A Matías Catrileo lo mataron por la espalda, condenado sin apelación por cinco siglos de viento antiguo. A Alex Lemún el silencio oceánico de la muerte se le clavó irremediablemente en medio de la ternura de sus ojos infantiles. Eran mapuches de tierra y luna, de huellas montunas y canto inmemorial. Los asesinaron por mapuches, […]
A Matías Catrileo lo mataron por la espalda, condenado sin apelación por cinco siglos de viento antiguo. A Alex Lemún el silencio oceánico de la muerte se le clavó irremediablemente en medio de la ternura de sus ojos infantiles. Eran mapuches de tierra y luna, de huellas montunas y canto inmemorial. Los asesinaron por mapuches, acaso por pobres y, sobre todo, por indios, porque el Estado chileno surgió y se consolidó negando a los pueblos originarios, su cultura, su identidad y su territorio.
Por lo tanto, basta de hablar del conflicto mapuche. Este es un conflicto chileno, que se basa en el profundo racismo de las clases dominantes y en el abisal terror de conocer y reconocer su morenidad. Por ello, desde el poder, siempre afirmaron la chilenidad y negaron la mapuchidad, lo cual se ha transformado en el anverso y reverso de una matriz de dominación que ha perdurado hasta la actualidad.
Han variado las formas, pero el objetivo central se ha mantenido inalterable, pues siempre se ha buscado la asimilación forzada del mapuche al Estado y la sociedad chilena. Por un breve lapso, en los albores de la independencia decimonónica, la élite dominante mostró una actitud y un accionar ambivalente en relación a lo indígena, toda vez que algunos sectores intentaron otorgarles derechos ciudadanos en concordancia con el ideario liberal. Fue, además, una extensión lógica de la imagen hiperbolizada del mapuche guerrero e invencible que O’Higgins consideraba «el lustre de la América combatiendo por su libertad».
Se interrelacionaban dos elementos centrales: por un lado la fosilización del indígena y, por el otro, el reconocimiento de la diferencia cultural, pero -simultáneamente- la negación de la otredad. En otras palabras, desde siempre se reconoció la historia y existencia del indígena, su cultura y su coraje, pero fosilizado en el tiempo. La mirada respetuosa era hacia atrás, en la seguridad de la distancia, porque la mirada deferente en el presente y hacia adelante conflictuaba y atemorizaba a la élite. Asimismo, se reconocía la realidad de un pueblo distinto al chileno que poblaba el territorio y, por lo tanto, se pensó en incorporarlo al proyecto nacional, pero diluyendo su identidad en la nueva identidad chilena. Al mapuche suspendido en la penumbra del tiempo se le iconizaba en banderas, escudos y textos; además, se le mitificaba para transformarlo en invencible guerrero vernáculo. Al mapuche real muy pronto, en cambio, se le reprimió.
El proceso de asimilación forzada intentaba desintegrar la identidad, la cultura, el territorio y la sociedad mapuche. Es decir, la chilenidad imponía violentamente su prevalecencia sobre la mapuchidad, fragmentando la identidad indígena, apropiándose del territorio e interviniendo su cultura. Fue el preludio de un continuum histórico de dominación agenciado por el Estado chileno que, en lo substancial, se ha sustentado en una visión cultural etnocéntrica y en un modelo político unitario. Lo acaecido en nuestro país no es muy diferente a lo sucedido en otras partes del continente, donde los Estados nacionales se constituyeron a partir de concepciones uniculturales y uninacionales y, por ende, negando e invisibilizando a los pueblos originarios.
SE REQUIERE UNA SOLUCION POLITICA
Lo anterior significa que el problema está anclado en el pasado: en primer lugar, porque remite a la existencia de un conglomerado humano originario y, por ende, pre-existente a la invasión hispana y a la fundación de Chile como país: el pueblo mapuche. En segundo lugar, porque no hay nada natural, predeterminado o dado en la relación entre el Estado chileno y el pueblo mapuche. Es decir, dicha relación se configuró históricamente desde el poder de las armas chilenas, por lo tanto, constituye un problema político que amerita una solución política. Así lo entiende el propio movimiento mapuche y vastos sectores de la sociedad civil chilena que solidarizan con un pueblo que brega por el respeto a sus derechos colectivos.
Sin embargo, los gobiernos civiles que se autocalifican de democráticos, han criminalizado la demanda mapuche e implementado un sistema represivo que se traduce en la militarización de algunas comunidades, allanamientos masivos, golpizas y, también, asesinatos. Es la democracia a la fuerza, la imposición de la chilenidad a la fuerza, la asimilación a la fuerza, el modelo económico a la fuerza. Porque no cabe duda que uno de los principales elementos del conflicto chileno es la defensa y reproducción del modelo neoliberal en territorio mapuche, es decir, se verifica una clara imbricación de lo político y lo económico desde el poder para viabilizar la implementación, el desarrollo y la consolidación del modelo de un Chile empresarial.
Durante la dictadura, la libertad económica requería de la dictadura política generalizada; ahora, la libertad económica requiere de la dictadura etnocéntrica. En ambos casos, el mapuche es reprimido, excluido y refosilizado a través de la violencia, que es la violencia histórica de la modernidad y la civilización contra una supuesta barbarie. Después de todo, se aseveraba a mediados del siglo XIX en lo concerniente al indígena, «todo lo ha gastado la naturaleza en desarrollar su cuerpo, mientras que su inteligencia ha quedado a la par de los animales de rapiña, cuyas cualidades posee en alto grado, no habiendo tenido jamás una emoción moral». Un ser sin alma y sin inteligencia debía ser aniquilado, entonces y ahora. Y así lo entendió la dictadura, que procedió a una sistemática y masiva represión en territorio indígena que devino en detenciones, tortura, asesinatos y desapariciones de dirigentes y comuneros mapuches.
Y así parecen haberlo entendido también los gobiernos de la Concertación, que han aplicado la Ley de Seguridad Interior del Estado y la Ley Antiterrorista para enfrentar lo que denominan el «conflicto mapuche», pero que, en realidad, es su propio conflicto: con su identidad, con su cultura, con la historia, con la infundada vergüenza de descubrir que su supuesta blancura se tiñe de morenidad cada vez que se miran al espejo. Entonces, no le pueden aceptar al mapuche que les recuerde permanentemente su negada y siempre abjurada indianidad. El conflicto chileno es contra la misma chilenidad que no quiere admitir su raíz indígena; es un auto-conflicto, un suicidio étnico, pues se está cercenando un componente esencial de la identidad chilena.
Asimismo el conflicto chileno es contra el mapuche, y ello es, por cierto, un problema político, toda vez que la cultura, la identidad y el territorio son espacios de disputa por el poder. Y, qué duda cabe, el poder en Chile siempre se ha distribuido asimétricamente en un sistema de relaciones donde el indígena sólo tiene cabida como pieza arqueológica o como residuo del omnipresente y sacralizado mercado. Mercado que, por lo demás, funciona perfectamente en territorio mapuche, a pesar del discurso del terror y de las supuestas acciones violentistas que se le atribuyen al mapuche. De hecho, se podría argumentar que las ganancias de la industria forestal han aumentado en directa proporción a la criminalización de la demanda mapuche por parte del Estado y de las mismas empresas forestales. Porque los eventos de Lumaco -que marcan el inicio del mal llamado conflicto mapuche- acaecieron en 1997 y, aparte de una leve baja en el año 1998, se experimenta un crecimiento sostenido de las utilidades, especialmente a partir del año 1999, que es cuando se acrecienta y perfecciona la represión contra el movimiento mapuche. Las utilidades de la industria forestal ascendieron a US$ 1.829 millones en 1997; a US$ 1.970,7 millones en 1999; a US$ 2.205,6 millones en 2001; a US$ 2.524 millones en 2003; a US$ 3.495,4 millones en 2005 y alcanzarán a US$ 4.800 millones en 2007. ¿Cómo se condice esto con la supuesta violencia y terrorismo que existiría en territorio mapuche? ¿Dónde está la supuesta inseguridad para las empresas forestales? El único terrorismo que existe es de parte del Estado, que ha utilizado todo el peso de la institucionalidad y de la fuerza armada para reprimir a un pueblo inerme, pero digno.
NADIE MAS PUEDE MORIR POR SER DISTINTO
Es precisamente esa dignidad lo que ha llevado al pueblo mapuche a organizarse y re-organizarse, a buscar las formas de acción colectiva que les permitan luchar, ya no sólo por su sobrevivencia y contra la exclusión, sino que por sus legítimos derechos como pueblo distinto. Es esa dignidad la que los ha llevado a la huelga de hambre como un recurso supremo, un llamado de atención y de profunda entrega por una causa justa. Patricia Troncoso está dispuesta a morir por sus principios, por los mapuches y sus sueños, mientras el gobierno rehúsa dialogar con ella y reconocer que la condena por Ley Antiterrorista que se le impuso, es injusta. Sólo se limita a crear una comisión médica para monitorear su estado de salud. ¿No es lo que hacía la dictadura, que utilizaba a médicos para supervisar las torturas de los prisioneros y evitar que murieran tempranamente y así poder continuar torturándolos? Es una táctica siniestra e inhumana, como lo fue asesinar a Matías y Alex. En el intertanto, Patricia se consume de a poco en medio de la indolencia del Estado y de un país que se fue de vacaciones para desaparecer en el mar. Pero ni los mapuches desaparecerán jamás ni el conflicto chileno se resolverá por la fuerza, ni menos aún ignorándolo.
Lo que debería estar meridianamente claro es que nadie más puede morir simplemente por ser distinto, pues este país ya tiene demasiados muertos, demasiado dolor y, al parecer, muy poca memoria