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El Departamento, Fernando y Aurelio (en nosotros)

Fuentes: Rebelión

I Allá por 1975, sentado en uno de los famosos bancos de madera a la entrada de la Escuela de Letras y Arte, ya entonces convertida en la Facultad de Filología por decisión de los expertos de Vecino, un amigo y compañero de estudios, hoy un escritor establecido, me entregó un ejemplar de la revista […]

I

Allá por 1975, sentado en uno de los famosos bancos de madera a la entrada de la Escuela de Letras y Arte, ya entonces convertida en la Facultad de Filología por decisión de los expertos de Vecino, un amigo y compañero de estudios, hoy un escritor establecido, me entregó un ejemplar de la revista Pensamiento Crítico convenientemente forrado con la cubierta de una revista Bohemia. «Que no te la cojan; te veo luego en la clase» –me susurró al oído y salió corriendo en dirección a la cafetería. Se trataba de un número que, entre otras cosas, contenía las notas dictadas por Lenin en 1923, prácticamente en su lecho de muerte, en las que advertía los peligros, las ansias de poder y la amenazadora sombra de Stalin en la perspectiva del XII Congreso del Partido Bolchevique:

Stalin es demasiado brusco, y este defecto, plenamente tolerable en nuestro medio y en las relaciones entre nosotros, los comunistas, se hace intolerable en el cargo de Secretario General. Por eso propongo a los camaradas que piensen la forma de pasar a Stalin a otro puesto y de nombrar para este cargo a otro hombre que se diferencie del camarada Stalin en todos los demás aspectos sólo por una ventaja, a saber: que sea más tolerante, más leal, más correcto y más atento con los camaradas, menos caprichoso, etc. Esta circunstancia puede parecer una fútil pequeñez. Pero yo creo que, desde el punto de vista de prevenir la escisión y desde el punto de vista de lo que he escrito antes acerca de las relaciones entre Stalin y Trotsky, no es una pequeñez, o se trata de una pequeñez que puede adquirir importancia decisiva.

A ello se fue sumando el conocimiento progresivo de las prácticas del stalinismo y sus implicaciones, una discusión candente dentro de la izquierda mundial que llega hasta hoy. Era lo más terrible que ojos humanos hubieran visto en el caso de dos jóvenes de una generación sin acceso a una historia dolorosamente real, pero silenciada debido a los imperativos de una política de sintonía con la URSS, que había abortado el proceso de desestalinización –iniciado por Nikita Jruschov durante el famoso XX Congreso del PCUS– para dar paso a la época brezhnevista, el largo preámbulo de la disolución del país en diciembre de 1991.

Un par de días después, nos dedicamos a buscar por las librerías de viejo, tanto en la de 25 e I como en la de la calle Reina, ejemplares adicionales de aquella revista sin dudas herética para los tiempos entonces corrientes, pero que al cabo de varios ejemplares sueltos nos permitía conocer a quienes teníamos propensión a la disquisición teórica y al pensamiento muchos textos de autores ignorados en los programas de estudio universitarios como Louis Althusser, Herbert Marcuse, André G. Frank, K. S. Karol, Nicos Poulantzas, Roger Garaudy, Jean Paul Sartre y una larga lista de pensadores europeos y tercermundistas que no es el caso agotar aquí, calificados –siguiendo la rima– de «revisionistas».

La contribución de Pensamiento Crítico a la cultura intelectual y política revolucionaria cubana ya ha sido estudiada, y lo seguirá siendo en el futuro, tanto en sus seguras luces como en sus posibles omisiones. La dirigía Fernando Martínez, y entre los miembros de su Consejo de Dirección figuraban Aurelio Alonso y Jesús Díaz, todos profesores del Departamento de Filosofía de la Universidad de La Habana, algo que nos remitía a una casa en el hueco de K entre 25 y 27, finalmente demolida. El compañero me dijo durante un receso, pegado a la baranda del tercer piso: «Los dos tuvieron problemas. Me dijeron que a uno lo mandaron para la agricultura, y a otro para la industria azucarera. Igual que al Chino, pero para la fábrica de acero».

No recuerdo cómo nos las arreglamos para conseguir después un ejemplar de Lecturas de Filosofía.1  Allí había un texto sobre la filosofía medieval de Paz Espejo, una chilena a quien hasta entonces solo conocíamos de nombre a partir de En Cuba, de Ernesto Cardenal, por razones distintas otro libro forrado con Bohemia, a pesar de constituir un rotundo Sí a la Revolución en medio de creyentes marginados y otras grisuras de aquel período. Pero fue en el mismo momento en que transitábamos por los Fundamentos de filosofía marxista-leninista de F. V. Konstantinov, parte de un sistema memorístico-escolástico que anulaba desde el conocimiento hasta la imaginación y levantaba íncubos y súcubos entre los estudiantes, lo mismo que otro llamado Manual de Economía Política, de P. I. Nikitin, pero incorporado por esos mismos expertos a nuestros planes de estudio. Si de memorizar se trataba, eran mil veces preferibles y potables las clases de Latín I y II, en gran medida por la labor de la Dra. Elena Calduch –quien sonreía mucho en clases, pero tenía la cuchilla bastante bajita– y después por la de un uruguayo que había desviado un avión a Cuba y nos hablaba de Marco Aurelio y Cicerón como si fueran sus socios del barrio.

A la altura del segundo año, en las clases de Historia de la Filosofía mi amigo y yo nos empatamos con dos textos que estudiábamos y discutíamos fuera del aula: «El ejercicio de pensar», de Fernando Martínez, y «Manual o no manual», de Aurelio Alonso, breves pero enjundiosas caracterizaciones de la naturaleza de la actividad intelectual –de su especificidad, una palabra de aquella época– y una toma de posesión respecto al deber ser de un marxismo que ya a esas alturas de la carrera entendíamos violentado, simplificado, caricaturizado, y lo que es peor, ajeno a nuestras tradiciones culturales cubanas y latinoamericanas. Del texto de Fernando, al que al cabo de los años ahora vuelvo, ahora que él se nos fue, reteníamos un aserto de la mayor importancia: la necesaria correlación entre teoría, contexto y circunstancias, deslizada en un acápite («Marxismo y revolución en América Latina») que nos subyugaba por nuestra condición misma de futuros especialistas en literatura y cultura latinoamericanas. Aquel ex estudiante de Derecho que esa tarde me había abordado de manera un poco intempestiva en el banco de madera, pero que había decidido cambiar la toga por la poesía trasladándose de carrera al cabo del primer año, también había logrado agenciarse un ejemplar del viejo Caimán Barbudo, que en sucesivas sesiones en su casa de 25 entre Paseo y 2 llenábamos de marcas con lápiz rojo poniéndole a veces dobles (o triples) signos de admiración al lado de ciertos párrafos.

Bajo la idea central de que «el marxismo debe ser un instrumento teórico útil para cualquier situación concreta», Fernando allí abogaba por su tercermundización a partir de las condiciones latinoamericanas y ante el hecho de que su cuerpo teórico-doctrinal primigenio se había fraguado en Europa. Y lo hacía en tesitura con la Segunda Declaración de La Habana y con la idea de la conversión de los Andes en la Sierra Maestra de América del Sur, concepciones propias de la herejía cubana de los sesenta, terminada luego del fracaso de la Gran Zafra, de la que aquellos jóvenes profesores del Departamento fueron portavoces orgánicos. Ello significaba romper lanzas contra un pensamiento reformista y una práctica política marcada por la lucha de masas, propia de los partidos comunistas bajo el impacto de la Internacional, con dramáticas repercusiones en la historia cubana y aun latinoamericana posterior. Para él, y por eso mismo, la historia de la Revolución Cubana ofrecía «numerosos ejemplos de soluciones prácticas opuestas a presupuestos teóricos o, en otros casos, al margen de ellos», lo cual no significaba ni podía significar despreciar o anular la teoría en un medio donde, por lo demás, los prejuicios anti-intelectuales andaban como a flor de piel. Había entonces que crearla siguiendo la manera como Mariátegui concebía el socialismo: ni calco ni copia, sino lo opuesto. Y deslizaba entonces otra idea que casi nos hacía saltar de nuestros asientos, lápiz en mano, porque la sentíamos también como nuestra:

La versión deformada y teologizante del marxismo que contenía gran parte de la literatura a nuestro alcance resultó ineficaz para contribuir a formar revolucionarios capaces de analizar y resolver nuestras situaciones concretas. Al contrario, amenazó agudizar la pereza y la «manquedad» mental típicas del individuo colonizado, en una etapa en que el atraso económico y las dificultades de todo orden exigen el desarrollo rápido del espíritu creador. En realidad esto ha sido, parcialmente, una forma de pervivencia del «marxismo» subdesarrollado, que une la pretensión de ortodoxia a un abstractismo totalmente ajeno a Marx y a Lenin.2

El de Aurelio yo lo había conseguido en la librería de la calle Reina, publicada por un Cuaderno del Ruedo Ibérico dedicado a Cuba.3 Agudo, polémico y chispeante como él mismo, allí había un posicionamiento ante un cuerpo teórico cerrado –la Vulgata como lo llamó alguna vez Jorge Luis Acanda–, es decir, ante esos manuales de filosofía que se utilizaban en aquellas clases de las que casi todo el mundo quería escaparse –y muchos así lo hicimos varias veces, a pesar del famoso «por ciento» de asistencia– para colarnos en cambio en las de la Dra. Beatriz Maggi. Estas «no nos tocaban» en el programa de estudios, pero eran problematizadoras, participativas y apelaban al análisis individual como pocas, precisamente lo contrario de aquellas, impartidas por dos profesores de la entonces recién creada Facultad de Filosofía e Historia. Y era eso mismo lo que pretendíamos aquellos muchachos, guevaristas sin saberlo mucho: pensar con cabeza propia, aun cuando resultara políticamente incorrecto.

En aquella polémica, una de las más ilustrativas de los sesenta, cocaban dos trenes: por una parte, la perspectiva manualista y ortodoxa y, por otra, una que rechazaba a la primera por su dogmatismo, carencia de contextualización y cubanización, aprendizaje que sus miembros adquirieron sobre la marcha como resultado de su experiencia docente misma y de su acercamiento crítico al problema; no por azar sus planes de estudio/superación contemplaron pensadores cubanos como Varona, Martí y el Che, entre otros, desde luego ausentes de aquella perspectiva, en última instancia eurocéntrica, que quisieron desterrar de la formación universitaria, pero no por mecanicismo ni reacción politizante, sino con el espíritu de insertar a la República en el mundo manteniendo a la vez el tronco de lo propio; el mismo problema de Aníbal Ponce, José Carlos Mariátegui y otros marxistas fundacionales latinoamericanos. Y ese posicionamiento, como ya lo he sugerido, se montaba también sobre el espíritu de la época: la joven revolución, de la cual eran parte sustantiva, había transitado por varios cursos de colisión con los soviéticos, una espiral que inaugura la retirada unilateral de los cohetes durante la Crisis de Octubre, continúa con la microfacción, pasa por el foco guerrillero, y se cierra con el discurso de Fidel Castro a raíz de la invasión a Checoslovaquia de los países del Pacto de Varsovia, encabezados por la URSS, en el contexto de la Primavera de Praga y de toda la discusión sobre un socialismo con rostro humano.4

Era cuestión de articular, en suma, como lo resumía el propio Fernando, una filosofía para la Revolución Cubana, aspecto también de la mayor importancia a la hora de entender la proyección intelectual y social del Departamento: la filosofía y el ejercicio de pensar como vocación de servicio a un cambio radical en marcha.5 Se trataba, en el fondo, de dos visiones dentro de un mismo proceso, resultado de la construcción de la unidad revolucionaria de principios de los sesenta, y que tuvo manifestaciones en otros dominios de la conciencia social, señaladamente en la literatura y el arte, como el cruce de espadas entre Blas Roca y Alfredo Guevara6 y el conocido posicionamiento del Che sobre el realismo socialista en «El socialismo y el hombre en Cuba».

El mismo espíritu que llevaría Fidel Castro a afirmar en la clausura del Congreso Cultural de La Habana (1968): «Porque no puede haber nada más antimarxista que el dogma, no puede haber nada más antimarxista que la petrificación de las ideas. Y hay ideas que incluso se esgrimen en nombre del marxismo que parecen verdaderos fósiles».7

II

En 1981, casi un año después de graduado, en espera de un proceso administrativo y de la plaza correspondiente, la vida me dio la oportunidad de coincidir con algunos miembros del Departamento en una institución académica llamada el Centro de Estudios sobre América (CEA). Primero como editor del Centro, después como Jefe de Redacción de la revista semestral Cuadernos de Nuestra América, fundada en el segundo semestre de1983 al cabo de un largo proceso de gestación, y más tarde como investigador del Departamento de América del Norte, luego de Relaciones Interamericanas.

Pero el CEA no fue en modo alguno una clonación del Departamento de Filosofía, como llegaron a decir ciertos anti-centristas de entonces. No lo era ni por sus objetivos, tareas, proyectos ni misiones. Era un Centro de investigaciones cuya función básica consistía en proveer a la dirección de insumos académicos y de estudio que sirvieran/ayudaran al trazado de la política hacia América Latina y los Estados Unidos. Y también lo que algunos llamaban, medio en serio, medio en broma, un Centro para la «ciencia positiva», no para la teoría –aunque desde luego esta última constituyera un componente muy importante de todas sus investigaciones. El dato de que varios de sus ex integrantes confluyeran allí se explica por un sector dentro del liderazgo revolucionario, que una vez levantada la prohibición de que ejercieran en sus respectivos dominios, procedió a integrarlos a la institución a partir de dos verdades claras y evidentes: su calificación profesional y su militancia fuera de toda duda.

Cuando llegué, ahí ya estaba Rafael Hernández, uno de los más nuevos del Departamento y fundador del CEA, creado a fines de los años setenta bajo la égida de Oscar Pino Santos (Rafael estuvo al frente del Departamento de América del Norte después de regresar de una maestría en el Colegio de México, asesorada por John Saxe-Fernández). También Ilya Villar, al frente del Área del Caribe, y Juan Valdés Paz como jefe del Departamento de América Latina, todos dirigidos por Santiago Díaz Paz, un viejo cuadro del Departamento América y personaje de grata recordación para muchos de los más jóvenes: a su oficina del primer piso entrábamos prácticamente sin pedir permiso, y él nos llenaba casi siempre de anécdotas chispeantes, tabaco en mano, en un amplio abanico de temas que iban desde la economía y la deuda hasta los chismes más sonados e incluso íntimos de la clase política argentina.8 Luego, y con Luis Suárez como director, se sumarían Fernando, quien había trabajado en el Centro de Estudios de Europa Occidental (CEEO) hasta que el Comandante Manuel Piñeiro lo envió a cumplir una misión en la Embajada de Cuba en Nicaragua, de donde regresó en 1984, año en que lo conocí personalmente en su casa de El Vedado, llevado de la mano por Rafael. Aurelio entró algo después, también procedente del CEEO. Hugo Azcuy, hombre de cultura y humanidad excepcionales, a pesar de los palos que le dio la vida, fue el último. También ahí laboraron, en distintos momentos y más o menos brevemente, otras dos compañeras del Departamento: María del Carmen Ariet y Ana Julia Faya.

Con los más jóvenes, egresados de distintas especialidades universitarias a principios de los años ochenta, Rafael, Juan e Ilya, y luego Fernando y Aurelio, ejercieron su ministerio formativo desde sus respectivos dominios, y en muchos casos se crearon entre nosotros vínculos que trascendieron la existencia misma de la institución y que perduran hasta hoy, proceso desde luego no exento de ciertas afinidades electivas. Pero lo que más nos impresionaba entonces era su conocimiento y manejo de problemáticas complejas desde sus campos del saber y la manera de compartir ese conocimiento no solo en jornadas laborales, reuniones de Departamento y las sesiones científicas del CEA, sino también en conversaciones off the record en las que el sentido del humor –cáustico y casi quevedesco en Aurelio, más criollo y jodedor en Valdés Paz– apelaba, invariablemente, a la inteligencia.

Esta es una de las razones, entre otras muchas, por las cuales a menudo hoy se escucha entre nosotros, los más nuevos de entonces, la idea de que el CEA fue nuestra segunda universidad, mucho más importante incluso que la primera. Ellos confiaron en los más verdes sin paternalismo alguno, a condición de ver en ellos potencial y talento, si bien hubo algunos que terminaron no dando la talla y yéndose o sacados de ahí ante el nivel de exigencia que la institución demandaba, una de las claves para no abandonar el edificio de 3ra. no. 1805 entre 18 y 20, Miramar, y después de 18 entre 3ª y 5ª, al margen de la edad que se tuviera. Y colocaban a sus muchachos en situaciones tan tensas como necesarias al ponerlos a leer durante un año sobre un tema de investigación; después debían hacer un ejercicio que llamaban, a lo clásico, el «estado de la cuestión» dando cuenta de los pro/cons en la literatura disponible antes de lanzarse a fundamentar un proyecto con hipótesis/ideas propias a partir de los problemas y carencias advertidas en un campo específico de la politología, la economía, la sociología y otros dominios de las ciencias sociales. Esos resultados podían o no formar parte de las publicaciones del Centro, en particular de la serie Avances de Investigación, una práctica editorial al mismo nivel de cualquier institución americana de su momento.

A esa primera clave en nuestro proceso de formación se añade lo que, a falta de mejor nombre, denomino el rol de los «actores externos», es decir, la presencia en el CEA de una amplia gama de intelectuales latinoamericanos con los que varios miembros del Departamento habían tenido algún tipo de contacto previo y/o conocimiento de su obra. El Centro emprendió así una tarea contenida en su propio mandato: la conexión con Nuestra América en un momento en que las instituciones académicas nacionales estaban abrumadoramente volcadas hacia la URSS y los países socialistas, con un número de implicaciones. La lista sería bastante larga, pero no puedo dejar de evocar aquí al inefable Tomás Amadeo Vasconi, uno de los teóricos de la Dependencia, y a su esposa Inés Reca, dos argentinos por entonces establecidos en Cuba en la época de las dictaduras militares y viviendo en Alamar; a Eduardo Ruiz, Beatriz Stolowicz, Luis Maira, Rui Mauro Marini, John Saxe-Fernández y otros que contribuyeron de muchas maneras a actualizar nuestro conocimiento y a entrenarnos para tratar de estructurar un discurso competitivo que no estuviera a la zaga del de otras plazas académicas.

Visto en retrospectiva, tal vez la principal enseñanza que nos legaron fue la anti-ortodoxia y el hecho de retomar, a su modo, un principio inscrito en piedra en el pensamiento fundacional cubano, como nos lo ha recordado Cintio Vitier en Ese sol del mundo moral: el eclecticismo, bien entendido, y no la filiación a un solo cuerpo doctrinario o sistema filosófico, que arranca en Caballero y culmina en José Martí. Y también nos enseñaron a rescatar la duda metódica antes de abrazar cualquier certeza, un paso imprescindible para el conocimiento y la vida misma. Aquel exergo de Enrique José Varona con que el Fernan iniciaba su texto de 1966 sigue teniendo para nosotros un sentido profundo y actual: «Saber dudar… nada más contrario al ejercicio normal de nuestras actividades mentales; gustamos de lo categórico y nada nos enamora como un dogma».

Notas:

1 Lecturas de Filosofía, Departamento de Filosofía, Universidad de La Habana, 1966.

2 Fernando Martínez Heredia, «El ejercicio de pensar», El ejercicio de pensar, Ruth Casa Editorial, La Habana, 2008, p. 154.

3 Aurelio Alonso, «Manual o no manual», Cuba: una revolución en marcha, Cuadernos El Ruedo Ibérico, Madrid, 1967.

4 Sobre la relación con los soviéticos, entre la copiosa literatura acumulada, véase Jorge Domínguez, To Make a World Safe for Revolution. Cuba´s Foreign Policy, Harvard University Press, Cambridge, MA, 1989, y el comentario crítico de Juan Valdés Paz a este libro, «Un mundo más seguro para la Revolución: Cuba y su política exterior», Cuadernos de Nuestra América, vol. VII, no. 14, La Habana, enero-junio de 1990, pp. 174-179. Para una re-visitación de la invasión soviética a Checoslovaquia, y de la posición cubana, véase Manuel Yepe, «La postura cubana ante la invasión soviética a Checoslovaquia en 1968. Un reexamen crítico», Temas, no. 55, La Habana, julio-septiembre de 2008, pp. 82-90.

5 Véase Fernando Martínez, «Una filosofía para la Revolución Cubana. La formación del Grupo de la calle K», ponencia al evento 50 Aniversario del Departamento de Filosofía de la Universidad de La Habana, Biblioteca Nacional José Martí, La Habana, 17 y 18 de septiembre de 2013.

6 Véase Graziella Pogolotti, «Los polémicos sesenta», Polémicas culturales de los 60 (selección y prólogo de Graziella Pogolotti), Editorial Letras Cubanas, La Habana, 2006, pp.v-xxii.

7 Fidel Castro, www.cuba.cu/gobierno/discursos/1968/esp/f120168e.html.

8 Santiago Díaz Paz, Rafael Hernández, Juan Valdés e Ilya Villar fueron los primeros integrantes del Consejo de Dirección de Cuadernos de Nuestra América, al que después se incorporarían, entre otros, Luis Suárez, Fernando Martínez, Aurelio Alonso e intelectuales más jóvenes como Julio Carranza, Haroldo Dilla y Pedro Monreal.

Rebelión ha publicado este artículo con el permiso del autor mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.