El presidente Santos ha vuelto a reclamar gestos de buena voluntad de la insurgencia. Ha dicho: «si ellos realmente quieren la paz, como la queremos todos los colombianos, tienen que comenzar a hacer unos gestos». Estamos sin duda ante una frase cínica e hipócrita, en el teatro del absurdo, donde la oligarquía colombiana es protagonista, […]
El presidente Santos ha vuelto a reclamar gestos de buena voluntad de la insurgencia. Ha dicho: «si ellos realmente quieren la paz, como la queremos todos los colombianos, tienen que comenzar a hacer unos gestos». Estamos sin duda ante una frase cínica e hipócrita, en el teatro del absurdo, donde la oligarquía colombiana es protagonista, los gestos de buena voluntad se reclaman unilateralmente, tanto el presidente Santos, como los analistas políticos prepagos legitimadores de la salida militar al conflicto, sin recato dicen que el balón de la paz está en la cancha de las FARC.
Pretenden reclamar gesto tras gesto de buena voluntad de la insurgencia, mientras la oligarquía mantiene el carril militar, carril militar desarrollado por unas fuerzas militares genocidas y violadoras de derechos humanos que mientras colapsan ante la insurgencia [1] se crecen frente a los campesinos de Arauca para matar y violar a sus niños, se crecen en los llanos orientales para emparentarse con Cuchillo [2] y sus bandas de paramilitares con los cuales tiene la tarea común de usurpar tierras y entregárselas a las trasnacionales.
El carril militar se profundiza hasta el absurdo de imaginar que la destrucción del secretariado de las FARC significará su desestructuración y derrota, la ofensiva militar oligárquica supone un deseo íntimo y fantasioso de ver a la insurgencia capitular, pero ni la caída de Raúl Reyes, Iván Ríos, El Mono Jojoy, ni la muerte de Manuel Marulanda significaron la parálisis o el colapso del reacomodo y redespliegue estratégico de la insurgencia, la cual desde el 2008 comienza una ofensiva ascendente y sostenida.
Sus fantasías hoy están puestas en la eliminación de los miembros del secretariado, desconociendo con esto la naturaleza de la insurgencia colombiana. Años atrás la fantasía oligárquica de derrotar a la insurgencia se la jugó por «el cerco de la opinión pública que ilegitimara el levantamiento insurgente», en esta ocasión confundieron legitimidad con justeza.
La legitimidad como aprobación de la «opinión pública» hacia la insurgencia fue mostrada durante los 8 años anteriores como una victoria, la opinión pública ilegitimaba a la insurgencia, dijeron, pero no se dijo que esa «opinión pública» igualmente castigaba a factores democráticos como las cortes, o a luchadores por la paz como Piedad Córdoba. Esa opinión pública, prefabricada en clave de derecha y oscurantismo, es la misma que en la historia de la humanidad ha servido para quemar brujas, hacer retractar a Galileo, o expandir el fascismo y la masacre hitleriana.
La justeza por el contrario proviene de las condiciones concretas impuestas por la oligarquía, el cierre de la política producto del terrorismo de estado expulsa a los actores políticos y civiles a la resistencia armada, el modelo de acumulación criminal de concentración, asesinato, desplazamiento y saqueo del campesinado, configuran las condiciones obligadas para que este alimente hasta el infinito el conflicto armado. La justeza se expresa como el derecho de la población a la rebelión, como la validez de su derecho a la guerra.
Los operadores estratégicos de la guerra sicológica contra la insurgencia olvidan que el problema central de la guerra irregular no es la legitimidad sino su justeza, cientos de veces el ejército libertador fue ilegitimado frente a la población y otras potencias, la gente corría a esconderse ante la presencia del ejército libertador, lo que más contagiaba hacia la población era temor, sin embargo jamás se puso en duda la justeza de la lucha contra España, ni siquiera ese campesino asustadizo que corría a esconderse, cuando la correlación geopolítica y militar del ejército libertador fue positiva, igualmente las variables de la legitimidad lo acompañaron. De la naturaleza manipulada y la maleabilidad de esta opinión pública hablaremos en otro artículo, mientras, volviendo al eje inicial de este artículo, preguntémonos, ¿por qué existe tal empobrecimiento en el análisis del conflicto? Se coloca la responsabilidad por la continuidad de la guerra en la insurgencia, pero se exonera al estado tiránico de su responsabilidad en hechos fundamentales que prolongan el conflicto.
En realidad la inamovilidad de la posición de la salida militar señala que de parte de la oligarquía no existe voluntad de paz sino interés por la continuidad del conflicto militar, el cual le es funcional al patrón de acumulación y reorganización del capital desde la década de 1980 y más profundamente desde el 90. Una solución política implicaría una real apertura de espacios democráticos para la política, la democracia supondría transparencia y debate al modelo sanguinario, concentrador y desnacionalizador asumido para el campo Colombiano. Implicaría conocer los responsables del genocidio cometido durante estas tres décadas en la sociedad Colombiana, la oligarquía no resistiría el fuego de la democracia, porque su modelo de acumulación al igual que en el Chile de pinochet o la Argentina de videla, requiere de tiranía y cierre de los espacios para la política, requiere obligadamente del terrorismo de estado.
La política del gobierno permanece invariable, hace exigencias propias del final de las conversaciones, no del inicio de las conversaciones, en realidad su política está basada en sueños ilusos de ver a la insurgencia «aceptar sus exigencias», leámoslo en palabras del tristemente célebre asesor de la guerra Alfredo Rangel: «Santos está decidido a dialogar, pero también es irrevocable su petición de que se concreten las condiciones que ha exigido». » Piedad «no es un factor importante» para convencer a las Farc de «aceptar las condiciones del Gobierno»,» esto sólo se logrará si hay un fuerte incremento de la acción militar con resultados contundentes».
Es claro ¿verdad? Ven la paz como capitulación y aceptación de la voluntad unilateral de la oligarquía, mientras, la élite Colombiana mantiene una práctica que para nada simboliza hechos de paz y por el contrario incentivan la continuidad del conflicto. Veamos:
1. La continuidad del asesinato político. Según denuncias de la Comisión Interamericana para los Derechos Humanos, en los primeros 75 días del gobierno de Santos, asesinaron a siete líderes indígenas, seis activistas de derechos humanos, cinco dirigentes sindicales, dos líderes mujeres, dos defensores de derechos de los homosexuales, un juez que llevaba casos de ejecuciones extrajudiciales y el periodista Rodolfo Maya Aricape, corresponsal de una radio comunitaria indígena.
Otro caso documentado es la violación y asesinato de tres niños en el Municipio de Tame del 14 de octubre de 2010 el cual fue perpetrado por miembros del batallón de contraguerrillas número 45, adscrito a la Brigada Móvil número 5 de la octava división del Ejército Nacional. Igualmente continúan las amenazas y hostigamiento a decenas de organizaciones pro derechos humanos y sus miembros.
2. Criminalización de la protesta social y de sus dirigentes . El hecho más notorio fue la decisión de inhabilitar a Piedad Córdoba por parte de la procuraduría, castigando así su postura disidente contra la tiranía y la lucha por la paz. Otros hechos fueron la captura de la dirigente sindical Aracely Cañaveral Vélez y la poeta Angye Gaona, la denuncia de organizaciones campesinas y populares ubican el número de detenidos en más de cien durante el gobierno de Santos.
La práctica es recurrente, se incriminan a los dirigentes por concierto para delinquir y rebelión, llegando incluso a imputarles absurdos cargos de narcotráfico como ocurrió con las dos dirigentes mencionadas, luego sacan del sombrero del mago computadores en los que sitúan pruebas que no han respetado la más mínima cadena de custodia, es un juego de criminalizar la opinión y eliminar las voces disidentes.
3. La existencia de 7500 presos políticos y de conciencia, de los cuales sólo 700 son combatientes insurgentes que deberían tener el estatus de prisioneros de guerra, los demás son dirigentes sociales vinculados a procesos jurídicos como insurgentes, sin embargo se hallan en prisión con sus procesos manipulados, estancados y habitando en condiciones degradantes, son presos de conciencia.
Es de destacar el caso de Liliani Patricia Obando asesora de la organización campesina Fensuagro y detenida desde el 2008 sin que se respeten las más mínimas garantías procesales, igualmente es dramática la muerte en cautiverio del preso político Otoniel Ovalle, el cual muere por negligencia de las autoridades penitenciarias.
4. La continuidad de su política de desnacionalización agraria y pérdida de la autosuficiencia agroalimentaria, la cual arroja como mapa la continuidad en la expulsión violenta del campesinado que ya suman 4.000.000 en los últimos 20 años, concentración de la tierra en manos de las mafias, terratenientes y trasnacionales, expansión de los monocultivos para agrocombustibles, desestructurando la producción nacional de alimentos y convirtiéndonos en importadores. La concentración y desnacionalización agraria ha tenido un impacto gigantesco en la pérdida de autosuficiencia alimentaria, precisamente cuando la FAO alerta sobre la crisis mundial en la producción de alimentos.
- Pervivencia del aparato terrorista de estado materializado en la agencia criminal del DAS, la cual a pesar de su comprobado papel en el acoso, asesinato y persecución a todos los sectores que Uribe caracterizaba como amenazantes para su gobierno, permanece sin ser depurada, se da también la permanencia en la conducción y operaciones de las fuerzas armadas de estructuras articuladas al paramilitarismo y el narcotráfico, así como los responsables de los llamados «falsos positivos», subsiste la pervivencia del paramilitarismo disfrazado como bandas criminales en una clara coordinación con las fuerzas militares.
- La inexistencia de garantías reales para cualquier fuerza opositora de izquierda que quiera plantear una oposición sustantiva al régimen de exclusión.
Es la lógica del poder en Colombia, es la prepotencia de desconocer al otro e imponer una postura unilateral. Cabe preguntarse: ¿es tan descabellada la exigencia de la insurgencia?, Ésta exige para cesar en su voluntad estratégica insurgente la existencia de una verdadera democracia que no puede ser otra cosa que el desmonte del aparato terrorista de estado y la plena vigencia de los derechos civiles y políticos.
¿Es tan irrealizable la tarea necesaria para la sociedad Colombiana de democratizar el agro Colombiano, destruir el latifundio, conjurar las opciones agroindustriales que ponen en riesgo la seguridad alimentaria de la nación y crear una regulación nacional no colonial para la explotación minera?
Para la oligarquía colombiana, aceptar estos mínimos validados por cualquier élite racional del mundo es un suicidio como clase, pues nunca conocieron los caminos de lo democrático y lo nacional para reproducir su modelo de acumulación.
Pero le preguntamos a la llamada izquierda del Polo y de los Petro, le preguntamos al centro político de los Verdes antes de que terminen de ser capturados por el Uribismo, le preguntamos a los analistas de centro e «izquierda», los León Valencia, los Alejo Vargas, las Claudias López y todo el variopinto universo prepago y cooptado: ¿Es la democracia una exigencia muy alta para evitar la guerra civil generalizada en la sociedad colombiana?, no se dicen demócratas?, hasta donde estarían ustedes dispuestos a llegar para bloquear la guerra y aclimatar la paz?, estarían dispuestos a regresar al carril de la solución política negociada dejando atrás el de los epítetos contra la insurgencia y la instigación a la salida militar?
Antes de sumarse al carril militar y la política de aniquilación de la insurgencia, esta izquierda e intelectuales formadores de «opinión pública», defendieron dos modelos de paz, una paz llamada sustantiva o positiva y otra paz llamada mínima o negativa. Veamos cada uno de los modelos:
La paz sustantiva representada por el modelo del pacifista Johan Galtung [3] , es un modelo de paz que valora la importancia de la transformación de las causas del conflicto para construir la verdadera paz. Así, la paz no es sólo el hecho del cese de las hostilidades militares, Galthung propone la caracterización del conflicto desde un triángulo, en uno de sus ángulos se ubica la violencia directa, para la que propone la reconstrucción de los daños causados entre las partes, en otro ángulo la violencia cultural o formas de legitimar la violencia, para la cual propone la reconciliación y en el otro ángulo ubica la violencia estructural o condiciones de explotación y exclusión, para la cual propone la resolución de las desigualdades, de las contradicciones que promovieron la violencia directa.
Esta mirada sustantiva de la paz busca prevenir contra los armisticios que no alteran las condiciones sociales para la consolidación de la paz. Hoy las posturas de los intelectuales cooptados, la izquierda triste y el centro flaco no validan este modelo, lo creen poco viable, se preguntan «¿acaso quieren la revolución?» Qué sabiduría tan profunda, pero eso es lo que necesitan los excluídos por la máquina de terror de la oligarquía, la revolución democrática, una revolución capaz de desestructurar el terrorismo de estado y las lógicas de acumulación originaria o sanguinaria que reproducen la violencia.
El otro modelo que impulsaron con gran euforia fue el modelo de la paz mínima o paz negativa, la cual se entiende como la ausencia de enfrentamiento armado. Es volver a restituir el lugar de la lucha política civilizada y la disputa democrática. Desde el campo de la insurgencia y la resistencia nacional no entienden cómo deponiendo las armas se configurará ese campo democrático apto para la lucha política civil, cómo por arte de magia el aparato de terror al quedar intacto, no arremeterá con la misma saña que lo hizo contra los desmovilizados a principios de los años 90, o como lo ha hecho en todos los ciclos de la historia nacional.
Y es que el modelo de paz mínima o negativa requiere de un modelo que le de sustentabilidad, al respecto se ha agitado desde algunos actores la propuesta del «hexágono civilizador» propuesto por Dieter Senghaas [4] .
Este modelo parte de diferenciar lo que es el establecimiento de la paz en el corto plazo, de lo que es la consolidación de la paz, la cual requiere del mediano plazo, el modelo propone lo siguiente:
1. En el establecimiento de la paz propone tres elementos:
– El monopolio estatal del poder (comprendido en primer lugar el monopolio de la violencia física)
– El estado de derecho
– La participación democrática
2. En la consolidación de la paz, sugiere otros tres elementos que no deben condicionar el cese de hostilidades y la paz mínima:
– La justicia social
– Una cultura del conflicto constructiva
– Un control de las pasiones logrado mediante interdependencias.
Este modelo es problemático para Colombia, donde no se pueden resolver las tareas de los derechos civiles y políticos sin abordar el problema de los derechos económicos y sociales junto con el modelo de acumulación de las élites.
En la realidad Colombiana se da una profunda conexión entre el crimen político, el saqueo y el desplazamiento con las formas del modelo económico. Así, el terrorismo de estado no es una fórmula para garantizar la reproducción del poder, para esto le bastaría a la oligarquía con el reformismo institucional ejecutado en la década del 30, en el 60, en el 80 o recientemente con el «gentleman» de Santos. Por el contrario, su modelo de acumulación criminal sólo puede ser garantizado con un aparataje de terror y saqueo.
Así el paramilitarismo no es el mercenarismo contrainsurgente caracterizado por algunas investigadoras colombianas, pues su objeto central, el producto central de su tarea no es la contención o combate a la insurgencia, cual sí lo es el aniquilamiento físico de líderes del movimiento social y político que amenazan al régimen con la movilización y denuncia, sí es su tarea acometer el robo y saqueo en el campo para luego reconcentrar la tierra y favorecer la expulsión campesina, para garantizar la industrialización urbana en la mitad de siglo XX y la vía de desnacionalización industrial en las ciudades y agroindustrial sanguinaria para el campo acometida desde 1990, o para garantizar la emergencia de la neoburguesía mafiosa presente en el agrocultivo de la coca y la amapola pero igualmente en el circuito financiero nacional y global.
Pero hoy la paz mínima entendida como desestructuración del terrorismo de estado y democracia política plena, son discutibles y analizables en la medida que la opción de la solución política al conflicto vuelva a ganar espacio en la sociedad. La paz mínima podría configurar una opción como lo hizo en la sociedad salvadoreña, pero la posible valoración de este modelo de nuevo sólo es validado desde el campo democrático y popular. La oligarquía continúa rechazando cualquier modelo de solución política negociada, así en su retórica invoque la paz, se empeña desenfrenada y tercamente en materializar una victoria militar que le ha sido esquiva durante 50 años.
NOTAS DEL AUTOR:
[1] Ver informe sobre el desarrollo del conflicto colombiano en el 2011. www.nuevoarcoiris.org.co
[2] Abatido en un operativo de la policía a pesar de la inmensa presencia del ejército en la zona, el operativo es ejecutado por la policía pues ni la derecha confía en las fuerzas militares, sabe de su complicidad con el paramilitarismo.
[3] T ras la violencia, 3r: reconstrucción, reconciliación, resolución : afrontando los efectos visibles e invisibles de la guerra y la violencia . Centro de Documentación Estudios por la Paz.
[4] On Perpetual Peace . Senghaas Dieter . Editorial: Berghahn Books
(*) Daniel Pali es miembro del Centro de Estudios Policarpa Salavarrieta
http://www.centropolicarpasalavarrieta.blogspot.com/
Rebelión ha publicado este artículo con el permiso del autor mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.