En el cuento «Pardo», escrito por Eduardo Heras León, ya su nombre denota la apertura de varias significaciones. Pardo es «mulato», ni negro ni blanco, y significa, además, bajo nivel social.
El nombre propio del sujeto no se muestra, aparece de este modo. La ambigüedad del significante utilizado y la ausencia del nombre propio presenta esa ruptura que opera en el proceso revolucionario al menos en dos niveles, el sujeto de la enunciación se transforma al cambiar su posición social y hace uso de su voz.
No solo se teme a las balas en el torbellino de las revoluciones, también se siente el miedo a escuchar la voz.
¿Cuántas dificultades del lenguaje se superan con una revolución? No hay una forma de medición clínica pero el ejercicio de la voz es una de las cosas que más se transforma durante una revolución, de la misma manera podría pensarse también la cantidad de trastornos del lenguaje que se presentaron en la descendencia de los sectores de la burguesía, desplazados por el peso de los cambios.
Las revoluciones producen cambios en el lenguaje, como instancia de producción de significantes. Y esto es mucho más amplio que el lenguaje en tanto escritura o habla motora. La discusión en torno a cuál debía ser la novela de la Revolución, escondía la contradicción entre la clase partidaria de que el pueblo hablase, y aquellos deseantes de la reproducción del mito del pasado. En esta posición, la voz del sujeto excluido era visibilizada por el intelectual que no provenía de la realidad social del excluido.
Los funcionarios de la cultura, por su parte, querían que el pueblo hablase pero a condición de que en esa voz apareciera limpio de toda mancha y miedo. Era la intersección entre el sujeto mítico griego omnipotente y el pueblo elegido de Dios, libre de todo pecado. Hasta en el realismo socialista estaba inserto inconscientemente el individuo moderno, libre de faltas en su relación directa con Dios; pero no del lado del dogma de la salvación propio de la iglesia católica, donde el sujeto se salva por los actos, sino desde la postura luterana de salvación, mediante la fe sin fisuras en Dios.
Esta es una contradicción cultural dentro de la revolución y es otro nivel del conflicto social que solo es posible dentro de un hecho social como aquel. La contradicción propia de la sociedad anterior a 1959 es más simple y terrible, algunos tienen derecho a hablar, y otros no tienen ninguno. Un proceso verdadero de cambios sociales está obligado a resolver ambos niveles de estas contradicciones en el ejercicio del poder revolucionario. Por eso las contribuciones intelectuales de alguien como Mañach, uno de los mejores representantes de la voz-Amo antes de 1959, están dirigidas a que el Amo hable mejor, no le interesa repartir la voz.
Es interesante la coincidencia de esta posición con la que encontramos en algunas publicaciones actuales que intentan la restauración conservadora del capitalismo en Cuba. En un hecho innegable que están bien escritas pero en términos de clases sociales les interesa una sola voz, no quieren repartir el ejercicio libre de la voz. La voz única del estado y del funcionario quiere ser sustituida por la voz reaccionaria y desencantada de los que escriben bien pero «hablan mal»; es decir, no quieren saber de la voz de los excluidos a no ser para mostrarlos desencantados, como ellos, sin utopías, como ellos, pero no favorecidos por el mercado de la palabra, como ellos.
La verdadera revolución se anunciaba en textos como el cuento Pardo, del Chino Heras. El sujeto ni se salva por la fe ni por las acciones después de haber pecado, se salva en la asunción de su incompletud contradictoria entre el miedo y los actos. El miedo no funciona como barrera ante la acción sino como punto de reflexión acerca de la propia existencia. Esta nueva voz que aparece se rastrea en el cuerpo de Pardo. El miedo está en la piel, está en los huesos, está en el llanto del niño, o en su propio llanto. El miedo realiza un recorrido, primero se detiene en la función materna, la madre calla al niño en medio de los disparos por su llanto, después Pardo calla al niño que llora, y, a su vez, él mismo es el niño que llora. La situación límite lo ha llevado a sus primeros pasos en la vida donde la madre le ordenaba detener el llanto: le increpa para que pierda su voz. Sin embargo en el cuento y en la vida el niño no detiene su llanto. Esto le permite al personaje del cuento constatar que el llanto que escucha es su propio llanto en medio de la crudeza de la guerra. Ahí retorna la voz de su madre en su propia voz cuando se ordena a sí mismo no llorar. Los brazos de la madre no anuncian, como en otra época, los pechos que le calmarán de la incertidumbre de la vida. El sujeto, en una inversión transformadora, realiza en su propia voz la función materna.
Algo parecido ocurre con la función paterna, el «jefe» es alguien que aparentemente no hace nada, inmóvil y calmo. Pardo, espera de la función paterna encarnada en el jefe algo que le marque la ruta, que le muestre el lugar donde debe apostarse para disparar. El Padre le señala el cañaveral que está muy frío y alejado. A Pardo, desamparado y sin la voz de su madre, le falta la compañía de la orden paterna y precisa que calma. Y aquí se verifica la mayor situación de desamparo del sujeto humano, sin la madre para acogerle en brazos, sin el padre para que le otorgue cierto orden a los acontecimientos. El miedo aparece en toda su amplitud descarnada y real.
Con el Chino Heras comprendemos que la Revolución es instante límite del sujeto frente a sí mismo o no lo es. Cuando Pardo dispara con suavidad, deja ir el miedo lentamente, porque la Revolución rompe con todos los miedos nombrándolos: disparos, ruidos de llanto, una voz que manda a callar, otra que ordena disparar.
Pardo, después del combate, sale caminando sin mirar al jefe, otea silenciosamente el camino y presenta ante el estudioso todas las fases antimanuales de evolución y desarrollo del sujeto revolucionario: miedo, llanto del otro, orden de la Madre, reconocimiento de que no es el otro el que llora: soy yo el que llora, orden de sí mismo para detener el llanto, orden de disparar del Padre, disparo suave y autónomo y mirada sobre el camino. Hasta aquí describimos ocho fases, pero son nueve.
Al final del cuento, el Chino Heras pareciera decirnos que caminar sin mirar es la novena fase de la Revolución y es permanente.
Fuente: https://medium.com/la-tiza/el-chino-heras-y-la-novena-fase-de-la-revoluci%C3%B3n-492c162f9073