La impresión que me deja la lectura de la diatriba de Claudio Scaletta contra lo ecológico me hace pensar que a este economista le interesa la pelea, la bronca.
El entrevero fiero de argumentos en “Piedras contra el desarrollo” (Le Monde Diplomatique, Bs. As., mar 2021) atestigua o refleja esa actitud beligerante.
Es bueno, empero, saber si hay que terciar, discutir, argumentar, buscando la pelea y su corolario el triunfo, o si, por el contrario, se trata de buscar la verdad.
Hagamos el segundo camino. Scaletta (en adelante CS) entrevera los argumentos permanentemente. Dada su claridad intelectual, tengo que suponer que el entrevero no es incomprensión sino una técnica argumental.
CS entiende algunos términos de la cuestión que plantea: advierte, por ejemplo, que buena parte de los planteos ecologistas van contra la gran escala: contra “la producción a escala [gigante] y la técnica aplicada para lograr un aumento de productividad”, observación precisa a la que habría que complementar con que los aumentos de productividad así logrados se han hecho y se hacen a costa de la salud ambiental, es decir de la vida planetaria.
En tiempos de Marx, que CS invoca, poco se pensaba que el “desarrollo de las fuerzas productivas” podía llegar a malograr la vida en el planeta, pero desde hace algunas décadas, ya unas cuantas, se advierte que la economía humana ha entrado en colisión con la vida a secas.
Y muchos empezamos a considerar que el desarrollo económico tan ensalzado por progresistas y socialistas, antes por esclavistas y mercantiles, tiene una contracara que, mirada como especie, es suicida. No por alguna repentina caída de telón sino por angostamiento progresivo de la biota planetaria; es decir de las condiciones de vida para plantas, animales, virus, bacterias, humanos incluidos.
Que algunos tecnooptimistas se planteen un mundo sin naturaleza escapa a este abordaje y en mi caso soy uno de los convencidos que sobrevivir sin naturaleza es insensato y, en el muy hipotético caso de que se lograse, no merecería el nombre de vida… humana. Recomiendo las observaciones del cacique Seattle de mediados del s. XIX (no las que propagandeara, vía Hollywood, un ecologismo de primer mundo, que con buenos motivos rechaza CS, sino las originales del cacique, menos glamorosas).
CS se la hace fácil y junta en único hato lo que ha resuelto enfrentar. Podríamos decir que con ese tipo de abordaje, facilita su objetivo polémico, pero, no nos acerca a la siempre compleja y esquiva realidad. CS nos habla, por ejemplo, de “agricultura moderna”. Traduzco: agricultura hipercapitalista, que rompe con lo tradicional en agricultura –luchar por la subsistencia− y adquiere los atributos de la hipermodernidad capitalista, de destrozo de lo natural.
CS no parece advertir que el capitalismo ha medrado parasitando el llamado mundo precapitalista. Ignorando ciclos vitales, el sistema económico hipertecnologizado se ha valido de todo lo que había “natural” en el planeta, haciéndolo “respirable”, para hacer un desarrollo profundamente ecocida, precisamente.
Tomemos un ejemplo del saqueo siempre combinado con envenenamiento. De los grandes espacios planetarios; aire, agua, tierra: el del agua.
El tecnocapitalismo fue desarrollando medios de extracción de mercancías del mar océano planetario, en un comienzo pesca, y con el paso del tiempo, de minerales, como el petróleo submarino. Las técnicas extractivistas han ido agotando a todos los mares (aunque no uniformemente) y nuestra modernidad consumista lo ha ido contaminando lenta, inexorablemente. Y ha llegado el momento en que “el invento ha matado al inventor”: tenemos una capacidad extractiva pesquera que excede ampliamente la capacidad de autorreproducción de la fauna ictícola planetaria.
El pescado, uno de los ingredientes básicos de la alimentación humana, desde sus propios orígenes, está siendo cada vez más provisto por la acuicultura, que carece de los ingredientes naturales puesto que se trata del mismo sistema, grosso modo, que los feed lot para ganadería y, por lo tanto, con todos sus minus: los peces de criadero son atosigados de comida para acelerar su aumento de peso y proceder a “pescarlos” cuanto antes; su faena por lo demás debe adelantarse lo más posible porque se trata de peces que por las condiciones a que son sometidos, tienen un corto ciclo vital.
Pero la crisis de la pesca de peces silvestres es apenas una faceta lúgubre. La plastificación de los mares, durante décadas; el pagadiós que la petroquímica y el comercio depositó en los mares, fue generando una realidad nueva.
Dado que los materiales plásticos no son biodegradables –algo que se supo desde el mismo inicio de su producción y se ignoró por puro lucro–, los desechos plásticos navegaron los mares al azar desde entonces. La erosión, el oleaje, el viento, los fueron desmenuzando sin biodegradarse por ello. Hasta hacerse invisibles a simple vista. Y las partículas plásticas luego de un tiempo en los mares, se convierten en involuntarios navíos de microorganismos, a menudo aún más pequeños que los trozos deshechos de material plástico. Investigadores han descubierto que esas micropartículas recubiertas de microorganismos resultan apetitosas para especies de peces (hicieron, por ejemplo, experimentos con anchoas). El combo esté servido: los peces engullen con fruición esas minipartículas que podrán viajar por sus aparatos digestivos y tal vez ser excretados. Sería lo mejor; que fueran solo inútiles. O que se alojen en los tejidos de los peces que las ingirieron. Y constituyan el núcleo inicial de una enfermedad. Que sufrirá el pez, pescado, y transitivamente, quien lo consuma.
Es llamativo escuchar a un marxiano, declaradamente antiimperialista, como CS, defender el desarrollo tal cual lo planteara W. W. Rostow con su seudocientífico Las etapas del crecimiento económico, manual de desarrollismo de la década del ’60, cuyo subtítulo revelaba su carácter puramente ideológico: Manifiesto no comunista.
El desarrollismo planteaba un avance del PBI a costa de cualquier cosa: en realidad era una coartada para seguir explotando recursos naturales, bajo modalidad imperial, es decir explotando recursos, sobre todo ajenos, y sin atención alguna a la biota planetaria.
CS ni siquiera se toma el trabajo de desmarcarse de semejante jugada, muy influyente en su momento, dejando la impronta de que ese desarrollo, económico, industrial, agroquímico, era o podía ser progresista, benéfico para la humanidad. Y no para el capital monopólico en proceso de expansión mundializado. Argentina tuvo abundante experiencia al respecto con el “desarrollismo” de Arturo Frondizi que satelizó un poco más el país, aunque con el apoyo de “desarrollistas de izquierda”, como el Partido Comunista.
CS nos explica que la preocupación ambiental encubre “una ideología armónica con el orden económico global que consolida el statu quo. […] No es casual que la usina y el financiamiento de las ONG que propagan estas ideas provengan de los países centrales. Dicho en los viejos términos, las corrientes sedicentes ecologistas representan una utopía reaccionaria funcional al imperialismo.”
Otro ejemplo de “bella mezcla”: por cierto, que los países centrales promueven un orden económico que los preserva o trata de, a costa del destrozo de los países periféricos y del planeta en general, y que para esa estrategia se valen, como bien recuerda CS, de ONG “generosamente” subsidiadas para “ayudar” al Tercer Mundo.
Conocemos la floración de esas ONG, a menudo preñadas de buenas intenciones en su núcleo fundador o al menos del puñado de inquietos que pasa a aceptar fondos “generosamente” brindados por organizaciones “sin fines de lucro”, como fundaciones, cámaras, fondos de fomento, que les permiten disponer de medios, siempre escasos, en cambio, entre los luchadores locales. Que no reciben fondos de ONG del centro planetario sino balas de sicarios de “desarrollistas”.
Así que la armonía en juego es otra, no la que invoca CS. Veámoslo con un ejemplo histórico.
Hace más de dos mil años, el arquitecto romano Vitruvio fue designado para hacer las instalaciones de agua corriente para las ciudades de Roma y Pompeya. Traducido al rioplatense serían Buenos Aires y Mar de Plata, o Montevideo y Punta del Este.
Vitruvio examinó la realidad, la disponibilidad y los medios. Y para los ductos y canales, luego de analizar los materiales disponibles, recomendó: cerámica, piedra, madera. No el más tentador, dijo –el plomo–, tan maleable que permitiría fácilmente hacer caños y disponer de tendidos rápidamente. Pero era tóxico. Los romanos conocían el saturnismo que afectaba a quienes lo extraían de las minas.
Nuestro arquitecto-ingeniero no era médico. Tampoco era ecologista. Sencillamente, pensaba. Y conocía la realidad. No es que “lo grande y tecnológico es horrible” como con simplismo les atribuye CS a los ecologistas: es que cuando lo grande y lo tecnológico se usa despreciando la calidad de vida, la vida derecho viejo, entonces sí, intoxica, mata.
Ese recaudo que tuvo la sociedad romana, –precapitalista, aclaro– lo perdió la sociedad mercantil y capitalista que tenía otros móviles además de la realidad. Como el lucro. Cuando a fines del s XVIII se instalan las primeras redes de agua corriente en Europa, una ciudad escocesa es la primera, se hacen de plomo. 1800 años después de aquellas observaciones ahora desechadas.
Y cuando a fines del s XIX, en Francia se hacen las primeras instalaciones de agua corriente caliente, se sigue usando, ahora de modo suicida y asesino a la vez, redes de plomo. Que el agua caliente “come” con fruición (basta ver lo que queda en una instalación de agua caliente, del caño o la cañería instalada unas décadas antes; no muchas, digamos medio siglo: el ducto en el material de construcción; el plomo ya no está).
Todas las ciudades europeas de cierto lustre, y las americanas, han gozado del privilegio del agua corriente caliente (en plomo) durante décadas. El plomo afecta en particular el desarrollo cerebral. Y es causa de otros muchos daños, al sistema nervioso, a los riñones. El plomo también causa daños duraderos en los adultos, por ejemplo, aumentando el riesgo de hipertensión arterial y de lesiones renales y malformaciones congénitas. Quedémonos apenas con el primer daño conocido: afecta el cerebro; es decir nuestra afectividad y nuestra racionalidad. ¿Sabemos cómo nos ha afectado el plomo, tan ingenierilmente distribuido en las poblaciones, sobre todo urbanas, de Europa y América durante prácticamente todo el siglo XX? No lo sabemos. Sabemos sí, que ha estado presente y bien presente.
Este ejemplo que hemos desgranado, lo podemos repetir con la plastificación y su más que probable incidencia en los cánceres que han arreciado en las últimas décadas y en general con toda una sarta de “adelantos tecnológicos” que so pretexto de hacernos la vida más fácil (y a menudo, eso también es cierto) nos han arruinado la calidad de vida, aunque con medios de persuasión tan potentes, que generalmente creemos estar mucho mejor que antes (porque la ideología dominante, ésa que ni siquiera acepta ser considerada ideología nos machaca: el antes es malo y reaccionario y él ahora es bueno y progresista).
Ciertamente, la ecuación de la realidad es mucho más compleja: hay bueno y nuevo, así como bueno y viejo; y hay mucho malo viejo, pero también novísimo.
Procurando desechar el agua sucia de las ONG, CS tira el bebito: procurar vivir en cierta armonía, siempre inestable, con la naturaleza.
No es la armonía la que nos mata. Son los tóxicos de los que se vale el capitalismo para modernizar la vida cotidiana y “enamorarnos” con lo novedoso.
Pero CS niega incluso la existencia o el carácter pesadillesco de la existencia de los tóxicos. Cuestiona de hecho la existencia de males en el capitalismo: «[…] los enemigos elegidos por los ambientalistas son precisamente todos los “malos” del capitalismo: las empresas “mega” mineras, los “grandes” terratenientes promotores del “agronegocio” y fumigadores de escuelas con “agrotóxicos”, así como las “grandes” firmas petroleras que persiguen envenenar territorios a través de la proliferación de las fracturas hidráulicas, el demonizado fracking.» Observe el lector que esta forma de caracterizar a “ambientalistas” y producciones que CS invoca, de hecho, está negando los males en éstas. Del mismo modo, menciona, despectivamente, “extractivismo” o “maldesarrollo”; otra forma de ignorar esas críticas.
Porque para CS rige “el imperativo de incrementar las exportaciones.” Para aumentar la inclusión social, sostiene, recordándole a ecologistas de fe marxista que no tienen que olvidar que “pocos teóricos en la historia abogaron más por el ‘desarrollo de las fuerzas productivas’ que el propio Marx.”
Si es malo, como con acierto sostiene CS, que la periferia se guíe por la ideología de la responsabilidad ambiental del Primer Mundo, tampoco es bueno que esa periferia siga los pasos cumplidos por los países centrales en siglos anteriores, porque ese seguidismo desarrollista está ya más que probado que favorece al capitalismo mundializado y servirá para que los países más o menos excoloniales profundicen el desastre ambiental que se está adueñando de más y más zonas planetarias; ¿por qué repetir bosques amazónicos devastados como en Ecuador, Fukushimas, incendios californianos, aguas cada vez más intomables?
Lo que hay que entender es que, al capitalismo en su pretensión de dominio, le importa poco la toxicidad, cree legítimo emplear medios lesivos para la vida con tal de alcanzar sus objetivos: el dominio y la satisfacción de sus acólitos.
Y nosotros, tendremos que elegir entre el “use y tire”, los agrotóxicos, la sociedad-del-automóvil, las megalópolis y los productos no biodegradables, o la producción orgánica, la bici más los Vitruvio y los Seattle.