Dice una «lógica», la sustentada por el gobierno y el sector social que representa, que para llegar a acuerdo en cualquier materia es un requisito atenerse a las reglas del juego. Y que nada que vulnere las sacrosantas instituciones en las que se encarnan tales reglas del juego, puede ser tolerado. ¿Y si lo que […]
Dice una «lógica», la sustentada por el gobierno y el sector social que representa, que para llegar a acuerdo en cualquier materia es un requisito atenerse a las reglas del juego. Y que nada que vulnere las sacrosantas instituciones en las que se encarnan tales reglas del juego, puede ser tolerado.
¿Y si lo que está en juego son precisamente «las reglas del juego»?
Nada de extraño, en un caso así, que a la lógica conservadora se enfrente otra, de signo contestatario y renovador: aquella que sostiene que para llegar a un acuerdo, cualquiera sea la materia de que se trate, lo que hay que hacer es atender a razones. Dicho en palabras en boga, «el mérito de la causa». De forma más simple, los intereses en juego, las aspiraciones de los unos y la resistencia de los otros, así como -condimento indispensable en cualquier análisis- «el poder de fuego» de cada uno de los contendientes.
«El relato», se diría en términos longueiros; en otras palabras, la capacidad de comunicar, influir y moldear conciencias, en lo que juega un papel para nada despreciable la propiedad o dominio de los medios de comunicación.
Están en la retina de millones de chilenos las manifestaciones masivas que han marcado los últimos meses.
El punto culminante, ciertamente, ha sido el conflicto de la educación. Pero también han estado las grandes marchas y manifestaciones convocadas tanto para la defensa del medioambiente como por los derechos de los trabajadores, las reivindicaciones de las mujeres, de las minorías sexuales. Y un largo etcétera.
Tanta ha sido la fuerza de estas convocatorias, que al final sus «razones» han traspasado las fronteras de los que aparecen como directamente implicados, hasta hacerse «universales». Y es que nadie puede no mirarse en el espejo de la educación.
En las próximas horas, se abrirán las puertas de La Moneda para que el propio jefe de estado presida un encuentro que puede ser crucial en el conflicto que enfrenta a una minoría con la conciencia de millones.
Los asuntos a tratar son, sin duda, complejos y de gran trascendencia. Y la pregunta que la mayoría se hace es si será desaprovechada la oportunidad de abordar a fondo los problemas que se iniciaron con la dictadura.
A la lógica autoritaria y blindada con un arsenal represivo que no se ha detenido ni en el umbral del asesinato de jóvenes y niños, se enfrentará la lógica de las razones de la mayoría.
La pregunta que todos se hacen es: ¿cuál lógica se impondrá? Se preguntan otros si es lícito, y razonable, esperar de un gobierno privatizador por antonomasia y solícito para atender las exigencias del gran empresariado, que cambie su rumbo y enfile hacia un papel responsable del estado como garante de una educación democrática en su acceso y contenidos.
Y si puede ser muy fundada tal desconfianza, no es menos fundada la confianza en las fuerzas propias de las mayorías para hacer avanzar su programa. Esto, porque nadie puede llamarse a engaño, ni escandalizarse por ello como se ha observado en personeros de la derecha: sí, efectivamente, los cientos de miles de chilenas y chilenos que han salido a las calles y están ejerciendo el sufragio universal del caceroleo, una institución sin designados ni binominales, tienen un programa claro. Quieren, por ejemplo, una Constitución Política distinta de arriba para abajo que la impuesta por Pinochet y que sólo fue «cosmetizada» bajo la Concertación.
Quieren salud amparada y financiada por el estado. Quieren un Código Laboral liberado de las doctrinas que impuso la misma dictadura para rebajar al máximo la capacidad negociadora y reivindicativa de los trabajadores. Quieren el fin de los abusos a los consumidores. Y el reconocimiento explícito de los derechos de todos y cada uno, con observancia irrestricta del respeto a la diversidad de condiciones y opciones sexuales. Quieren un medioambiente protegido. Y quieren que sus aspiraciones, sus opiniones y derechos sean escuchados y respetados al menos al mismo nivel que se reserva para los lobistas y los privilegiados.
Nadie se sorprenda si para hacer fracasar las conversaciones se echa mano una vez más a las descalificaciones, a la búsqueda de «influencias extrañas» en el movimiento por la educación, a un cierto «maximalismo» en las demandas de los estudiantes, los profesores y con ellos todos los que se saben y sienten comprometidos con su causa.
Y es que la justicia social y la democracia no pueden tener «términos medios»: se respeta y protege a los millones de chilenos hasta hoy dejados a la vera de los beneficios de un modelo que se dice exitoso, o simplemente se persiste en una política que jamás será aceptada por las mayorías.
Allí está el dilema.