El fracaso definitivo del neoliberalismo cobijado por gobiernos obsecuentes, ocurrirá cuando se plasme, alguna vez, la unidad latinoamericana… En el subcontinente latinoamericano los sectores derechistas han apostado siempre por el individualismo que se viste de nacionalismo fanático, por el rechazo a la integración de los países y el combate contra las migraciones provenientes de geografías […]
El fracaso definitivo del neoliberalismo cobijado por gobiernos obsecuentes, ocurrirá cuando se plasme, alguna vez, la unidad latinoamericana…
En el subcontinente latinoamericano los sectores derechistas han apostado siempre por el individualismo que se viste de nacionalismo fanático, por el rechazo a la integración de los países y el combate contra las migraciones provenientes de geografías humanas tercermundistas.
Esa ultraderecha prefiere servir imperios lejanos a formar parte del conjunto de naciones hermanas que la rodean. Ejemplos sobran en la Historia universal, y en cuanto a latinoamerica hay referentes claros de lo mencionado. Chile, a no dudar, es uno de ellos.
Hace décadas, allá por el año 1965, muchos pensábamos que la derecha política chilena era diferente de los conservadores del resto de América Latina, e incluso alguien afirmó que «comparada con la derecha bananera de naciones centroamericanas, la nuestra es casi socialdemócrata». Ese comentario se derrumbó cual castillo de naipes el año 1970, no bien Salvador Allende resultó electo Presidente. A partir de ese momento la derecha no ocultó su aversión a la unidad latinoamericana y su desprecio por todo lo que esa unidad podía alcanzar.
Ya había dado muestras de aquello. Recordemos con cuanta obsecuencia nuestro país, -en los años 1960-1970, bajo los gobiernos de Jorge Alessandri Rodríguez y Eduardo Frei Montalva-, se sumó a los dictámenes emanados desde Washington a través de la Alianza para el Progreso (1961-1970). Una entelequia cuyo objetivo principal apuntaba a solidificar la dependencia de las naciones ubicadas al sur del río Bravo.
Una de tantas máximas de la sociología, la que dice «la consecución de un objetivo no debe impedir la consecución de otros objetivos», explica que la Alianza para el Progreso logró mantener política y económicamente desunidos a los países latinoamericanos, incrementó el combate a las posiciones de izquierda en cada nación e intentó sacar a Cuba y su revolución del contexto continental.
En ese juego internacional de grandes intereses que provocó la caída de regímenes democráticos para entronizar dictaduras militares -Brasil, Perú, Bolivia, Uruguay, Argentina y otras- el gobierno de la Unidad Popular fue un interregno de corta duración que abrió amplias expectativas populares. El temor del contagio explica hasta hoy la brutal arremetida del capitalismo y la aplicación en nuestro país del experimento que conocemos como «neoliberalismo salvaje».
Ese experimento, hoy consolidado, tenía un agregado de relevancia: impedir el ingreso de Chile a organizaciones supranacionales que no fuesen controladas por Estados Unidos o por el FMI.
Nuestro país debía aislarse del contexto latinoamericano y caminar una ruta propia, alejándose de todo gobierno que oliese a progresismo o manifestase ideas de izquierda ‘atentatorias a la seguridad del imperio’.
Así ocurrió. El Chilexit comenzó en septiembre de 1973, aunque en este caso la sociedad civil no fue consultada. Me temo que si lo fuera, la respuesta sería favorable al individualismo. Así de efectiva ha sido la labor de la «prensa canalla» en estos últimos cuarenta años.
En toda la extensión de la tierra americana no existe un país oficialmente menos latinoamericanista que el nuestro. A la oferta de unidad subcontinental explicitada por gobiernos de naciones vecinas, Chile ha opuesto los TLC (Tratados de Libre Comercio) cuya esencia son los intercambios mercantiles.
La unidad política, cultural, social y económica de América latina le cede el paso a los limitados intereses de los grandes grupos financieros.
No sería extraño presenciar actos de alabanza derechista al presidente ruso Vladimir Putin, quien, refiriéndose al referendo inglés declaró: «es comprensible esa votación, pues nadie quiere alimentar y subsidiar a economías más pobres, mantener a otros Estados y financiar otras naciones». Tales palabras coinciden con el pensamiento conservador y aislacionista de la derecha chilena. Y porqué no decirlo de sectores políticos que adhieren a filosofías de larga data, como el cristianismo, pese a que en su discurso oficial cantan loas a la «unidad de los pueblos».
Por ahora nuestro país seguirá viviendo a plenitud su propio e inconsulto Chilexit, hasta que las cuentas del almacenero señalen que es mejor bajar las cortinas.
Lamentablemente, para ese entonces quedará poco país, los TLC serivrán para limpiarse, y no habrá ningún recurso que explotar.
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