Aunque la idiosincrasia de las sociedades es muy variada, tan variada como sociedades y culturas, lo cierto es que la sociedad occidental y especialmente la española (pese a que la globalización barre el imaginario, las ideas y los rasgos nacionales, debilitando costumbres en favor de las anglosajonas), funciona más a golpe de refranes, de dichos […]
Aunque la idiosincrasia de las sociedades es muy variada, tan variada como sociedades y culturas, lo cierto es que la sociedad occidental y especialmente la española (pese a que la globalización barre el imaginario, las ideas y los rasgos nacionales, debilitando costumbres en favor de las anglosajonas), funciona más a golpe de refranes, de dichos populares, de proverbios y de pautas comunes que de leyes. Incluso principios no escritos como «todo lo que no está prohibido (por las leyes), está permitido», o «no todo lo que no está prohibido está permitido (por la moral)» forman parte del acerbo que orienta muchas veces a una persona ante una situación más o menos delicada. Aunque respecto a estos dos principios, si bien parecen concluyentes desde una posición acrítica, no lo son tanto desde una perspectiva filosófica. No porque no sean relativamente ciertos, sino porque al discernir el comportamiento más correcto en un momento dado, en el primer caso se suscita la duda sobre si no faltará precisamente una ley para esa materia determinada, y en el segundo, la de qué clase de moral hablamos: si es religiosa, o si es civil. Por ejemplo, la reducida al imperativo kantiano: «obra sólo según aquella máxima por la cual puedas querer que al mismo tiempo se convierta en ley universal»…
Sin embargo, los dichos populares, los proverbios y el sentido común nos llevan en volandas y nos sentimos mucho más seguros a la hora de obrar, sobre todo cuando nuestra conducta va a afectar a terceros. En todo caso, el instinto y el egoísmo instintivo se enfrentan a menudo a la ley penal y a la moral predominante. Pero si la ley penal es concreta, la moral es incierta. Pues puede ser tanto religiosa, con todo su cortejo de contradicciones y de agravios comparativos («útil» para el pueblo llano y débil o inexistente para las clases sociales de postín), como civil, esa basada en el imperativo categórico kantiano mencionado, principio rector de la conciencia de quienes no nos dejamos guiar en absoluto por una religión, ni tampoco por sus pautas morales…
Aún así, a diferencia, por ejemplo, de los pueblos germanos guiados por la moral protestante de Lutero, de Calvino o de Zwinglio, pero también por la filosofía de otros, principalmente Max Weber; o los neerlandeses, influidos además también por la filosofía de Spinoza, el pensamiento moral en España ha estado siempre mucho más impregnado de una suerte de catolicismo atroz, que por la filosofía salvo retazos de senequismo. Y si bien la moral religiosa cristiana, a su vez está determinada por la escolástica de la filosofía de grecolatinos, léase estoicos, Aristóteles y Platón, la moral social común y los comportamientos no amorales, aunque pueda parecer otra cosa se sustentan en refranes, en dichos populares, en proverbios y otros principios de origen vario que hacen de ensamblaje de la sociedad, más que en la moral y en la práctica religiosas propiamente dichas.
Digo lo anterior, porque conociendo muy bien la idiosincrasia general predominante de la sociedad española e hispana en su conjunto sé, primero cómo se las gasta el discurrir más extendido de los españoles; segundo, cómo y por qué reacciona una gran parte de la población contra dos territorios que persiguen su independencia desde tiempo inmemorial y de paso contra tantos españoles que les comprendemos y apoyamos porque, siendo ellos españoles, lo somos más por la fuerza de las circunstancias que por el deseo de serlo.
Por todo ello y porque, fuera de los círculos independentistas de entonces, había muy pocas posibilidades de converger en las ideas, la mayoría de mis muchos escritos relativos a las dramáticas y belicosas vicisitudes entre el Estado español y la parte del pueblo euskaldún independentista, no vieron la luz y los guardo en la carpeta de lo «no publicado». En aquel entonces los consideré impublicables, y aun hoy, aunque tienen mucha conexión con el asunto catalán, o precisamente por eso, los sigo considerando inoportunos pues podrían encender de nuevo el independentismo vasco que se sumaría al catalán, y con ello provocar una situación francamente peligrosa, al menos desde el punto de vista retórico. Bastante tenemos con lo que hay…
En estas fechas, casi veinte años después del «conflicto vasco» no he podido reprimir la tentación de publicar sobre lo de Cataluña, y sobre el pueblo catalán con motivo de unas gravísimas penas y unas penalidades sobrevenidas por un choque de trenes: el uno de alta velocidad, el del Estado español, y el otro de mercancías, el del Govern catalá. Pero lo cierto es que cuando ponemos frente a frente al español medio frente al catalán medio, en mi consideración el español, sobre todo quienes le representan en la política y en la justicia, sale siempre perdiendo desde un punto de vista antropológico. Y siendo la envidia el pecado capital por antonomasia del español, como lo desveló en su día Díaz Plaja en su ensayo El español y los siete pecados capitales, es difícil que el observador movido por la objetividad posible, no aprecie que la diferencia entre ambos pueblos hace prácticamente imposible el entendimiento. Como prácticamente es imposible, por ahora, con la monarquía y la Constitución por medio y su modo de interpretarla, la reconciliación de los dos bandos de la guerra civil que ahí siguen latentes, hasta que un proceso constituyente dirima la forma de Estado op¬tando constitutivamente entre la monarquía y la república. Lo único posible por ahora es el hilván de acuerdos entre una parte de los representantes catalanes y el gobierno central en funciones; un hilván, para una investidura prendida con alfileres y una gobernabilidad sin asomo de estabilidad…