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El dilema de Vladimir Lenin

Fuentes: Truthdig

Traducido del inglés para Rebelión por Sinfo Fernández

Vladimir Lenin tiene dos legados. El primero como brillante estratega revolucionario. El segundo como Lenin, el nuevo zar. Irónicamente, fue el campeón más ferviente en Rusia de lo que logró erradicar: la anarquía revolucionaria. Su opúsculo «El Estado y la Revolución» era un manifiesto anarquista inequívoco, con Lenin escribiendo que «mientras haya Estado, no habrá libertad; cuando haya libertad, no habrá Estado». Pero Lenin en el poder, al igual que Leon Trotsky, fue un oportunista que hizo una serie de promesas, como «todo el poder a los soviets», que no tenía intención de cumplir. Empleó el terror político, arrestos generalizados y ejecuciones para aplastar a los comités autónomos de soviets y trabajadores. Dirigió una elite gobernante centralizada y autocrática. Criminalizó la disidencia, prohibió la competencia entre los partidos políticos, sofocó la prensa e instituyó un sistema de capitalismo de Estado que despojó a los trabajadores de su autonomía y derechos. Él, como Maximilien Robespierre, puede haber pensado en sí mismo como un idealista, pero una de sus camaradas apartadas, Angélica Balabanova, citando una línea de Goethe, declaró que «deseaba el bien… pero creó el mal». El estalinismo no fue una aberración. Fue el heredero natural del leninismo.

Una vez en el poder, como Rosa Luxemburg señaló en «La revolución rusa» y en «¿Leninismo o marxismo?», Lenin se convirtió en el enemigo del socialismo democrático. Se volvió hacia el fanático Felix Dzerzhinsky, jefe de la recién formada Checa, que durante el primer año de la revolución ejecutó oficialmente a 6.300 personas, cifra que sospecho está muy subestimada. Fue el mismo Lenin el que en noviembre de 1917 dijo: «No aplicamos el terror como hicieron los revolucionarios franceses que guillotinaron a personas desarmadas, y confío en que no lo aplicaremos». El anarquista Mijaíl Bakunin advirtió de forma clarividente que los marxistas se proponían reemplazar al capitalista por el burócrata. La sociedad marxista, dijo, no era más que el capitalismo bajo una administración estatal centralizada y, según él, sería aún más opresiva. Es por eso que Noam Chomsky, correctamente, llama a Lenin dictador, «desviación a la derecha» y «contrarrevolucionario».

Pero no se puede negar la brillantez de Lenin. Redefinió el panorama político del siglo XX. Décadas después de la Revolución Rusa, en España, China, Cuba, Vietnam y Sudáfrica, los pueblos oprimidos buscaron inspiración en Lenin y en la revolución. La desigualdad social y la destrucción de las instituciones democráticas llevadas a cabo por el neoliberalismo y la toma del poder por las corporaciones en nuestra época dan relevancia a Lenin, quien examinó muchas de las mismas cuestiones relativas al despotismo, el imperialismo y el capitalismo. Lenin el revolucionario tiene mucho que enseñarnos. Él, como John Dewey, comprendió que mientras la clase capitalista controle los medios de producción, nunca será posible una democracia real.

Lenin era muy consciente de que las revoluciones se producen a causa de explosiones espontáneas que nadie, incluidos los revolucionarios, puede predecir. La revolución de febrero de 1917 fue, como la toma de la Bastilla, una erupción popular inesperada y no planificada. Como señaló el desventurado Alexander Kerensky, la Revolución Rusa «surge espontáneamente, sin la ingeniería de nadie, nacida en el caos del colapso del Zarato ruso». Esto es así en todas las revoluciones. La yesca está ahí. Qué la prende es un misterio.

La clave del éxito -esto también sirve para todas las revoluciones- es la negativa de la policía y del ejército, como ocurrió en Petrogrado, a restablecer el orden y defender el antiguo régimen. Trotsky afirmó que los regímenes en decadencia inevitablemente promueven a líderes de sorprendente incompetencia, corrupción e imbecilidad, figuras como el zar Nicolás II y Donald Trump. Incluso las élites, al final, no quieren defenderlos. Los sistemas de gobernanza anquilosados, puestos en evidencia en Estados Unidos en nuestras elecciones gestionadas por las corporaciones, por nuestro Congreso disfuncional, por nuestra prensa comercializada y por nuestro poder judicial fallido que acaba de legalizar el fraude electoral (una versión actualizada del sistema británico del «burgo podrido» del siglo XIX), son todos ellos claras marionetas de la camarilla gobernante. Es imposible reformar nada a través de estas estructuras. Este entendimiento crea una gran división entre los liberales, que mantienen la esperanza en las reformas -pueden verlos una vez más invirtiendo tontamente su tiempo y energía en el Partido Demócrata-, y los revolucionarios, que no buscan apaciguar el sistema o trabajar desde dentro de él sino destruirlo.

Lenin, como Marx, entendió que las revoluciones no las hacía el lumpenproletariat. El lumpenproletariat es muy a menudo el enemigo de la revolución y el aliado natural de los fascistas. Se siente atraído hacia grupos reaccionarios de vigilantes armados, captados por la intoxicación de la violencia y construye su deformada ideología en torno a teóricos de la conspiración y la supremacía blanca. Vemos esto entre algunos partidarios de Trump y entre las milicias blancas y los grupos xenófobos que promueven el odio. Por una cuestión de temperamento, a Lenin le disgustaban los intelectuales, pero sabía que no había otra clase que pudiera formar y liderar un movimiento revolucionario. Esta es la razón por la que confió tanto en intelectuales como Trotsky y Lev Kamenev, ambos liquidados por Josef Stalin.

Los revolucionarios, dijo Lenin, deben ser constantemente autocríticos y reflexivos. Deben examinar cuidadosamente y aprender de los fracasos y las derrotas. Deben estar inmersos en la historia, la filosofía y el estudio de la economía y la cultura. Deben sentir una devoción decidida por la causa, un desdén por la seguridad personal, una disciplina férrea y adhesión a la jerarquía del partido, una devoción servil al deber y la capacidad de sumergir sus personalidades en el grupo. Los revolucionarios, por utópicos que sean sus ideales, deben ser también realistas a nivel político. Lenin despreciaba la pureza doctrinal, recordando a sus seguidores que «la teoría es una guía, no las Sagradas Escrituras». Sabía, sin embargo, que la mayoría de los intelectuales -él y Trotsky eran excepciones- carecían de la capacidad de actuar rápida y decisivamente. Esto explicaría por qué Lenin, una vez en el poder, recurrió cada vez más a matones como Stalin y Yakov Sverdlov, quienes supervisaron la ejecución del zar depuesto y su familia. Trotsky, a pesar de su brillantez como orador y de ser comandante del Ejército Rojo, tenía poco interés en la mecánica cotidiana del gobierno, una deficiencia que facilitó que Stalin le expulsara del poder, le forzara al exilio y, finalmente, enviara un agente secreto a México a hundirle un picahielos en la cabeza.

Las revoluciones son invariablemente dirigidas por líderes mesiánicos como Cromwell y Robespierre, que tienen la extraña combinación de altos ideales y, como escribe Crane Brinton, «un desprecio total por las inhibiciones y principios que sirven a la mayoría de los hombres como ideales». Estos líderes revolucionarios no son, señala Brinton, los reyes filósofos de Platón, sino los asesinos filósofos. Estas cualidades les permiten apartar a los moderados, a quienes se otorga poder nominal después de una revolución, y convertir los partidos revolucionarios en maquinarias eficaces. Estas cualidades les permiten aplastar a las fuerzas de reacción que inevitablemente surgen para destruir el orden revolucionario. Lenin y Trotsky tuvieron que movilizarse rápidamente para luchar contra los ejércitos blancos zaristas y sus aliados extranjeros en una docena de frentes poco después de tomar el poder.

Según entendía Lenin, los levantamientos masivos proporcionan momentos fugaces que, si no son atrapados por el revolucionario, nunca más volverán a presentarse. En esos momentos, el revolucionario debe explotar hábilmente los delirios autodestructivos que ciegan y paralizan a las élites gobernantes y llevan la ola de agitación al poder. El tiempo lo es todo, repetía Lenin monótonamente. En aquel momento, Lenin era un maestro. «Hay décadas en las que no pasa nada y hay semanas en las que pasan décadas», escribió.

Lenin aborrecía la violencia anarquista, la «propaganda de los hechos». Los asesinatos anarquistas de zares, príncipes, emperatrices, presidentes y primeros ministros, que él desestimó como actos de autocomplacencia neurótica, nunca consiguieron y nunca conseguirán, señaló, instigar un levantamiento popular. El terrorismo, escribió, desmoraliza rápidamente a quienes lo practican y destruye al grupo revolucionario que recurre a él. Hubiera condenado el vandalismo adolescente y la falta de organización coherente e ideas que definen al bloque negro y al antifascista. Lenin llamó a esos anarquistas «renegados liberales con bombas» porque, como los liberales, creían que la propaganda sola, de la acción y la palabra, provocaría un cambio radical. Como señaló Lenin, el terrorismo y la violencia solo asustaron a la población, demonizaron y aislaron a los revolucionarios y legitimaron la represión estatal. La violencia nunca fue un sustituto de la movilización masiva. Nunca fue un sustituto del largo y tedioso trabajo de construir un partido político revolucionario. Y sin un partido revolucionario, advertía Lenin acertadamente, la revolución era imposible.

«La inutilidad absoluta del terror queda claramente demostrada en la experiencia del movimiento revolucionario ruso», escribió Lenin, aunque su propio hermano fue ejecutado en un complot fallido para asesinar al zar. «… Los actos de terrorismo… solo crean una sensación efímera y conducen a la larga a la apatía y a la espera pasiva de otra ‘sensación'».

Las minorías militantes pueden hacer revoluciones, pero su poder proviene de articular las aspiraciones conscientes de la mayor parte de la sociedad. La obsesión con figuras gobernantes específicas, en lugar de con las estructuras de poder represivo, desvían la atención de los objetivos más importantes. Lenin se refirió al zar como «el idiota Romanov» y le dijo a sus compañeros bolcheviques que era una persona insignificante. Habría desdeñado nuestra preocupación por Donald Trump. El totalitarismo corporativo con su vigilancia generalizada, guerras interminables, policía militarizada, transferencia de riqueza al alza, programas de austeridad, colapso de infraestructuras y servicios sociales básicos -desde la educación hasta la salud-, ecocidio, castigo del peonaje de la deuda y desempoderamiento y empobrecimiento de los trabajadores, todo ello ha precedido a Trump. Mike Davis en «Prisoners of the American Dream» ilustra cómo las oleadas de violencia estatal y represión contra la clase trabajadora y la izquierda por parte de las administraciones demócratas y republicanas han impedido eficazmente el surgimiento del socialismo.

Lenin advirtió que cuando el capitalismo se ve seriamente amenazado, el fascismo es siempre la opción predeterminada no solo para las élites gobernantes sino también para la clase liberal. Los liberales que temen a la izquierda radical se convierten en un momento revolucionario en enemigos de la revolución. Lenin, como Trotsky, estudió de cerca la Revolución Francesa y la Comuna de París. Cuando las élites francesas no lograron que los prusianos invasores destruyeran la Comuna, lo hicieron ellos mismos, dejando 30.000 muertos, de los cuales 14.000 habían sido ejecutados, tanto hombres como mujeres. Después de la Primera Guerra Mundial, el ministro de defensa alemán, Gustav Noske, miembro del Partido Socialdemócrata, organizó a los veteranos de guerra en los Freikorps, una milicia de derechas. Noske utilizó la milicia, el antecedente del Partido Nazi, para aplastar la Revolución alemana de 1918-19 y el levantamiento de la Liga Espartaquista, de ideología marxista. Al hacerlo, los Freikorps secuestraron y asesinaron a Karl Liebknecht y Rosa Luxemburg el 15 de enero de 1919. Durante la Segunda Guerra Mundial en Francia, el mariscal Philippe Pétain y los colaboradores de Vichy se aliaron con los ocupantes nazis para frustrar lo que temían podía ser un levantamiento comunista.

Lenin argumentó que la forma más efectiva de debilitar la determinación de la élite gobernante era decirle exactamente qué es lo que les espera. Esta audacia y descaro atrae la atención de la seguridad del Estado, pero no provoca hostilidad pública hacia el movimiento revolucionario; de hecho, le da al movimiento atractivo y prestigio. El revolucionario, escribió, debe hacer demandas inequívocas que, de cumplirse, significarían la destrucción de la estructura del poder actual. Y el revolucionario nunca debe ceder en estas demandas. La exposición pública de los centros de poder corruptos, incluidos los militares, mina la confianza y la credibilidad en las élites gobernantes. A medida que una fuerza revolucionaria gana impulso, las élites gobernantes intentan hacer concesiones que debilitan aún más su credibilidad y fortaleza.

Vio que las potencias imperiales eran especialmente vulnerables y frágiles. No eran independientes, sino que dependían de la explotación de recursos extranjeros y mano de obra extranjera, así como de inmensas maquinarias militares que drenaban los recursos del Estado. El imperialismo trae consigo monopolios corporativos, una característica de la última etapa del capitalismo. Desvía el poder de la clase manufacturera a una clase parasitaria de financieros, los rentistas, cuya profesión, escribió Lenin, «es la ociosidad». La etapa tardía del capitalismo invierte la economía clásica. Lo que se consideraba improductivo -el parasitismo de la clase rentista- se convierte en la economía real. Y lo que se consideraba el sector productivo de la economía -trabajo e industria- es tratado como un parásito. La supremacía de los especuladores globales es mortal para el sistema capitalista, que se consume a sí mismo.

Luxemburg, tal vez la única marxista contemporánea que era la igual intelectual de Lenin, previó el peligro del gobierno de hierro de Lenin sobre el partido y, finalmente, sobre la propia Rusia. Se oponía al orden capitalista y al imperialismo tan ferozmente como Lenin, pero se opuso a la autoridad centralizada y castigó el desdén implícito de Lenin hacia la clase trabajadora. Cualquier revolución que justificara, como hizo Lenin, una dictadura, incluso insistiendo en que era temporal, era peligrosa. La única forma de proteger el socialismo revolucionario de la autocracia y el anquilosamiento era empoderar a la población a través de las instituciones democráticas y la libertad de expresión.

Rosa escribió:

La libertad solo para los partidarios del gobierno, solo para los miembros de un partido -por muy numerosos que sean-, no es libertad en absoluto. La libertad es siempre y exclusivamente libertad también para quien piensa de manera diferente. No por un concepto fanático de «justicia», sino porque todo lo que es instructivo, saludable y purificador en la libertad política depende de esta característica esencial y su efectividad desaparece cuando la «libertad» se convierte en un privilegio especial.  

Luxemburg, en este sentido, fue una verdadera revolucionaria. Una revolución socialista no debía construirse a través de una vanguardia ungida que dominara todos los aspectos de la sociedad y la cultura, sino a través de una interminable experimentación, creatividad, disensión, debate abierto, retrocesos y avances. «El socialismo por su propia naturaleza no puede ser introducido por ukaz [edicto]… Solo la vida efervescente y sin obstáculos cae en miles de nuevas formas e improvisaciones, saca a la luz la fuerza creativa, corrige por sí misma todos los intentos equivocados».

Continuaba diciendo:

Pero con la represión de la vida política en la tierra como un todo, la vida en los soviets va también a paralizarse cada vez más. Sin elecciones generales, sin libertad de prensa y de reunión sin restricciones, sin una lucha libre de opiniones, la vida muere en todas las instituciones públicas, se convierte en una mera apariencia de vida, en la que solo la burocracia permanece como elemento activo. La vida pública se debilita gradualmente, unas pocas docenas de líderes del partido de energía inagotable y experiencia ilimitada dirigen y gobiernan. Entre ellos, en realidad, solo gobierna una docena de jefes sobresalientes y una élite de la clase trabajadora es invitada de vez en cuando a reuniones donde deben aplaudir los discursos de los líderes y aprobar las propuestas de resolución por unanimidad -en definitiva, una cuestión de camarillas-, una dictadura, sin duda, pero no del proletariado, sino solo de un puñado de políticos… Tales condiciones inevitablemente deben causar un embrutecimiento de la vida pública: intentos de asesinato, disparos de rehenes, etc.  

Los leninistas, por supuesto, argumentarán que las herramientas autoritarias que Lenin y Trotsky utilizaron para construir y proteger el Estado soviético eran esenciales, que sin ellas la revolución habría sido destruida. No podemos descartar a la ligera este análisis, dadas las amenazas existenciales muy reales que enfrenta el nuevo orden revolucionario y la multiplicidad de fuerzas dispuestas contra él. Bakunin y los anarquistas pueden haber estado en lo correcto en su análisis de los peligros inherentes a un Estado bolchevique centralizado, pero ¿entonces qué? No ofrecen, para mí, soluciones convincentes, sino que presentan tópicos de ensueño sobre la cooperación voluntaria y el federalismo de las comunas.

La historia ha ilustrado ampliamente que si no hay un partido revolucionario, o si se destruye un partido revolucionario, las fuerzas de la reacción triunfan. Solo necesitamos mirar el ascenso al poder del general francés Louis-Eugène Cavaignac, que aplastó el levantamiento de 1848 en París; de Louis Napoleon; del general alemán Wilhelm Groener, que sofocó brutalmente los levantamientos populares después de la derrota del país en la Primera Guerra Mundial; de Benito Mussolini; de Adolf Hitler; y, en nuestra propia época, de Suharto y Augusto Pinochet. Los viejos generales zaristas, comenzando con Lavr Kornilov, quien, según un compañero general, era un hombre con «el corazón de un león y el cerebro de una oveja», se estaban preparando, respaldados por sus aliados occidentales, para lanzarse sobre el nuevo orden revolucionario, y punto final.

Pero podemos preguntar si el coste que Lenin impuso merece la pena. Si debemos crear imágenes especulares de autocracia y terror para resistir, entonces no somos mejores que los monstruos que pretendemos matar. Luxemburg tenía razón: los fines nunca justifican los medios. Aquellos que siguen ese camino, que dejan a un lado toda moralidad, como hizo Lenin, no regresan, y hay algunas pruebas de que a medida que Lenin se acercaba al final de su vida, su creación le revolvió. «Crees que estás manejando la máquina, sin embargo, ella está manejándote a ti y, de repente, otras manos que no son las tuyas van al volante» se lamentó.

Quizás el mayor legado de Lenin sea su realismo político, su odio a los dogmatismos y su meticuloso estudio del poder. Si no entendemos el poder y cómo funciona, estamos condenados. La creencia del Che Guevara en su propia propaganda, la doctrina del foquismo, que argumenta que la revolución se inicia con pequeñas bandas rebeldes armadas, no solo condujo a su propia muerte en Bolivia, sino a una serie de levantamientos fallidos en América Latina y África y a la decisión insensata de los líderes de Estudiantes para una Sociedad Democrática, o SDS (siglas en inglés), el mayor movimiento contra la guerra en Estados Unidos durante la guerra de Vietnam, de implosionarse a sí mismo para formar su propio foco, el Weather Underground. Podemos aprender mucho de Lenin, el revolucionario, sobre qué hacer, y mucho de Lenin, el dictador, sobre qué no hacer. Lenin habría insistido en que así lo hiciéramos.

(Charla ofrecida por Chris Hedges en Left Forum en la ciudad de Nueva York.)

Chris Hedges fue corresponsal extranjero en Centroamérica, Oriente Medio, África y los Balcanes durante casi dos décadas. Ha informado desde más de cincuenta países y ha trabajado para The Christian Science Monitor, National Public Radio, The Dallas Morning News y The New York Times, para el que estuvo escribiendo durante quince años. Ganó el Premio Pulitzer en 2002. Ha sido profesor en las Universidades de Columbia, Princeton, Nueva York y Toronto.

 

Fuente: https://www.truthdig.com/articles/the-dilemma-of-vladimir-lenin/

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