“Tremendo, tan pequeño y tan tozudo ya”, desobediente, el niño Jacob Flanders aparece en una playa de la costa de Cornualles con su madre –Betty Flanders (viuda, madre de tres chicos y en relaciones con un capitán casado, muy puntual y tullido tras haber servido a la patria)-, y uno de sus hermanos, Archer.
Jacob se lleva a casa una quijada de carnero de grandes dientes amarillos, con la que se duerme a los pies de la cama. Además cazaba mariposas y, cuando el señor Floyd, su maestro de latín, se despidió y dejó a los hermanos un objeto de recuerdo, Jacob Flanders escogió las obras de Byron.
En octubre de 1906, a los 19 años, el muchacho fue a estudiar a Cambridge; en el servicio religioso, capilla del King’s College, reinaba el estricto orden; y en cuanto a los sacerdotes del saber (los profesores de griego, ciencia y filosofía), Virginia Woolf –autora de la novela El cuarto de Jacob- describe de este modo al viejo Huxtable, encorvado y con la toga magisterial: “Después de cambiarse las ropas con metódica precisión de reloj, se hundió en un sillón; llenó la pipa; cogió un texto; cruzó los pies; y sacó las gafas. Entonces la carne de su cara cayó, igual que si se hubieran retirado los elementos que la sostenían”. Mientras, Jacob fumaba en una habitación y su compañero Durrant miraba un mapa.
Antes, en un almuerzo con cuatro estudiantes en casa de la familia Plumer, en villa Waverley, los señores se preguntaban –tras un silencio largo de cinco minutos- si en el menú era más importante la carne de cordero que la salsa de menta, y los comensales tenían que medir el ritmo de la comida pese a que Jacob tenía un “hambre infernal”; horrorizado, el protagonista buscó en la calle un espacio de libertad, por ejemplo en una mata de lilas o una bicicleta.
Londres es una ciudad “vieja, pecadora y mayestática”, escribe la autora y, “tal como algunos creen, la ciudad ama a sus prostitutas”. El contrapunto se situaba en la Ópera, por la que pululaban caballeros calvos con bastones de puño de oro: “Cuando una mano regia, unida a un cuerpo invisible, aparecía deslizándose y retiraba el ramillete rojo y blanco que reposaba en la repisa escarlata, la reina de Inglaterra parecía algo por lo que bien se podía morir”. Jacob agradaba a Clara Durrant, pálida, de origen burgués y “maravillosamente hermosa”, pero también a Florinda, sola en el mundo, sin apellido y en ocasiones princesa, “principalmente cuando estaba borracha”.
“Cuando Virginia Woolf (1882-1941) afirmó que el realismo a lo Arnold Benett sólo prestaba atención a la superficie, había demostrado ya, dos años antes, en 1922, con El cuarto de Jacob, su capacidad de llegar a más hondas realidades”, destacaba la Editorial Lumen, que publicó la versión castellana en 1977 (traducción de Andrés Bosch). Jacob Flanders muere en la Primera Guerra Mundial. Losada editó la novela en 2015, con prólogo y traducción de Pablo Ingberg; la nota editorial relacionaba el apellido del joven con Flandes, región de Bélgica en la que el ejército británico acumuló numerosas bajas durante la “gran guerra”; además el sentido de El cuarto de Jacob reside en un espacio –la habitación- que se queda vacío, inhabitado; y en “la narración sin centro”. De hecho el lector conoce a Jacob por la mirada de otros actores, principalmente mujeres, hasta que viaja a Italia y Grecia, resaltó el sello Piel de Zapa al editar en 2012 la novela (la tercera de la autora, tras Fin de viaje en 1915 y Noche y día en 1919, y con la que se introdujo en el modernismo).
Entre las obras de Adeline Virginia Stephen figuran La señora Dalloway (1925), Al faro (1927), Orlando (1928), Las olas (1931), Los años (1937) y Entre Actos (1941). La autora británica formó parte del círculo de intelectuales y artistas de Bloomsbury (Londres), al que también pertenecieron economistas como J.M. Keynes, el filósofo George Moore, el hispanista Gerald Brenan o el novelista E. M. Forster, autor de Pasaje a la India.
En los Diarios, Virginia Woolf da cuenta de su experiencia vital y narrativa; así, escribe el 7 de noviembre de 1928 sobre Al faro: “La primera parte salió fluida y, ¡cómo escribía y escribía! ¿Debería ahora frenar y consolidar, más al estilo de Dalloway y El cuarto de Jacob? Más bien creo que el resultado serán libros que den paso a otros libros: una variedad de estilos y temas; porque, después de todo, ése es mi temperamento, creo: estar muy poco convencida de la verdad de nada (…), seguir siempre, ciegamente, instintivamente, con la sensación de saltar de un precipicio, la llamada de… la llamada de…” (Siruela, 1993, traducción de Maribel de Juan).
En el relato de este día, Virginia Woolf caracterizó a su amiga, Vita Sackville-West, con quien mantuvo una relación sentimental, como “una lámpara o una antorcha en medio de este mezquino reino burgués” (en 1912 la también periodista y ensayista había contraído matrimonio con el escritor Leonard Woolf; fundaron una editorial influyente, Hogarth Press, que publicó obras de ambos, del grupo de Bloomsbury y otras de Freud, T.S. Eliot así como traducciones). El 23 de noviembre de 1926 apuntaba en su diario la autora de Las falenas: “La vida es, como he dicho desde que tenía 10 años, terriblemente interesante –en todo caso, más rápida, más intensa a los 44 que a los 24- también más desesperada, supongo, a medida que el río se precipita hacia Niágara: mi nueva visión de la muerte; activa, positiva, como todo lo demás, emocionante; y de gran importancia, como experiencia”. En marzo de 1941, aquejada de una enfermedad mental, se quitó la vida ahogándose en el río Ouse (Sussex, Inglaterra).
Un cuarto propio (horas y HORAS, 2003, traducción de María Milagros Rivera Garretas) vio la luz en Inglaterra y Estados Unidos en octubre de 1929; Virginia Woolf auguraba la amabilidad de la prensa hacia este ensayo, aunque “también se me acusará de feminista y, de forma velada, de lesbiana”; dos meses después celebraba el éxito de ventas (“creo que hemos vendido 5.500; y nuestra renta del año que viene ya está cubierta”). Un cuarto propio surge de dos conferencias impartidas en los colegios universitarios para mujeres de Cambridge. La tesis central no implica una respuesta cerrada y definitiva; consiste en que una mujer necesita dinero -500 libras anuales- y una habitación propia –con cerradura en la puerta- para poder escribir novelas y poesía.
Porque la libertad intelectual (las mujeres han tenido menos que los hijos de las esclavas de Atenas, afirma la novelista) depende del sustento económico, y las mujeres han sido pobres “desde el principio de los tiempos” (a esto se añade la función de espejo que se les ha atribuido históricamente para reflejar –muy engrandecida- la figura del hombre y una supuesta inferioridad de ellas; esto puede relacionarse, añade la escritora, con el desprecio hacia la mujer de personajes como Napoleón, Mussolini o los patriarcas que conquistan y gobiernan). De modo que para escribir cualquier tipo de libros – no sólo novelas, también de investigación, arte, ciencia o filosofía-, el dinero permite viajar, el ocio, contemplar el mundo y holgazanear por las calles “dejando que el hilo del pensamiento cale hondamente en la corriente”.
Virginia Woolf defiende en Un cuarto propio, además, la independencia radical de las escritoras: “Sacrificar un solo ápice de tu visión, un matiz de su color, en deferencia a un director con una copa de plata en la mano o a un profesor con una vara de medir en la manga, es la traición más abyecta”. ¿Dónde hallarán las autoras los materiales que conforman la realidad, para así poder comunicarla? En un camino polvoriento, un trozo de periódico por la calle, un narciso al sol, andando hacia casa bajo las estrellas o en un autobús, entre el estruendo de Piccadilly (Londres). Esto es así, resume, porque la novela no es como la ciencia, sino “una telaraña, ligada, muy levemente quizá, pero ligada siempre a la vida por sus cuatro costados”. Aunque a menudo casi no se perciba este vínculo.