Desde Estambul, donde resido actualmente, sigo casi a diario las noticias españolas, por aquello de no perder totalmente el contacto con esa realidad que, incluso siendo «huésped del turco», sigo considerando la mía. Cuando los nuevos recortes fueron anunciados hace unos días, ciertamente me sorprendía que la prensa centrase sus titulares en la desaparición de […]
Desde Estambul, donde resido actualmente, sigo casi a diario las noticias españolas, por aquello de no perder totalmente el contacto con esa realidad que, incluso siendo «huésped del turco», sigo considerando la mía. Cuando los nuevos recortes fueron anunciados hace unos días, ciertamente me sorprendía que la prensa centrase sus titulares en la desaparición de «la ayuda de los 426€» y no en la privatización de parte de la Sociedad Estatal de Loterías y Apuestas y, lo que es más importante, de AENA y la gestión de los aeropuertos de Barajas y el Prat.
En estos pocos días, he insistido en lo grave de ceder nada menos que la gestión del espacio aéreo al capital privado como si tal cosa no pudiese traer consecuencias. Los espacios, aunque pueda parecer tal cosa, no son entidades dadas, exteriores e independientes, sino que son sin duda producto de relaciones de poder con las que mantienen una relación de interdependencia: las configuraciones espaciales son producidas y reproducidas a través de relaciones de poder que, a su vez, sólo existen en la medida en que son producidas y reproducidas en el espacio y en el tiempo.
El espacio aéreo, por tanto, no existe sino en la medida en que es utilizado y gestionado por los Estados que nominalmente controlan dicho espacio como suyo, y lo hacen a diario y fundamentalmente a través de los aeropuertos. En el caso de España, esta producción y reproducción de la relación de poder (de soberanía, de hecho) entre el Estado y el espacio aéreo que se le atribuye es realizada a través de Aena y depende para su realización, entre otras cosas, de la colaboración de un sector profesional como el de los controladores aéreos, al que conviene prestar atención unos instantes antes de seguir con el asunto que nos ocupa:
Los controladores no tienen en España (¿la tendrán en algún sitio?) muy buena fama. Se los considera una especie de parásitos que viven a costa de los contribuyentes gracias al poder de extorsión que deriva de su actividad profesional. Ésta, siendo importante para el funcionamiento normal de un país como el nuestro, tampoco debe ser (pensamos) de tal dificultad, riesgo o dureza como para implicar sueldos abusivos. Sin embargo, hablar con un controlador aéreo, tener la oportunidad de seguir su formación y luego su actividad laboral, da una perspectiva distinta del asunto: sobre cada controlador aéreo, incluso en los aeropuertos más pequeños del país, recaen responsabilidades que muchos de nosotros tal vez no querríamos aceptar incluso a cambio de los salarios que denunciamos como excesivos. Cientos de miles de vidas dependen todos los días de personas que están encerradas en una torre de control, con los nervios a flor de piel cada pocos minutos y que no pueden dejar de tener presente el hecho de que una reacción a destiempo significa una calamidad. En un par de años los controladores pueden envejecer diez u once. Las situaciones de estrés y presión a las que están sometidos, durante su formación y una vez que están en activo, serían de grado suficiente como para declararlas, en otros contextos, ilegales.
Eso los convierte, sí, en una fuerza con la que es difícil negociar, porque cuando uno se sienta cara a cara con sus representantes no está sólo tratando con alguien que tiene en sus manos el poder paralizar un país y dejar a cientos de turistas sin sus vacaciones, sino a un gremio que puede hacer valer, y bien, su tarea, y que exige, con razón, que ésta sea reconocida. Hace falta, por tanto, que al otro lado de la mesa se sitúe un interlocutor con la autoridad y los medios necesarios para que la negociación llegue a buen puerto, y ese interlocutor sólo puede (y debería) ser el Estado.
Lo que supone la privatización de Aena es, por un lado, la cesión de una práctica cotidiana de producción y reproducción del poder estatal sobre el espacio aéreo al capital privado; por otro, el establecimiento de un interlocutor no cualificado frente a los controladores aéreos.
Yo auguraba que ninguna de las dos consecuencias podía traer nada bueno a medio plazo, pero lo que no podía imaginar es que la reacción de los controladores aéreos se daría con tal inmediatez. Y de tales polvos vienen esos lodos, con el anuncio a bombo y platillo de la declaración del estado de alarma. Una decisión interesante que arroja nueva luz sobre el problema planteado…
Carl Schmitt, en su Teología Política, definió al soberano como aquel capaz de declarar el estado de excepción, entendido éste como el momento en el que el orden jurídico existente queda suspendido de forma temporal porque la situación, a juicio del soberano, así lo requiere. En La Dictadura, otra obra del jurista alemán, encontramos un análisis de la evolución, a lo largo del tiempo, de las expresiones jurídicas que tiene dicho estado de excepción:
La primera de ellas es la dictadura comisarial, una suspensión del derecho decidida por el soberano que da lugar a la atribución de poderes especiales y temporales a un comisario. La segunda es la dictadura soberana, en la que el poder soberano es, en sí mismo, aquel que aplica las medidas excepcionales, bien con la intención de salvar el orden jurídico existente, bien con la de instaurar un orden jurídico distinto que es el considerado realmente válido. Esta última forma jurídica, expresada en la idea de la dictadura del proletariado, da lugar finalmente a una nueva forma, moderna, de dictadura comisarial, que es la del «Estado de excepción» como forma jurídica cuyo fin es poder controlar la eventual emergencia de un poder constituyente de carácter revolucionario.
La Constitución Española de 1978 (art. 116) ofrece tres formas jurídicas de declaración (en sentido lato) del Estado de excepción (Alarma, Excepción y Sitio), reguladas después por la Ley Orgánica 4/1981, siendo el Estado de Alarma, digámoslo así, la forma de expresión jurídica más suave de las tres.
Ahora bien, si lo que está en juego es el control de una práctica de producción y reproducción de la soberanía estatal, y si solucionar dicho problema ha pasado por la declaración de una forma de Estado de excepción, ¿quién se revela como soberano?
¿Los controladores aéreos? No, desde luego. El Gobierno sabía que la reacción de los controladores sería directa y contundente y la declaración del Estado de Alarma ha significado, de hecho, la resolución por vía de excepción de un conflicto laboral.
¿El Gobierno? Desde luego es el brazo ejecutor. Pero la huelga de los controladores es consecuencia de un nuevo movimiento del Gobierno en materia económica, así que es necesario ampliar la perspectiva temporal. ¿Ha decidido el Gobierno con total autonomía cuál iba a ser su política económica o su decisión ha dependido de lo dispuesto por otras instancias tan abstractas como «los mercados» o «Bruselas»?
Que vivimos en un estado de excepción económico es prácticamente una evidencia. Que, en esas condiciones, es difícil que un Gobierno como el nuestro pueda ejercer su soberanía sin tener que luchar para conseguirlo, es la consecuencia lógica de encontrarnos en semejante situación. La privatización de una parte de Aena hace más férreo el control del capital privado sobre la capacidad soberana del Estado, pero no nos engañemos: dicho control no es nada si no cuenta con el monopolio de la violencia legítima, que el Estado todavía posee y, como hemos podido comprobar, pone al servicio de su verdadero amo.
Nos encontramos, independientemente de nuestra voluntad, ante una seria disyuntiva: permitir una vez más que sean otros quien ejerzan el poder que nos corresponde o reclamar, por la vía de los hechos, que ese poder es nuestro. Soberano, volviendo a Schmitt, no es sólo quien declara el estado de excepción sino también quien tiene la capacidad para identificar a un enemigo; se trata, desde luego, de asumir que la nuestra es la vía del conflicto, ¿pero acaso hay una alternativa al enfrentamiento que no sea la derrota?
Segunda Reflexión
En estado de alarma por la productividad
El gobierno ha declarado el estado de alarma por primera vez desde la transformación del régimen en 1978. Lo ha hecho a 4/12/2010, y no en cualquier situación, sino en una muy específica:
1º: Tras la reunión con las 37 principales empresas en la Moncloa para «atajar» la difícil situación económica interna y frenar las especulaciones financieras externas que amenazan con hundir el precio de la deuda pública española
2º: Tras haber anunciado una serie de recortes en gasto público y privatizaciones parciales entre las que se encuentra AENA.
3º: Tras una ausencia masiva de controladores aéreos a sus puestos de trabajo al inicio del puente más prolongado del año.
El gobierno declaró en la tarde del sábado cuatro por boca de su portavoz y ministro del interior Alfredo Pérez Rubalcaba que el gobierno no aceptará la defensa de los privilegios de los controladores y menos por los medios utilizados1.
Ahora bien, presuponer que el hecho que subyace a una actuación tan contundente e inaudita es la defensa del viajero/consumidor, es no tener presente la cadena de acontecimientos antes citados, sino tan sólo el último de los tres. Más en la realidad, este acontecimiento se da escindido de los otros dos tan sólo en apariencia.
Esta actitud en los controladores aéreos no es nueva. Ya en Julio de este año la sombra de una huelga de controladores acompañada por la ausencia de estos en sus puestos de trabajo hizo estallar un conflicto entre los pasajeros, el gobierno y dicho sector. En esa ocasión no hubo más alarma que la mediática, y el gobierno abrió una mesa de negociación para resolver el problema. En esta ocasión no ha habido contemplaciones ni arbitrajes, sino más bien medidas de excepcionalidad y despliegue militar en los aeropuertos.
Para explicar este cambio en el modus operandi del gobierno tenemos que seguir la cadena de acontecimientos antes expuesta y entender como lo jurídico, lo político y lo económico se articulan para dar lugar a esta situación.
En base al Real Decreto 1673/20102, en su artículo 3 en donde se articulan los artículos 9.Uno y 12.Dos de la Ley Orgánica 4/19813 en relación con el artículo 44 de la Ley 48/19604, los controladores aéreos se regirán en los quince siguiente días por la autoridad militar competente en su demarcación y pasan a estar «movilizados» por lo que cualquier desacato se juzgará como un delito de desobediencia en base al código penal militar5. Esto supone un cambio en el estatuto jurídico de los individuos que decidan no reincorporarse a su puesto de trabajo.
El gobierno ha descrito este hecho como una medida necesaria para preservar la libre circulación de las personas, derecho fundamental reconocido en la constitución por artículos como el 19. Pero no hay que olvidar que no son sólo las personas las que dejan de circular por causa de los controladores, también las mercancías quedan paralizadas siendo entonces no sólo un problema de actores privados que pierden las posibilidad de unas vacaciones. El problema adquiere una dimensión económica inaceptable en el marco de los acuerdos alcanzados por gobierno y empresarios tal y como presente al comienzo.
Dentro de esta dimensión económica del problema surge el artículo 38 de la constitución, el cual dice así:
«Se reconoce la libertad de empresa en el marco de la economía de mercado. Los poderes públicos garantizan y protegen su ejercicio y la defensa de la productividad, de acuerdo con las exigencias de la economía general y, en su caso, de la planificación.»6
El gobierno no ha reconocido en ningún momento la defensa de este artículo en su actuación excepcional del estado de emergencia. Ahora bien, si tomamos la tensión con perspectiva podemos encontrar la centralidad del argumento de la productividad detrás de todo este jaleo: A falta de confirmación, no es descabellado considerar la ausencia masiva de los controladores como un acto de fuerza y protesta contra las medidas privatizadoras del gobierno, y por lo tanto no sólo como una mera movilización sectorial en base a unos intereses. Privatización, por otra parte, que se realiza tras un pacto de los representantes del gran empresariado español y del gobierno como medida para recuperar la productividad.
Sin entrar a cerca de lo justo o injusto, acertado o erróneo de la medida, lo cierto es que la recuperación y defensa de la productividad se impone como eje imperativo de la política del gobierno, y por lo tanto no se ha de olvidar a la hora de analizar los procesos políticos, y más aquellos de tal excepcionalidad como el que estamos desentrañando. De tal manera que «de acuerdo con las exigencias de la economía general» «Los poderes públicos garantizan y protegen su ejercicio (de la libre empresa) y la defensa de la productividad» y de esta manera surge el estado de alarma como forma de defensa de la libre empresa, pues, aunque estemos hablando de una actividad del sector público, el correcto funcionamiento de la actividad privada (esfera de la producción) depende de un correcto y previsible funcionamiento de la esfera de la circulación, pues la productividad deviene de la articulación de estas dos esferas (producción y circulación) para su efectivización.
Las consecuencias políticas que devienen de este hecho superan el grado de «anécdota». La militarización de uno de los ámbitos de la esfera productiva (como el espacio aéreo y las estructuras que lo gestionan) supone un antecedente inquietante dentro de un periodo de turbulentos cambios en las relaciones laborales, en las cuales no queda garantizado que las actuaciones excepcionales no cristalicen en prácticas habituales de resolución de conflictos, y nada nos garantiza que no estemos ante una nueva época, en la cual, ante la imposibilidad de asegurar la productividad, las tensiones y desacuerdos que se generen a través de este área no se solucionen mediante la militarización y disciplinamiento de los espacios y actores que los habitan.
Dicho esto, sólo queda por preguntarnos quien es el soberano, si el gobierno que discierne sobre cuándo y cómo se declara el estado de excepción o, si por el contrario, este no se puede entenderse sin la defensa a la productividad que se arroga el sector productivo privado que no está dispuesto a permitir ningún tipo de turbación dentro de su actividad principal, imponiendo por la fuerza lo que consideran que es suyo por derecho.
Tercera Reflexión
Alarmante estado de excepción
Por primera vez en las tres décadas largas de democracia en España, ha sido decretado el »Estado de alarma». Este instrumento político es la última expresión, la más explosiva por su visibilidad, de la corrupción del orden en el que vivimos actualmente. Un sistema del que, no obstante, todos estamos al corriente, cuyo funcionamiento brutal y su violencia atroz queda oculta en la estabilidad aparente de nuestros hogares primermundistas. Sin embargo, llevamos ya tiempo contemplando la subversión de los intereses sociales y del Estado de bienestar, con su nivel de precarización aquí sí »alarmante», por obra de la fuerza del Capital y su híbrido peculiar con los intereses geopolíticos de, generalmente, EE.UU y la Unión Europea. Todo posible gracias a la mediación del Ejecutivo, cuyo partido ha convertido su nombre en un entrañable memorándum de los requerimientos del marketing y de la identidad propia de una mercancía con su propio, y tan digno, mercado. Que Wikileaks revele el funcionamiento de la presión de los intereses estadounidenses sobre un Estado supuestamente soberano, no es ya, y eso es lo tremendo, si no una noticia más del desenvolvimiento empírico del sistema. Se nos impone un orden cuyo director es una reunión plástica de voluntades e intereses que se manifiestan en el mundo de vez en cuando: Davos, Wall Street, G-20, Banco Central Europeo, CEOE, etc. No obstante, este orden no coincide con el papel mojado del derecho, no se corresponde con las garantías que la universalidad de la ley dispone, por ejemplo, para los trabajadores. ¿O sí? ¿Hasta dónde podemos entender el deber de los españoles a trabajar? La interpretación del derecho no puede ocultar, sin embargo, el que una situación formalmente idéntica en uno y otro caso se revele distinta a los intereses que no son, aparente o directamente, recogidos por el derecho. Una persona que se ausente de su trabajo se atendrá, normalmente, a las consecuencias propias de la legislación laboral; a nadie se le escapa la posibilidad de que la rotura del contrato de trabajo ocasione la pérdida del empleo. Lo llamativo de la situación actual con los controladores aéreos es precisamente que no trabajar es delito. Y no un delito corriente. Es una acción penada según el código penal militar. La aplicación involuntaria a un civil del código penal militar debería escandalizar a cualquiera que tenga la voluntad de hacer memoria y pensar en la dictadura franquista que finalizó hace tan poco tiempo.
Pero, la extrañeza y la denuncia no se manifiestan. En su lugar, la opinión pública agradece medidas decididas que pongan fin a los beneficios y la desfachatez de la »aristocracia obrera». La huelga es un derecho de los trabajadores que se implantó históricamente al precio de incalculables vidas, y de una cantidad inaceptable e irreparable de dolor, para que éstos tuvieran forma de »hacer presión» ante un poder que tenía toda la fuerza de los hechos y del derecho; fue una necesidad para garantizar un mínimo de estabilidad social sin un baño de sangre constante. Parar las máquinas, quedarse en casa, dejar el trabajo, ésas son las únicas vías de defensa con que cuenta un trabajador. La categoría de ciudadano encubre estas desigualdades. Las cuales, ahora, se ponen en práctica de un modo salvaje. Porque que los controladores aéreos lleven razón o no en su malestar, reivindicaciones y acciones, no deja de manifestar dos hechos incontestables: que la impotencia del Estado en la ejecución de las demandas económicas (o de la »viabilidad» del libre curso de personas y mercancías) se paga con violencia, como que el ordenamiento social de España está sometido al arbitrio de un gobierno al servicio de intereses que van más allá del derecho incontestable de los ciudadanos a disfrutar de un agradable puñado de días de vacaciones. El derecho de huelga lleva implícita la definición del mismo derecho como un producto de la violencia; Walter Benjamin nos recuerda esto desde la distancia de una época superada (la república de Weimar) en la que el Estado de excepción se había convertido en la norma. Esa concesión para la resistencia, tan pasiva como no hacer nada (¿qué brutalidad hay ahí puesta en práctica?), constituye un acto de violencia desmesurada, sólo calculable en millones de euros perdidos en el cierre de las rutas de la circulación del Capital. La ausencia de los controladores aéreos, inocentes en su pasividad, son culpables de un caos monumental. Si elegir no hacer nada constituye en efecto una acción penal, la discusión filosófica estalla en el desconcierto de ver la libertad que defiende vehementemente la constitución deshacerse en un girón de rabia social y de fuerza militar. Si fuera poca la autonomía que le resta a un ciudadano que quiera entender su vida sin la necesidad de trabajar (en condiciones cada vez más irrisoriamente intervenidas por los intereses del trabajador), ahora el yugo se estruja más fuertemente sobre los cuellos de una masa de millones de personas que se descubre funcionaria del capital internacional, de esa »perfidia moral» que representa la despiadada especulación del poder financiero que se nos recuerda, diariamente en los periódicos, es tan perjudicial para los intereses españoles.
Y en éste extremo, en el que la »opinión pública» corre el riesgo (una operación similar se vio en el desprestigio demagógico del funcionariado) de normalizar con su asentimiento visceral al »Estado de alarma» la práctica del poder militar en la vida de la sociedad. Sin embargo, ¿dónde se puede colocar el límite de lo que es un sector estratégico para el Capital y la pervivencia del Estado? ¿Podremos mantener el derecho a la huelga, al menos de facto, cuando la Razón de estado se impone con puño castrense? ¿Qué queda sino aceptar el interés ajeno como necesidad propia? ¿Podrán los millones de parados que haya elegir condiciones dignas de trabajo? ¿Y los que aún conservan su empleo, podrán hacer otra cosa que ajustarse a los dictados de la contabilidad del beneficio? Rápidamente acude a los labios de la »opinión pública» una defensa del totalitarismo amparado en la hipótesis de una huelga de médicos. ¿Habría que obligarles a ejercer? La barbarie ética que eso demostraría, engendrada por un sucedáneo moralista miope como es el »Código deontológico», vería finalizar su alegato metafísico de justicia en la constatación de que la voluntad de ejercer la medicina no puede ser impuesta sino a riesgo de convertir a los médicos, o a quien toque en ese momento, en esclavos o en números para una fosa común.
La dureza es la garantía que necesita el crédito electoral en momentos de florecimiento de las contradicciones. Además, sirve de anestésico internacional. Las dudas sobre la rentabilidad de la inversión en España y su futuro quedan avaladas por la promesa implícita que conlleva la determinación del Estado de mantener sujeta la sociedad. Ahora se descubre, con un punto de ominosidad, un nuevo capítulo de la historia. Quizá esta situación sea suficiente para correr el telón de la alabanza de nuestra constitución; eso ya sería algo más que una oportunidad para la resistencia.
Notas:
1 http://www.publico.es/espana/350153/el-gobierno-decreta-el-estado-de-alarma
2 http://imagenes.publico-estaticos.es/resources/archivos/2010/12/4/1291464707032BOE ALARMA.pdf
3 http://www.judicatura.com/Legislacion/0169.pdf
4 http://www.judicatura.com/Legislacion/0395.pdf
5 Los juicios militares disponen de tribunales y legislación propia, así como penas más duras
6 Los subrayados son míos: http://noticias.juridicas.com/base_datos/Admin/constitucion.t1.html – a38
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