Han sido los minutos más angustiosos de toda su vida. No atina cuanto tiempo pasó. Veinte, treinta, cuarenta minutos hasta que encontró a su pequeña tras una frenética búsqueda que le pareció una eternidad. Recorrió pasillos, subió escaleras, abrió oficinas, se metió a las barracas donde la miraron con cara de «y esta qué hace […]
Han sido los minutos más angustiosos de toda su vida. No atina cuanto tiempo pasó. Veinte, treinta, cuarenta minutos hasta que encontró a su pequeña tras una frenética búsqueda que le pareció una eternidad.
Recorrió pasillos, subió escaleras, abrió oficinas, se metió a las barracas donde la miraron con cara de «y esta qué hace aquí», hasta que en baño del tercer piso, sus ojos no podían dar solvencia a lo insólito: Sandra Catalina Vasquez Guzmán, de 12 años, yacía ahorcada, golpeada y con signos de violencia sexual.
Decenas de policías acuartelados ese domingo 28 de febrero de 1993 en la Estación Tercera de Germania, casi en las estribaciones del cerro de Monserrate y apenas a dos cuadras de la Quinta de Bolívar, no pudieron impedir el asalto protector que el instinto de madre impulsaba a Sandra Janeth Guzmán Arana en búsqueda de su niña.
Ese domingo desdichado, Sandra Catalina acudió con su madre a la estación de Policía en búsqueda de su padre, el agente Pedro Gustavo Vásquez, ya separado de Sandra. La niña, con la ilusión de saludar a su padre, corrió hacia el patio principal creyendo verlo entre varios dragoneantes mientras su madre le escribía un recado. Cuando Sandra Janeth levantó los ojos, su hija no se veía por ninguna parte.
Entonces no valieron los llamados a todo pulmón desde la entrada principal. Por eso resolvió adentrarse en los vericuetos del cuartel sin permiso alguno hasta encontrar a la niña sin pensar jamás que en un lugar tan seguro algo le pudiera pasar.
Qué equivocada estaba. En una estación de policía, al mando como todas del «mejor policía del mundo», el general Roso José Serrano, se había perpetrado uno de los crímenes que más han conmovido al país.
Y de inmediato todos los medios comenzaron a difundir el parte oficial emanado del comandante de la estación: solo hay un criminal y no es otro que el propio padre. Una versión que se mantuvo por varios meses mientras el supuesto homicida pagaba años de cárcel.
La justicia llegó, pero como siempre retardada e inicua. Inicua por que el verdadero asesino, no el padre de Sandra, quedó libre después de pagar solo diez años de cárcel tras haber sido condenado a 45. E igualmente inicua porque en 2012, tras 19 años de vergüenza, la Policía Nacional, y sólo por orden del Consejo de Estado, ofreció disculpas públicas, pero sólo al padre de la niña y no a la madre. Y de contera el perdón no lo pidió el ex «mejor policía del mundo», el general Serrano, como debía ser sino el general Edgar Orlando Vale Mosquera, hoy subdirector de la Policía Nacional.
Con razón Sandra Janeth, con el honor en alto, se negó a cumplir la invitación a una ceremonia que le significaba otra ofensa pues como señala el Colectivo de Abogados José Alvear Restrepo, el alto tribunal no ampara a la madre, víctima indirecta de este hecho de violencia de género contra una niña por parte de un agente del Estado.
Por eso con la frase «Ni una niña, ni un niño, ni una mujer más víctimas de la violencia de las fuerzas del Estado. ¡NI UNA MÁS!», decenas de personas se han dado cita este jueves 28 de febrero frente a la Estación que devastara el candor aquel domingo de infamias.
(*) Roberto Romero Ospina es miembro del Centro de Memoria, Paz y Reconciliación
Rebelión ha publicado este artículo con el permiso del autor mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.