Azaña y Tierno tenían, Morodo dixit, una común conciencia de la política como virtud y como ética, en sentido spinoziano. Azaña, en particular, se esforzaba en racionalizar la utopía, con un proyecto donde los partidos eran instrumentos coyunturales, pues pensaba más en ligas, frentes, movimientos, como vía de lograr un consenso dinámico para la modernización. […]
Azaña y Tierno tenían, Morodo dixit, una común conciencia de la política como virtud y como ética, en sentido spinoziano. Azaña, en particular, se esforzaba en racionalizar la utopía, con un proyecto donde los partidos eran instrumentos coyunturales, pues pensaba más en ligas, frentes, movimientos, como vía de lograr un consenso dinámico para la modernización. Siendo un burgués, eso le permitió titularse a sí mismo expresamente «de izquierda» desde 1.934. (Medio siglo después, trataría de imitarle Ruiz-Giménez, pero le faltaba laicidad, como decir republicanismo. Ambos eran esencialmente hombres buenos –servidor fue vicepresidente del Club de Amigos de la UNESCO de Madrid, con don Joaquín presidente, y le quiero–, mas Azaña era menos capaz de cambiar de tren, prefería morirse. Hablemos de Historia o de Política, enseguida estamos hablando de Psicología). El proyecto azañista, en todo caso, puede que fuese más intelectual que político. De modo que, salvando una serie de distancias, el genial autor de «El jardín de los frailes» es antitésis del «republicano» Sarkozy.
Este hombre hijo de húngaro y nieto de griega, pero más papista que el Papa en cuanto a ser francés, trae la revolución conservadora (¿neothatcheriana?) gabacha. Gran liquidador, autonombrado, de la herencia de Mayo del 68, con un cinismo que ha captado bien Bernard-Henry Lévy, capitaliza el chauvinismo patrio hasta negar cualquier crimen de lesa humanidad en el colonialismo francés, y por lo visto otro tanto en el régimen filonazi de Pétain. No sabe, tenía trece añitos, que el propio arzobispo de París, Marty, decía en el púlpito, durante ese Mayo, que la juventud no podía aceptar un mundo en el que no sabía para qué trabaja ni por qué. Barrunto que no cree en la Justicia sino en el Poder, su profesión (como la de tantos políticos). Henchido de bonapartismo, arrogante como Berlusconi (no tan macarra ni mafioso) o los dos payasos polacos, acercándose a Bush aunque sin duda le desprecia, cree sobre todo en sí mismo. No le importuna que el mundo reviente de injusticia por todas sus costuras, que la gente desesperada se rebele en el cayuco, en Gaza/Cisjordania, en la estación del Norte parisina (esto último, magnificado por buena parte de los media galos, pues el miedo de tanta gente de «honradez de la cerradura» benaventiana alimentaba su candidatura de amigo de los ricos). Por lo cual habla de autoridad, honor, familia… (suena a Vichy), y palo. No lee a Saramago pidiendo, sí, Justicia, mas no la de la espada, que siempre corta más hacia un lado que al otro. Pero será Ségolène, si no la zancadillean demasiado los suyos, quien traerá la necesaria VI República. Mal que pese al horterilla vinófilo Aznar, activador en las Azores de la bomba de efectos retardados que estalló el 11-M. Tanto derechizar el planeta para salvarse, cuando la llave de la salvación la tiene la izquierda (no sólo los partidos socialistas).