Día tras día, semana tras semana, mes tras mes, año tras año vamos conociendo los casos de corrupción, las tramas de corrupción, el número de los imputados, las sumas defraudadas, las sumas evadidas, apropiadas, malversadas, derrochadas… Todo en proporciones colosales. En esto, en la proporción del número de casos y de las cantidades despilfarradas, malversadas […]
Día tras día, semana tras semana, mes tras mes, año tras año vamos conociendo los casos de corrupción, las tramas de corrupción, el número de los imputados, las sumas defraudadas, las sumas evadidas, apropiadas, malversadas, derrochadas… Todo en proporciones colosales. En esto, en la proporción del número de casos y de las cantidades despilfarradas, malversadas o apropiadas se distingue la corrupción ocasional en un país, de la corrupción prácticamente instituida que es la que ha tomado carta de naturaleza entre nosotros. Pero no perdamos esto de vista: cuando de una nación extranjera nos llegan noticias de un número abrumador de crímenes, juzgamos globalmente a toda la nación de corrupta aun sabiendo que, como es natural, no «todos» los habitantes ni «todos» los gobernantes son criminales.
Entre nosotros, políticos y empresarios, funcionarios y sindicalistas, aprendices de banquero y banqueros consagrados, clérigos, periodistas y conspiradores, todos, han venido desde hace al menos dos décadas sumiendo progresivamente a buena parte de la población española en la miseria. Ha bastado una operación siniestra financiera en los centros nerviosos del capitalismo, foco de lo que llamamos crisis, para que ríos de putrefacción hayan ido saliendo a flote desparramándose por toda la piel de toro.
Estamos ante otra más de las muchas etapas de la historia negra por las que ha pasado España. Por la revelación de las actuaciones judiciales y mediáticas, y para el oprobio de todos los españoles pese a que los damnificados ninguna culpa han tenido de pertenecer a una sociedad levantada sobre toneladas de basura, en adelante España, por mucho tiempo, seguirá siendo conocida por el mundo como sociedad corrupta. Y, al igual que la reputación de una persona tarda mucho tiempo en labrarse pero puede perderla en un solo traspiés, a España y a los españoles les costará sudor y lágrimas recuperar la reputación que en realidad tras la dictadura nunca ha alcanzado todavía…
Ahora, como enésimo caso, se sabe de algún capitoste que ha estado al frente técnico del partido del gobierno desde hace veinte años, que dispone de 20 cajas de documentos y grabaciones comprometedores para la cúpula del partido al que, dígase lo que se diga, todavía pertenece. Y aun hay otra característica de este entramado general. Me refiero al ya famoso «tirar de la manta», que consiste en un amagar y no dar constitutivo de esta serpenteante y repugnante crónica nacional pues hasta hoy nadie, después de publicar a bombo y platillo sus amenazas, ha tirado de manta alguna. Con lo que datos sobre hechos inequívocos basados en grabaciones y documentos que avalan su certeza siguen y seguirán probablemente velados. Así se va elevando y agravando la vergüenza sufrida por la población española, a unas cotas que ninguna otra nación europea ha podido jamás alcanzar en los últimos cien años. Y aún se atreve toda esa tropa de facinerosos, de marrulleros, de maquinadores, de ladrones o cómplices de ladrones y de periodistas palmeros de la basura a alarmar a la población que sufre. Todavía son capaces de amedrentarla por la más que probable llegada al poder de ciudadanas y ciudadanos comunes metidos a redentores, porque apenas quedan políticos profesionales competentes y todavía menos, políticos dignos de una mínima confianza…
Jaime Richart, Antropólogo y jurista.
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