derivado, el poder de reforma. Ese poder de reforma en algunos casos raya en la ruptura del orden constitucional, encubriendo como procesos de reforma a verdaderos procesos constituyentes; o, impidiendo al constituyente primario en movimientos de coyuntura —que podrían trascender a movimientos orgánicos—, su expresión no solamente frente al contenido material de las constituciones, sino también sobre el mismo proceso de reforma o cambio constitucional, el cual está “obviamente también sometido a la servidumbre del tiempo que puede convertir en obsoleto o inadecuado un procedimiento previsto en función de circunstancias que cambian o se perciben de otra manera que en el «tiempo constituyente»”[3].

Ahora bien, el cambio constitucional, a partir del fundamento democrático, tiene que acercar el pueblo —configurado pluralmente y no en términos de una clase homogénea como en el constitucionalismo clásico— a la Constitución, no alejarlo de esa posibilidad. En el constitucionalismo del Estado social de derecho, enfatiza de Cabo[4], el orden constitucional incorporó la contradicción básica Capital-Trabajo para ser tramitada mediante un pacto (que no puede entenderse como conciliación o superación definitiva de la contradicción) que permite la acumulación de capital, evita la revolución y garantiza los derechos sociales a las clases subalternas. No obstante, el pacto termina irremediablemente beneficiando a una de las partes, el Capital, presentándose la imposibilidad, por la misma dinámica del modo de producción, de la tramitación de la contradicción a través del Estado y el derecho configurados bajo el orden constitucional inicialmente consensuado; aunque también porque, como recuerda el profesor de Cabo Martín, “el Estado social es, en último término, un pacto «defensivo» del sistema en su conjunto”[5]. Así, por ejemplo, las mismas fórmulas de reforma y cambio constitucional, el peso y el papel del Congreso y del poder judicial, la profundidad y radicalidad de las reformas tramitadas por el legislativo para reducir la diferencia y la desigualdad, pueden estar configuradas para la defensa del sistema y el blindaje de los sectores dominantes. Esto último, implica la imposibilidad de nuevos consensos de cara al favorecimiento de las clases subalternas, más cuando se está ante movimientos coyunturales que pueden implicar hechos orgánicos.

Sin duda la presencia de un gobierno que no representa a la élite económica y político-jurídica del país, como es el caso de la presidencia de Gustavo Petro y la coalición del Pacto Histórico, se presenta como un hecho coyuntural, un cuatrienio, pero puede implicar un movimiento orgánico, una crítica sociohistórica, si ese gobierno demuestra que la forma en que está configurada la institucionalidad, el Estado y el derecho constitucional, no permite transformaciones y reformas profundas y pone en evidencia la necesidad de un nuevo marco constitucional a través del cual se pacte la contradicción del sistema, en busca de mejores condiciones para los sectores subordinados. Las salidas no pueden ser encontradas en las fórmulas inicialmente pactadas y necesariamente deben pasar por hechos políticos que viabilicen un nuevo orden constitucional. La iniciativa de una octava papeleta puede ser ese hecho político, como fue el hecho político que llevó finalmente a la Carta de 1991.

Se debe recordar que la Constitución de 1886 establecía en su artículo 209 que la reforma constitucional tenía origen en el Ejecutivo a través de un acto legislativo que debía surtir trámite en el Congreso. El acto legislativo 3 de 1910, mantuvo el poder de reforma en el Congreso a través de Acto Legislativo. Esta Carta no hacía referencia a algún mecanismo de convocatoria a una asamblea constituyente: de hecho, en 1957 (Decreto Legislativo No. 0247) se reafirmó como única vía de reforma constitucional el Congreso. A pesar de esto último, se intentó superar la centenaria constitución a finales de los años setenta y en la década de 1980 mediante proyectos de plebiscito y de referendo (1988), de iniciativa presidencial. La modificación constitucional también fue parte del contenido de los acuerdos entre el Gobierno nacional, los partidos políticos y el M-19, de noviembre de 1989 y marzo de 1990.

Ahora bien, sería a partir de la marcha del silencio del 25 de agosto de 1989, encabezada por los directivos, profesores y estudiantes de la Universidad del Rosario que se desataría el movimiento Todavía podemos salvar a Colombia y de las aulas de la Facultad de Jurisprudencia de esta universidad salió la propuesta de la séptima papeleta, propuesta que no tenía ningún soporte en la Constitución entonces vigente. En palabras de Fernando Carrillo, en ese entonces profesor rosarista integrante de la llamada Generación de la Constituyente:

Debíamos comprobar que, en primera instancia, no se iba a reformar de inmediato la Constitución, sino a realizar una gran consulta a ver si el pueblo quería que se convocara la Asamblea Constituyente. De ser así, se crearía un hecho político que iría más allá de lo establecido por la Constitución, puesto que sería el mismo constituyente primario —soberano por naturaleza— el que allanaría el camino a la reforma[6].

Es importante hacer referencia al rol que jugó esta universidad y sus directivos (el rector y la decana de jurisprudencia de la época), la influencia de la administración Barco, del diario El Tiempo y del electo presidente César Gaviria, para desmontar la idea de apoliticidad, falta de orientación ideológica, de intereses y la ausencia de liderazgos, con la que se busca mostrar al movimiento estudiantil alrededor de la séptima papeleta.

La apuesta de la papeleta adicional del 11 de marzo de 1990, que obtuvo 1.342.000 votos, permitió al presidente Barco expedir el decreto (de estado de sitio) 927 de 1990 por medio del cual se realizó desde la institucionalidad la pregunta (en el marco de la elección presidencial) por la posibilidad de integrar una Asamblea Constitucional. Así, el 26 de mayo de 1990 además de ser elegido presidente el neoliberal César Gaviria, se votó por la convocatoria de una asamblea nacional constitucional arrojando un total de 5.236.863 votos, el 88% del electorado por el , en una pregunta que hacía referencia a “la democracia participativa”, la “representación de fuerzas sociales” y a una asamblea integrada “popularmente”. Como se recordará, los setenta asambleístas fueron elegidos a través de partidos políticos y fue el presidente Gaviria el que entró a proyectar el proceso de cambio constitucional, llegando a un “Acuerdo Político sobre la Asamblea Constitucional” con los directores del Movimiento de Salvación Nacional, de la A.D. M-19 y del Partido Conservador. Lo popular y lo social quedó literalmente —salvo por los delegados indígenas— excluido de la Asamblea, primando las lógicas partidarias, el clientelismo regional y los pactos a puerta cerrada, algo muy distante de la idea detrás de la séptima papeleta. Al respecto, Fernando Carrillo afirmaba que la idea de asamblea constituyente debía distanciarse de los partidos tradicionales y las élites políticas. Así, ésta

convocada directamente por el pueblo colombiano, debería ser integrada por todos los sectores de la sociedad colombiana y tendría capacidad para reformar la Constitución en función de las necesidades del país. Los intereses desmedidos de una clase política agotada y detenida en el tiempo no podían copar de nuevo las pocas oportunidades de transformación que ofrecía la historia[7].

La Constitución de 1991 no surgió del respeto rígido a los procedimientos normativos vigentes, sino de hechos políticos que, desde el constituyente primario, desbordaron el marco constitucional y legal vigente. Eso fue lo que desató la séptima papeleta y en condiciones similares hoy podría darse otro hecho político, pues amplios sectores sociales —incluyendo el Ejecutivo— identifican que el aparato estatal y el diseño institucional de la Carta Política colombiana no logran tramitar más la contradicción fundamental y la Constitución no es representación de la realidad social —en términos coyunturales e históricos— o lo es, sólo en el sentido de la regulación de la desigualdad social y la perpetuación de la hegemonía del sector que aspira a volver al Gobierno en el 2026. En ese sentido, la defensa del orden constitucional y del mito de la Constitución de 1991 es realmente la defensa de la hegemonía de un grupo social.

La posibilidad de una octava papeleta no debe juzgarse únicamente por su adecuación a los mecanismos establecidos para la reforma y el cambio constitucional, los cuales pueden ser leídos como medios de defensa del statu quo, sino por su potencia política y simbólica como forma de activación del poder constituyente. Si la Carta de 1991 surgió de un hecho político fundante que se impuso a la normatividad de su tiempo, no es irresponsable pensar que una nueva expresión ciudadana pueda abrir el camino hacia otro marco constitucional, irresponsable es mantener el orden político-jurídico vigente sacralizando el catálogo de derechos y los mecanismos judiciales para su garantía; así como considerar a la Constitución de 1991 el mito de los sectores subordinados, negados y ofendidos del país.


[1] DE CABO, Carlos. La Reforma constitucional en la perspectiva de las Fuentes del Derecho. Madrid: Trotta, 2003.

[2] Ibid., p. 23.

[3] Ibid.

[4] DE CABO, Carlos. Dialéctica del sujeto, dialéctica de la Constitución. Madrid: Trotta, 2010.

[5] Ibid., p. 83.

[6] CARRILLO FLÓREZ, Fernando. La Séptima Papeleta o el origen de la Constitución de 1991. En: María L. Torres (ed.). La séptima papeleta: historia contada por algunos de sus protagonistas. Bogotá: Universidad del Rosario, 2010, p. 35.

[7] Ibid., p. 34.

Rebelión ha publicado este artículo con el permiso del autor mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.