Nunca he entendido en función de qué los países que poseen y fabrican armas de destrucción masiva se sienten con derecho a prohibir a otros países que las ambicionen. El régimen de Irán no me parece especialmente deseable. Siento repulsa ante las bravatas fanáticas de su primer mandatario, pero eso no me impide ver la […]
Nunca he entendido en función de qué los países que poseen y fabrican armas de destrucción masiva se sienten con derecho a prohibir a otros países que las ambicionen. El régimen de Irán no me parece especialmente deseable. Siento repulsa ante las bravatas fanáticas de su primer mandatario, pero eso no me impide ver la contradicción que implica que las grandes potencias -blindadas hasta los dientes y con armamento nuclear en las bodegas- pretendan tener autoridad para condenar a Irán por aquello que ellos mismos practican. El impudor llega a la cúspide cuando EEUU, en la reunión de la OIEA, se niega a declarar a todo el Oriente Próximo zona libre de armas nucleares. Irán sí, pero Israel no. Así es imposible que desaparezca el resentimiento del mundo árabe.
Qué palabra emplear para calificar la reacción de las grandes potencias occidentales ante el triunfo de Hamas en las elecciones palestinas? ¿Será acaso hipocresía? Cantos y loas a la democracia, pero mientras el resultado que se obtenga sea el apetecido; de lo contrario, se llega incluso al chantaje y a poner en entredicho la validez de la consulta. Algún comentarista estos días se ha atrevido a avanzar que los actuales mecanismos democráticos no sirven para los países árabes. ¿Sirven acaso para nuestros Estados? Parece ser que la democracia es aceptable siempre que mantenga el statu quo , y los de abajo no se la tomen en serio y la utilicen para descabalgar a los de arriba; pero empieza a ser peligrosa cuando son elegidos personajes como Allende, Chávez o Evo Morales.
Es muy lógico que el resultado obtenido en las elecciones palestinas no agrade a Israel y que no sea el esperado por la llamada comunidad internacional, pero es el que han querido los ciudadanos. La reacción no puede consistir en romper la baraja y cerrar el grifo de las ayudas. Más bien habría que preguntarse acerca de la razón que está detrás de este desenlace electoral. A Hamas se la tilda de asociación terrorista, pero ¿acaso no es terrorista el comportamiento del Estado de Israel cuando bombardea a poblaciones civiles o lleva a cabo lo que llama «asesinatos selectivos»? En los últimos días, la violencia ha estallado en la mayoría de las sociedades musulmanas en contra de los países occidentales. El motivo, unas viñetas aparecidas en alguna publicación danesa y noruega que se juzgaban poco respetuosas con el profeta. Como corolario ha surgido toda una polémica acerca de si debía primar el derecho a la libertad de expresión o el respeto a las creencias religiosas. Para los que nos creemos hijos de la Ilustración y defendemos el laicismo, la cuestión ocasiona pocas dudas. El único objeto de respeto son las personas. Las creencias religiosas son eso, creencias y, como tales, deben estar sometidas a debate y susceptibles de ser criticadas, atacadas o defendidas, eso sí, dialécticamente. Por el hecho de ser religiosas no pueden reivindicar ningún puesto de honor o de inviolabilidad. Si el argumento de no dañar la sensibilidad de los creyentes fuese válido, no se podría criticar ninguna idea o doctrina. Todas tienen seguidores o creyentes. También el fascismo o el estalinismo.
El fundamentalismo islámico no es ningún fenómeno insólito ni puede resultarnos ajeno. Las sociedades occidentales han vivido durante muchos siglos en un fundamentalismo religioso tan agudo o más que el que hoy domina a gran parte del mundo musulmán. Las guerras de religión asolaron Europa, la Inquisición castigaba con la tortura y la hoguera cualquier ultraje a la religión o herejía. Se ha necesitado mucho tiempo y también muchos esfuerzos y sacrificios para que las sociedades se fuesen secularizando, e incluso ahora la batalla no está ganada por completo, las creencias religiosas pretenden aún en múltiples ocasiones constituirse en normas y reglas de los comportamientos y de las leyes civiles.
Carece de sentido por tanto escandalizarse del régimen teocrático que rige en muchas sociedades islámicas. Sería lo mismo que escandalizarse de nuestras raíces culturales. Entre sus sociedades y las nuestras sólo hay una diferencia de tiempo y de desarrollo. Pero, por lo mismo, tampoco se debe hacer concesiones a sus creencias, ello equivaldría a retornar a situaciones que, teóricamente al menos, hemos superado. Y ahí está el quid de la cuestión, ¿realmente las hemos superado? No es lícito aplicar un doble rasero. Será difícil que los islamistas acepten que nos riamos de sus dioses si antes no estamos dispuestos a reírnos de los nuestros, de todos, incluso de los patrios y nacionales. Conviene reflexionar, porque la blasfemia continúa estando tipificada como delito en el Código Penal español. Maragall y Carod no me caen especialmente simpáticos, pero contemplo con horror cómo pueden ser llamados a declarar ante un tribunal por el simple hecho de hacer el payaso fotografiándose con una corona de espinas en la cabeza. Si ambicionamos la libertad de poder decir lo que nos apetezca de Mahoma, con más motivo debemos desterrar toda figura delictiva que se base en ataques al rey o a la Corona. Mientras Bush mande sus ejércitos a destruir un país como Iraq al grito de «Dios salve América», y mientras el resto de países occidentales se lo consienta, va a resultar difícil que las críticas a Mahoma no se perciban como una guerra de religiones en lugar de como actos de desmitificación y secularización. Si de verdad queremos erradicar el fundamentalismo islámico, preguntémonos por sus causas. No nos será fácil comprender el régimen instalado en Irán por Jomeini si no acudimos a la tiranía del Sha y a la complicidad americana. Mientras perduren atrocidades como las de Palestina y masacres como la invasión de Iraq, el fanatismo islamista, lejos de reducirse, se potenciará y ganará en extensión.