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El deslinde y la memoria de don Petro

Fuentes: Rebelión

Tengo la suerte de conocer a Don Petro, a Don Enrique, un curtido y querido campesino que el 29 de julio de 2007 retornó a su finca en Curvaradó, cerca de la frontera con Panamá. Llegó acompañado de decenas de seres que como él guardan un sentimiento de indignación por lo acontecido. Los paramilitares y […]

Tengo la suerte de conocer a Don Petro, a Don Enrique, un curtido y querido campesino que el 29 de julio de 2007 retornó a su finca en Curvaradó, cerca de la frontera con Panamá. Llegó acompañado de decenas de seres que como él guardan un sentimiento de indignación por lo acontecido. Los paramilitares y militares que escoltan la expoliación, le echaron hace años de su territorio, como a miles de familias de comunidades campesinas, negras e indígenas. Ahora está sembrado de palma aceitera por empresas criminales. Allí regresó él otra vez y comenzó a tumbar palma, a recuperar su terruño, y, con ese trozo de lo que era selva, recobró una parte importante de las razones para vivir y morir. De alguna manera su valeroso acto refleja y condensa la historia del país. De un pueblo burlado que toma conciencia de sus lecciones y fuerzas a partir del sufrimiento, que no se queda solamente en el dolor, y que lucha. Nadie mediadamente decente y estudioso en el empeño de buscar la paz justa, puede negar que en el origen del conflicto social, político y armado, se halla el acceso a la tierra, entre otros derechos históricamente negados, y que los sectores dominantes han generado una cultura de violencia e impunidad para arrebatarla a los pobres como fuente primaria en la reproducción de unas relaciones y estructuras de injusticia y servidumbre.

No conozco al otro Sr. Petro, el senador del Polo. Sí lo he visto, muchísimas veces, en la televisión, en los noticieros, en la prensa, y lo he escuchado también protagonizar en la radio. Nadie puede negar su arrojo, como tampoco el valor y la valentía de muchos opositores al régimen de Uribe, que, al contrario de lo que pasa con el senador, no tienen a su alcance los medios de comunicación del sistema. Recuerdo del senador Petro que fue parte de la embajada colombiana en Bruselas, como pasó también con otros integrantes de guerrillas que pactaron su entrega entre 1989 y 1990, y que obtuvieron algunos puestos en delegaciones diplomáticas, como Vera Grave en España, o Bernardo Gutiérrez en Italia, entre otras cosas. Este año, 2007, supe de un debate sobre el paramilitarismo, y que hubo por parte de Petro unas ambiguas propuestas al respecto, como un acuerdo de todos por la verdad que defraudaba expectativas de víctimas de crímenes de lesa humanidad. En estas mismas páginas de rebelión.org, en abril, expuse a propósito: «El debate sobre la para-política, que creímos un libro apenas abierto, de sendos capítulos y anexos, parece que ha tenido con esa escenificación una especie de epílogo, que termina lo que levemente comenzaba a descubrirse, de cara al mundo, que es en gran parte lo que desde hace muchos años las víctimas y organismos de derechos humanos ya testificaban y documentaban sin mayor eco«.

Con sentido de oportunidad en la oscuridad de la vocería del Polo, dice Petro en la revista colombiana Cambio (11 de septiembre de 2007): «nosotros decimos que son como el movimiento de Pol Pot en Vietnam, uno de los más criminales y antidemocráticos de la Historia. Decimos que las Farc no son revolucionarias, que no son de izquierda sino de derecha y que son criminales… Por lo que el Polo tiene que luchar es por la profundización de la democracia y no contra Uribe, que es un ciudadano pasajero«. Petro propone «desfarquizar» a Colombia, así como formuló, según sus palabras, «desparamilitarizarla«. Y remata el senador Petro sobre la candidatura a la alcaldía de Bogotá: «Le aposté a María Emma Mejía y hubiera preferido un gobierno de Carlos Vicente de Roux«. Es decir, el político Petro reconoce que apostó por dos personas que, a su modo, contribuyeron a la entronización del paramilitarismo y la impunidad.

Tuve ocasión en este portal de escribir: «Se busca y no se halla por ninguna parte, todavía, declaraciones de contrición, por ejemplo de Carlos Vicente de Roux, nada menos que el Consejero Presidencial de Derechos Humanos de los presidentes Gaviria y Samper, o de María Emma Mejía, Canciller de este último, ambos hoy destacados políticos del Polo. La memoria evoca, desentierra y reconstruye cientos de casos en los que nos correspondió vivir no sólo su desplante, sino el cinismo de sus acciones en el marco de la perversión del sistema de impunidad que los contrataba. Campesinos, sindicalistas, indígenas, activistas sociales, defensores de derechos humanos, que con su digna lucha sobreviven a las consecuencias de ese arrasamiento, no olvidan la infamia del oficio de quienes se emplearon en el encubrimiento de esa política-para«.

«Tenemos ante sí los discursos del ex consejero presidencial de Roux o de la ex canciller Mejía, y de varios más, y las terribles exculpaciones que beneficiaron al Estado, en una época de crímenes atroces. El silencio de entonces, cuando no su abierta defensa de una lógica de coartadas y evasivas que supieron transmitir desde sus cargos civiles, debe exhortarnos a invertir el valor moral de aquella máxima: «Somos dueños de nuestros silencios y esclavos de nuestras palabras«. Ellos, los que transigieron y agraciaron crímenes desde el Estado, son esclavos de sus silencios. Bertrand Russell se refirió a los «criminalmente ignorantes de las cosas que tienen el deber de saber«. Y también que «es imposible mantener la dignidad sin el coraje para examinar esta perversidad y oponerse a ella«.

En el mes de mayo de 2007 del mismo modo recordé: «Al respecto hay silencio de los implicados y desconcertantemente un silencio corporativo que ya conocemos. Mirar para otro lado es la realpolitik que amamanta convenientemente a muchos. Al menos Mancuso ha reconocido una importante parte de su responsabilidad. El problema moral está expuesto, indiscutiblemente: quienes mucho menos deben, evidentemente, mucho menos, o nada, han hecho para contribuir a la verdad que les corresponde desvelar. Mejía, de Roux y otros siguen plácidamente sus campañas políticas, sin explicar lo que deberían a las víctimas a las que deben».

Petro está en campaña. No hay duda. Está en su derecho. Como otros también están en el derecho de resistir. Entre ellos los que inermes ante la agresión y la impunidad, después de probar cientos de veces y por muchos años ante instancias del Estado, han tenido que emprender contiendas desiguales, con la memoria en la mano, como la de Don Enrique Petro. En sus ojos y manos trabajadoras está marcado ese grito rebelde que es también el de miles de colombianas y colombianos que se han levantado de diversas formas, legales y extralegales, contra la opresión. Es un derecho humano, y de los pueblos. El senador Petro debería saberlo por su pasado, aunque sea complicado no naufragar atado a los grilletes de mecanismos psicológicos que van de la justificación del arrepentimiento a la defensa de lo instituido y sus beneficios. Pero su labor de político de centro debería estar por encima de su defección, pues le responsabiliza el hecho de haber cautivado a un cierto electorado con un discurso crítico de izquierda, dentro de una coalición que él y otros han rentabilizado, más cuando ésta nace en las humeantes fosas tras el vacío que ha dejado el terrorismo de Estado, luego de la masacre de honestos luchadores populares, después del genocidio político cometido contra la Unión Patriótica y otras organizaciones y sectores alternativos. «Hacer leña del árbol caído«, o «comer del muerto«, no es ético, senador Petro.

El deslinde que hace con su dignidad y su memoria Don Enrique Petro, el vigoroso campesino, no cayendo en las trampas de una democracia de ficción que le ha estafado, cortando él ahora, con su corazón y su derecho, la palma para agronegocios de los paramilitares, puede conducirle a la muerte. El deslinde que con su tasada memoria hace el senador Petro, puede conducir a otros a la muerte, por el hecho de quedar señalados si no condenan un derecho de los pueblos, como es el de la rebelión, conforme al requerimiento cerril del senador. Ojalá igual ardor hubiera brillado en la exhortación que nunca hubo a María Emma Mejía o a Carlos Vicente de Roux para que hicieran pública retractación por su pasado cómplice.

No cabría decir que al senador Petro le falten bases para nobles ideales, como los que otrora le condujeron a la insurgencia, por los cuales dice lo que dice. Ahora bien, lo que ya hizo el senador Petro, figurando en el enjuto debate sobre el paramilitarismo, comentando lo que por años cientos de personas sin cámaras de televisión y micrófonos al frente ya habían dicho y por lo que pagaron con su vida y derechos, no debería pasar de nuevo con un tema, la regulación de la guerra y su realidad en Colombia . Una ardua temática en la que él debe participar, por supuesto, como uno más, con plena facultad, pero en la que no es honorable lograr provecho personal para su escalada verbal y política. Tal materia, de vital importancia, no puede pasar a ser patrimonio electoral o botín de una guerra para servirse individualmente. Petro, el aspirante, sabe que esta cuestión reporta muchísimos votos. Sobre ella trepó el pasajero Uribe. No obstante, es cierto que existe una demanda moral que no puede aplazarse más. A ella han contribuido miles de personas de todo el mundo, comenzando por los y las que perseveran al lado del pueblo colombiano, que no debe sufrir más; la gente que comprende cómo la rebelión nace de la necesidad de límites a la injusticia, y por eso aboga por límites a la rebelión cuando ésta en la práctica puede arruinar valores éticos y políticos. Luego lo que Petro reivindica no es nuevo, ni es más claro porque él lo vocifere. Está hace tiempo en el horizonte, también desde cuando Bolívar en 1820 firmó un tratado de regulación de la guerra libertadora que no le arrodilló. Hace más de una década el ELN y las FARC miraban hacia allí.

Expuse acá en un artículo en junio pasado: «en otro tiempo el FMLN de El Salvador, entre otras insurgencias, dio a conocer unas normas propias, sobre sus métodos, medios y fines del combate a un sistema oprobioso. Las FARC deben sin más demora hacer explícito y público, en tanto resorte de una eticidad , el conjunto de reglas básicas que asumen, comenzando por las suyas, que le comprometen de plano y sobre las que puede establecerse un mínimo juicio. No debería contribuir a la barbarie que el negacionismo de Uribe resguarda, ni aumentar la distorsión de la realidad , ya suficientemente desfigurada por palabras como las arrojadas por el Senador Petro, del Polo Democrático, quien, con otros de su agrupación, ya no sólo condena la disensión armada, sino que se ha referido a las FARC una y otra vez como «los khemeres rojos de Camboya bajo el régimen de Pol Pot«, señalando que esta organización alzada en armas vive un proceso de polpotización. Ese no es, o no puede ser, el relato y el testimonio de la rebeldía , cuya lucidez nace de los límites infranqueables , sin menoscabar con ello el derecho y la libertad de luchar, pese al cerco y a la derrota. Las FARC no pueden mirar más para otro lado, ni calcar el cinismo de su enemigo, pues como organización que se dice revolucionaria no puede ser más indolente ni causar más daño indiscriminadamente, a ciudadanos comunes, no poderosos, mientras en un país, de hambre y a la venta, los corruptos y asesinos se pasean en plena libertad para sus negocios».

El movimiento de progresistas y de quienes se respeten como revolucionarios y revolucionarias, dentro y fuera de Colombia, dentro y fuera del Polo, quienes bregan por genuinas alternativas, por una solución fundamentada en cambios para la justicia, no pueden contemplar cándidamente el hurto o la transferencia al teatrillo de la política de gangas, de un propósito tan definitivo, crucial y urgente. La bandera de la humanización que explica la rebeldía, y que incluye perentoriamente la humanización de la confrontación armada, debe ser alzada y defendida honradamente también por los que no se resignan ante el régimen de ignominia que hoy encarnan Uribe y otros ciudadanos pasajeros. Más allá de evitar caer en una encerrona vergonzosa, debe asumirse en serio este campo, para la propuesta y la acción coherente y estratégica, que dignificaría y proyectaría a quienes buscan seguir batallando por transformaciones auténticas, o al menos por condiciones para resistir. Un ejemplo lo tenemos en Don Enrique Petro, hoy solo y en el silencio de una finca con palmas por tumbar, que una vez se sonrió de nuestra ironía cuando le preguntamos si pensaba que Colombia era una democracia.

 

– Carlos Alberto Ruiz es jurista, ex asesor de la Comisión Gubernamental para la Humanización del Conflicto, Colombia.