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El dilema Krassnoff

Fuentes: Punto Final

¿Se puede ser tolerante con los intolerantes? ¿Se debe permitir que expresen sus ideas los que tratan de impedir que lo hagan los demás? ¿Debe existir un límite a la libertad de expresión, para preservar la democracia, aún a riesgo de debilitar esa misma democracia? Este tipo de preguntas han quedado resonando luego del vomitivo […]


¿Se puede ser tolerante con los intolerantes? ¿Se debe permitir que expresen sus ideas los que tratan de impedir que lo hagan los demás? ¿Debe existir un límite a la libertad de expresión, para preservar la democracia, aún a riesgo de debilitar esa misma democracia? Este tipo de preguntas han quedado resonando luego del vomitivo «homenaje» que la ultraderecha chilena le ha brindado al genocida y torturador pinochetista, Miguel Krassnoff Martchenko. Un acto repugnante que ha agredido la conciencia colectiva de este país y que revela el grado de poder del sector más extremo de la derecha chilena. Han quedado al desnudo las redes que controlan municipios tan poderosos como Providencia, y cuentan con fuerte presencia en los partidos de gobierno, tanto en la UDI como en RN. Y lo más grave es que se ha mostrado que son capaces de usar ese poder para chantajear y provocar, más allá de los límites que imaginábamos.

Lamentablemente este tipo de bochornos no constituyen una excepción chilena. En muchos países se enfrentan sucesos semejantes, que obligan a plantear un angustioso dilema: prohibir este tipo de actos y expresiones aberrantes, aún a costa de dañar la libertad de expresión y el derecho a reunión, o permitirlos, corriendo el riesgo de naturalizar los discursos de la asquerosa bazofia que los vomita. Algunos países han optado por una estricta regulación legal. Por ejemplo, en Alemania existe el delito de «negacionismo» del Holocausto y todas las expresiones públicas que hagan referencia al nazismo están prohibidas. En junio de este año la tumba de Rudolf Hess en Wunsiedel, Baviera, fue abierta y los restos del secretario personal de Hitler fueron exhumados para cremarlos y esparcirlos en el Báltico, con el fin de evitar que su sepulcro se convirtiera en lugar de homenajes.

Modelos de regulación legal semejantes están vigentes, con mayor o menor rigor, en la mayoría de los países europeos y en Japón. Otras naciones, como Estados Unidos, se orientan por un criterio que dice garantizar la libertad de expresión, aunque ello implique tolerar a personajes como el pastor Terry Jones, famoso por encabezar el 20 de marzo de 2011 lo que llamó «El día internacional de juicio al Corán», momento en el que quemó públicamente el libro sagrado del Islam frente a unas 50 personas. La consecuencia: al día siguiente miles de manifestantes en el norte de Afganistán entraron a un recinto de Naciones Unidas matando al menos a siete miembros del personal civil de la organización.

Es justo sostener que la libertad de expresión y reunión no constituyen un absoluto y la convivencia cívica puede exigir unas muy prudentes regulaciones criteriosas, focalizadas y puntuales. Sin embargo, también hay que reconocer que es imposible, y en muchos casos contraproducente, impedir por la vía legal la expresión de estas ideas, por infames que sean. En muchos casos la sobrerregulación tiende a generar una sensación de falsa seguridad en la sociedad. Por ejemplo, en la misma Alemania se ha descubierto con horror cómo un grupo neonazi, apoyado por los servicios secretos que deberían haberle controlado, ha cometido una serie de diez crímenes con motivación política y racista entre 2000 y 2007. ¿Qué hacer, entonces? Una sociedad que se fundamente en el respeto a los derechos humanos no puede resignarse a ser rehén de unos granujas que manipulen esos mismos derechos para jactarse de sus perversiones.

Frente a los inconvenientes de las delimitaciones legales, es necesario reforzar las sanciones sociales. «Funar» los actos de petulancia de estos criminales no sólo constituye un derecho. En una democracia es un deber cívico, una obligación ciudadana, un mandato irrenunciable, un imperativo categórico. Se debe hacer sentir en cada espacio y en cada ocasión que la sociedad padece con náusea las bravuconerías de esta corte de tunantes y que transigir en su legalidad no implica reconocerles ni un ápice de validez o legitimidad. Una cosa es consentir que el alcalde Labbé, Hermógenes Pérez de Arce o Gonzalo Rojas Sánchez puedan mascullar la basura que les venga en gana. Otra cosa es darles tribuna, hacerse parte de su juego de falsos argumentos y de su baile de patrañas. Más que leyes, necesitamos una sociedad movilizada, vigilante, que les haga sentir que su juego de pretextos no es gratuito y que sus alegatos no logran más que provocarnos arcadas.

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