El conflicto diplomático abierto entre Colombia y Venezuela como consecuencia del secuestro en Caracas del integrante de la comisión internacional de las FARC-EP, Rodrigo Granda, se ha resuelto. Sin vencedores ni vencidos, se dice, aunque se desconocen los términos reales del acuerdo pactado entre los presidentes de ambos países en la reunión que mantuvieron el […]
El conflicto diplomático abierto entre Colombia y Venezuela como consecuencia del secuestro en Caracas del integrante de la comisión internacional de las FARC-EP, Rodrigo Granda, se ha resuelto. Sin vencedores ni vencidos, se dice, aunque se desconocen los términos reales del acuerdo pactado entre los presidentes de ambos países en la reunión que mantuvieron el pasado 15 de febrero.
Al igual que estaba claro desde el primer momento que dicho secuestro era una acción de política exterior de Colombia y que con ella se pretendía dificultar el camino autónomo en este terreno emprendido por Venezuela -siguiendo la estela marcada por la Administración Bush de acoso a la Revolución Bolivariana-, ha sido la mediación internacional la que ha conseguido poner fin al tema, con la destacada participación de Cuba en todo el proceso. Argentina, Brasil, España, México, Perú y la República Dominicana han estado involucrados, en mayor o menor medida, en los intentos de mediación mientras los EE.UU. se posicionaban «al ciento por ciento» con Colombia presionando, al mismo tiempo, a los países de la zona para que respaldasen al gobierno colombiano en contra de Chávez sin mucha fortuna, todo hay que decirlo.
Si hay que hacer caso a las declaraciones oficiales, aparentemente ninguno ha ganado la partida. «Ratificamos nuestro compromiso con los pueblos de Venezuela y Colombia y sus instituciones: nuestro país no ha sido ni será jamás santuario de terroristas, ni de guerrilleros, ni de paramilitares o del narcotráfico», dijo Chávez tras la entrevista que mantuvo con Uribe en Caracas para solucionar la crisis. «Lo primero es reconocer que este desafío terrorista en Colombia engendra dificultad a nuestros vecinos y hermanos.», dijo Uribe. «La soberanía es algo intrínseco a la existencia de un pueblo, un Estado», abundó Chávez. «La cooperación dentro del respeto implica cooperar para que no se afecte la soberanía y respetar la soberanía», respondió Uribe.
Lenguaje gubernamental para salvar una crisis que no beneficiaba a ninguno de los dos países: a Venezuela porque le situaba en el punto de mira de Washington tras las declaraciones de la nueva Secretaria de Estado, Condolezza Rice, al considerar al gobierno de Chávez como «una fuerza negativa para la región», en contraste con el apoyo absoluto del gobierno de Uribe a EE.UU. y su estrategia de guerra preventiva; a Colombia porque la imagen de un gobierno subordinado a los EE.UU. en la política contra Venezuela le situaba casi fuera del tablero latinoamericano, donde en estos momentos el ascenso al gobierno de formaciones de centro-izquierda animan un nuevo rumbo en el proceso de integración a nivel continental. Sin descartar el aspecto interno, dado que Uribe comenzaba a sentir la presión de empresarios colombianos que advertían cómo se iban deteriorando las relaciones y que temían que a la suspensión de los negocios entre los dos Estados, anunciada por Chávez desde el 14 de enero, se sumase la parálisis en los negocios privados. El problema hubiese sido mayúsculo si se tiene en cuenta que Venezuela es, después de Estados Unidos, el segundo mejor mercado para los productos colombianos (exportaciones por 1.500 millones de dólares al año y un intercambio total que asciende a 2.500 millones de dólares) y eso le hubiese afectado en su campaña por la reelección.
Sin embargo, hay un hecho claro: Rodrigo Granda sigue secuestrado, le ha sido retirada la nacionalidad venezolana -con la excusa de que fue adquirida con documentación ilegal- y se renueva el compromiso europeo, expresado por el director general de Relaciones Exteriores de la Comisión Europea, Eneko Landaburu, eurodiputado por el PSOE, de mantener tanto a las FARC-EP como al ELN en la lista de organizaciones terroristas. Por lo tanto se puede decir, si se utiliza un símil pugilístico, que Colombia está venciendo a los puntos en un combate que aún no ha terminado puesto que queda aún pendiente la reunión que mantendrán antes del mes de abril los dos titulares de Exteriores, Carolina Barco (Colombia) y Alí Rodríguez (Venezuela), a la cabeza de una comisión binacional que estudiará con detalle los dos puntos principales de fricción: el secuestro de Granda y la implicación de paramilitares colombianos en los planes de la oligarquía venezolana para derrocar a Chávez. Una vez que se conozcan los resultados de este encuentro se podrá hablar de una resolución del conflicto sin vencedores ni vencidos.
Mientras tanto, Uribe ha conseguido otro indudable éxito: James LeMoyne, representante de la ONU en Colombia y hombre crítico con el Plan Colombia dejará su cargo en abril, cuando concluya su mandato de cinco años. Es un hecho decidido y así se lo comentó personalmente el secretario general de la ONU, Kofi Annan, al vicepresidente colombiano, Francisco Santos, y a la ministra de Exteriores Carolina Barco el pasado 25 de enero.
LeMoyne se había granjeado muchos enemigos en Colombia puesto que en más de una ocasión ha dicho públicamente que «es un error pensar que las FARC son solamente narcotraficantes o terroristas, puesto que su columna vertebral es gente comprometida ideológicamente» -lo que desmonta el discurso oficial- y que «no hay un futuro en paz si no se hacen profundas reformas en el poder político y económico en Colombia», lo que repugna a la oligarquía y a sus servidores. De hecho, el gobierno de Uribe -casi desde el mismo momento de asumir el poder- en la práctica había declarado «persona no grata» a LeMoyne, representante personal para «buenos oficios» del secretario general de la ONU, Kofi Annan, cuya misión es, o era, la búsqueda de una solución política al prolongado conflicto armado interno. Ya no será molesto.
Según el reporte de la ONU sobre esa reunión no se ha decidido nombrar a un nuevo sustituto, sino que «si las circunstancias cambian y las partes piden que la ONU reanude su papel activo en Colombia, el Secretario General considerará la mejor manera de ayudar».
Merece la pena recordar que el secuestro de Granda se produjo cuando las FARC-EP se habían dirigido por carta a Kofi Annan para solicitarle participar en la Asamblea General de la ONU para explicarle al mundo «las consecuencias de un conflicto interno de innegables orígenes sociales, económicos y políticos, entre el Estado y su Régimen gobernante, donde más de 30 millones de colombianos estamos sumidos en la pobreza y la miseria». Sobre este tema y las propuestas de la organización guerrillera para encontrar «los caminos de paz con justicia social» se diseñaba una propuesta global de las FARC-EP de la que tenía conocimiento James LeMoyne, así como de la voluntad de la guerrilla de concertar con el gobierno colombiano un acuerdo de canje de prisioneros. A la primera propuesta, como se ha dicho, el gobierno derechista de Uribe respondió con el secuestro de Granda; a la segunda, con la extradición de Simón Trinidad a los Estados Unidos.
Sin embargo, ambos temas siguen estando encima de la mesa, sin la menor receptividad por parte de Uribe, empeñado sólo en la derrota militar de la guerrilla para que así llegue débil a una mesa de negociación en la que sólo de abordaría la entrega de las armas sin la puesta en práctica de las reformas estructurales, imprescindibles para que un acuerdo de paz tenga garantías de éxito sin repetir los errores de los años 1990-91, cuando la desmovilización del M-19, un sector del EPL, el MADO y el Quintín Lame.
Hoy, con la perspectiva que da la historia, es incuestionable que los acuerdos específicos que esos grupos guerrilleros firmaron con el gobierno colombiano de turno (César Gaviria) fueron en gran parte incumplidos y la reinserción de los desmovilizados, en el sentido social y de atención directa, no sólo fue débil y desorganizada sino, en la mayoría de los casos, menospreciada por los dirigentes de sus organizaciones y no sólo por el Estado y los «veedores internacionales», los países que, con alharacas, asistieron a la entrega de armas como valedores de un proceso de paz del que rápidamente se desentendieron una vez alcanzada «la paz». Pero el concepto de paz tiene dos vertientes: el negativo, paz igual a ausencia de violencia; y el positivo; paz igual a resolución de las causas que están en el origen de esa violencia. Es decir, paz con justicia social.