Para el sistema capitalista es sumamente esencial -además del control y la explotación de la diversidad de recursos presentes en la naturaleza- la existencia de la especie humana. Sin esta última, lógicamente, no sería nada posible la producción y la reproducción de los medios, los dividendos y las mercancías que contribuyen a darle un perfil […]
Para el sistema capitalista es sumamente esencial -además del control y la explotación de la diversidad de recursos presentes en la naturaleza- la existencia de la especie humana. Sin esta última, lógicamente, no sería nada posible la producción y la reproducción de los medios, los dividendos y las mercancías que contribuyen a darle un perfil definido a tal sistema. Necesita, por tanto, que la existencia humana esté regulada por una sociedad burocráticamente organizada. Una sociedad que responda de manera apropiada a sus vitales intereses y no le dé cabida alguna a cualquier tipo de cuestionamiento, inconformidad y/o rebeldía que haga pensar a muchos que éste pueda trascenderse.
Sin el soporte de esta sociedad ajustada a su lógica, el capitalismo sucumbiría irremediablemente. En este caso, las personas (asumidas como fuerza de trabajo) cumplen un doble propósito, enormemente beneficioso para la clase capitalista: como generadoras de plusvalía y como consumidoras. Gracias a la cultura de masas -fomentada en una gran parte por la industria ideológica a su servicio- el capitalismo dispone de un amplio contingente de compradores, logrando en muchos de ellos una compulsión consumista de la cual pocos adquieren conciencia.
Frente a ello, la pretensión de cambiar radicalmente el tipo de sociedad predominante a nivel mundial, sin plantearse con seriedad lo mismo respecto al sistema económico, resulta un enorme contrasentido. Ambos elementos se hallan consustanciados y no deberían aislarse uno en relación con el otro. Esto implica comprender, de una manera amplia, los rasgos y los mecanismos que legitiman y mantienen vigente al capitalismo. No bastará, por consiguiente, intentar alguna reforma, en uno u otro sentido, si éstos son desconocidos y se dejan intactos. Tampoco bastará con enunciar y legalizar los reclamos de justicia e igualdad sociales enarbolados por los sectores populares en sus luchas diarias.
«El nuevo proyecto conservador -explica Pablo González Casanova en su libro ‘De la sociología del poder a la sociología de la explotación. Pensar América Latina en el siglo XXI’- llega a plantear un sistema democrático en que no hay derecho a escoger una política económica distinta de la neoliberal, ni un gobierno democrático con fuerte apoyo popular. Propone una democracia ‘gobernable’ en que las elecciones se limiten a elegir a los grupos de las clases dominantes (o cooptadas por ellas) que muestren tener mayor apoyo en las urnas semivacías. Propone una democracia sin opciones en la que vote la minoría de los ciudadanos para escoger entre un pequeño grupo de políticos profesionales, cuyas diferencias ideológicas y programas son insignificantes». Esto hace necesario explorar las potencialidades de los diferentes movimientos antisistémicos que se oponen a tal eventualidad. Aun de aquellos que no se han trazado la toma del poder como una de sus metas principales de lucha. En todo ello es fundamental la autonomía con que cada uno de estos movimientos puedan (y deban) manejarse, de modo que propicien en todo momento -sin dogmatismos ni exclusiones- una construcción social, económica y política por fuera de la lógica y la ideología dominantes.
La Comuna de París de 1871, los Soviets surgidos con la Revolución Bolchevique de 1917, los Consejos de fábrica constituidos en Turín (Italia) a comienzos del siglo XX, a semejanza de lo hecho en Rusia; la Revolución Cultural impulsada por Mao Tse-Tung en China y, más cercanamente en el tiempo y el espacio, los Caracoles Zapatistas en el estado de Chiapas en México, pudieran servir -en algún sentido práctico y teórico- de guías para el logro de dicha meta. Cada uno de estos importantes hechos históricos fueron destellos de una nueva forma de gestionar los asuntos públicos y de entender y ejercer la soberanía popular. Todos ellos supusieron -dentro de su contexto específico- la subversión y la desestructuración del Estado burgués liberal, impuesto (de cualquier modo) por el eurocentrismo extendido a todo el mundo.
La democracia (entendida ahora como una construcción colectiva desde abajo) es, en términos definitivos y definitorios, el autogobierno, razón por la cual los sectores populares están llamados a abrir paso a un modelo civilizatorio de nuevo tipo, donde las relaciones sociales y sus paradigmas sean algo absolutamente diferente a las imperantes. La autonomía, el autogobierno, el reconocimiento de la diferencia, la interculturalidad y las prácticas intercomunitarias tendrían que ser, entre otros, los rasgos distintivos de este nuevo modelo civilizatorio. Este, asimismo, tendrá que asentarse en un proceso permanente de reapropiación de los símbolos y los diversos tópicos que dieron origen a las luchas populares a través de la historia.
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