El enero del 2012 fue el más violento de los últimos 8 años. Se desmoronó el mito del gobierno anterior del apogeo triunfal de la «seguridad democrática» y la pacificación de los sepulcros. Continuando la ofensiva que desarrollaban desde la muerte de Alfonso Cano en Noviembre, las FARC realizaron 156 incursiones y ataques durante el […]
El enero del 2012 fue el más violento de los últimos 8 años. Se desmoronó el mito del gobierno anterior del apogeo triunfal de la «seguridad democrática» y la pacificación de los sepulcros.
Continuando la ofensiva que desarrollaban desde la muerte de Alfonso Cano en Noviembre, las FARC realizaron 156 incursiones y ataques durante el primer mes del año. Volaron las comisarías de policía de Villarica (Cauca) y Tumaco (Nariño). Realizaron ataques muy fuertes en el Catatumbo. Al mismo tiempo hicieron un atentado en Cajamarca (Tolima), hostigaron dos veces la estación de policía de Puerto Concordia (Meta) y causaron numerosas bajas militares en Putumayo, Nariño, Huila, Tolima, Arauca y Norte de Santander. Las obvias reacciones institucionales desviaron el tema central -el recrudecimiento del conflicto- hacia una minimización del tamaño de las acciones subversivas argumentando que se trataba de atentados con explosivos que lograban llamar la atención pero no representaban una considerable fuerza militar. Sin embargo, desde el 19 de enero una columna de más de 100 guerrilleros atacó y destruyó una base de telecomunicaciones militares ubicada en un cerro del Tambo (Cauca), cercando por varios días a 17 policías y matando a su comandante. El 23 de enero las tropas no habían logrado penetrar al lugar, repelidas por los insurgentes, mientras la aviación se encontraba varada gracias al mal tiempo. Los rebeldes, en una escena que parecía de los años 90, se dieron el lujo de aparecer con sus uniformes limpios para entregarle a la Cruz Roja un policía herido que estaba en su poder, frente a las cámaras de los periodistas. El mensaje no podía ser más contundente: la supremacía en la región no está en poder de las Fuerzas Militares.
La ofensiva se prolongó durante todo el mes de febrero con decenas de ataques en el sur del país y el Presidente dispuso la llegada de 300 soldados más para el departamento del Cauca, epicentro de la actividad guerrillera. Igualmente el Ministro de la Guerra Juan Carlos Pinzón anunció un cambio de estrategia supuestamente encaminado a la desarticulación definitiva de la subversión. Se llama operación «Espada de honor» y concentrará sus esfuerzos en los «objetivos de alto valor», es decir los líderes de la guerrilla.
Al tanto que la Fuerza Pública arrojaba toda la atención sobre el Cauca y el Catatumbo, la insurgencia diluía sus acciones por el resto del país. Atacó prácticamente todos los días las caravanas cargadas de petróleo de los pozos que explotan las multinacionales en el Caquetá, logrando paralizar a mediados de marzo la producción y exportación de 140.000 barriles diarios, aproximadamente el 10% de la producción de crudo del país [1] . El 9 de marzo atacaron un batallón en Puerto Asís (Putumayo) causando un soldado muerto y cuatro heridos. Al día siguiente bombardearon y averiaron la torre de control del aeropuerto de San Vicente del Caguán (Caquetá) y tres días después activaron un carro bomba en Aguachica (Cesar) hiriendo dos policías.
El 1 de marzo la guerrilla decretó un paro armado en el Chocó, la región más pobre del país. Bloqueó el acceso por carreteras, ríos y aire a una gigantesca área de varios cientos de miles de habitantes. En Santa Cecilia (Risaralda) cortaron la vía de acceso al Chocó dos veces y quemaron camiones. En el río Atrato, arteria fluvial de la zona, interrumpieron completamente la navegación y mantuvieron el paro durante 15 días. En la vía Medellín – Quibdó y en los aeropuertos lograron que los transportadores acataran su orden aún contra las amenazas del gobierno de ejercer represalias a quienes se negaran a viajar al Chocó. Otra vez el mensaje quedó bastante claro.
El 19 la guerrilla propinaba un duro golpe al Ejército en Arauca causando la baja de 11 militares y el 20 de marzo el político Álvaro Leyva propuso un «decálogo» para humanizar el conflicto, en una clara gestión para abrir puertas al diálogo; mientras la ex-senadora Piedad Córdoba adelantaba gestiones para la liberación de los últimos militares en poder de la insurgencia. El 23 de marzo el Presidente no se daba por entendido y amenazaba, como amenazan todos los presidentes colombianos desde hace medio siglo, con la rendición o la tumba para los rebeldes.
Al día siguiente medio millar de presos políticos, la mayoría de ellos combatientes de la insurgencia en las cárceles, comenzaban una huelga de hambre en varias penitenciarias del país exigiendo una auditoría de las organizaciones de derechos humanos para denunciar las condiciones de barbarie en las que se encuentran recluidos. ¿Todavía habrá quien se atreva a negar que Colombia es un país en guerra?
El que conozca la geografía nacional podrá advertir varias cosas evidentes: que la ofensiva guerrillera copa prácticamente todo el sur y parte del occidente colombiano, que mantiene la supremacía militar en departamentos rurales como el Cauca y el Chocó, que conserva la iniciativa de acción en zonas del norte como el Catatumbo y del oriente como Arauca. En ningún caso parece coherente la versión oficial que habla de «reductos aislados».
El epílogo de esta demostración de fuerza todavía no llega. Será el 30 de marzo cuando los guerrilleros entreguen unilateralmente a los 10 militares que tienen en su poder desde hace una década. Entonces a la puja militar de los últimos meses por recuperar terreno se sumará otra, la puja política por el reconocimiento de la insurgencia como una fuerza latente que quiere que la escuchen. Esta es una batalla más dura, más compleja que la primera.
Los subversivos representan las aspiraciones de un sector importante de la población rural colombiana, y eso no es una herejía terrorista sino una conclusión que puede extraerse de la estrategia «Espada de honor» que diseñaron las Fuerzas Armadas al mando del Ministro Pinzón. Léase bien, asombrosamente los militares reconocen públicamente que la guerrilla tiene una base social y poblacional:
» además de los planes puramente militares, las Fuerzas Armadas creen que la política de seguridad democrática, que aportó notables éxitos durante la primera década del siglo XXI y que básicamente estuvo orientada a recuperar para el Estado territorios donde la guerrilla había logrado cierta hegemonía, necesita un nuevo aire. Ahora busca ganarse a la gente en las áreas de conflicto. En palabras de un alto mando: Tomarse la población civil y conquistar el corazón de los colombianos» [2]
El eufemismo «ganarse a la gente en las áreas de conflicto» significa llanamente acabar con el apoyo y simpatía que las comunidades campesinas tienen hacia la guerrilla, a la que sostienen y colaboran hace décadas. La estrategia de fumigaciones y tierra arrasada que el Ejército practica tuvo el efecto contrario, como era de esperarse: fortalecer a los rebeldes. Si los militares necesitaron medio siglo para enterarse que la insurgencia es un fenómeno de raíces sociales e históricas profundas y no producto de la malvada voluntad de unos cuantos viejos testarudos, seguramente necesitarán otro medio siglo para extraer la conclusión lógica de aquella premisa: que la solución del conflicto no es la aniquilación ni el aplastamiento del enemigo. La estrategia de la aniquilación prolonga indefinidamente el desangre. Un desangre que le costó al Estado cerca de 6.000 bajas en los últimos 3 años [3] . Jóvenes soldados y policías provenientes de los estratos más pobres, porque los hijos de los ricos nunca van a la guerra.
El país se convulsiona a las puertas de un nuevo diálogo que se cocina en secreto. Cómo saben todos los buenos estrategas, no se gana nada en las negociaciones que no se haya ganado antes en el campo de batalla. Este doble juego del recrudecimiento de la guerra nace del imperativo de los contrincantes por imponer sus condiciones, sus ventajas y hegemonías. Mientras, quienes no creemos en la paz de los sepulcros seguiremos afirmando, por más impopular que esto sea en Colombia, lo que hasta el último frailejón de las montañas susurra en silencio con la brisa: que a la guerrilla tarde o temprano habrá que escucharla.
NOTAS DEL AUTOR:
[1] El Espectador, «Ataques contra petroleras tienen en alerta mercados extranjeros», 15 de marzo de 2012.
[2] El Espectador, «Operación Espada de honor», 18 de febrero de 2012.
[3] León Valencia, «Los dilemas de Santos», Informe Anual de la Corporación Nuevo Arco Iris, Bogotá, 2012.
(*) Camilo de los Milagros es un joven activista y estudiante universitario colombiano que colabora con frecuencia en algunos medios de comunicación alternativos como Kaos en la red, Rebelión e Iniciativa Debate.
Este artículo ha sido publicado por Rebelión con el permiso del autor mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.