Los sucesivos gobiernos de la Concertación tienen en común una condescendencia extrema con las Fuerzas Armadas. Más allá de la impunidad que desde un comienzo se les garantizó con la consagración de la Ley de Amnistía y el grosero rescate a Pinochet de la justicia europea, hemos observado 20 años de un verdadero encantamiento con […]
Los sucesivos gobiernos de la Concertación tienen en común una condescendencia extrema con las Fuerzas Armadas. Más allá de la impunidad que desde un comienzo se les garantizó con la consagración de la Ley de Amnistía y el grosero rescate a Pinochet de la justicia europea, hemos observado 20 años de un verdadero encantamiento con los uniformados, sus efemérides patrioteras y cada una de sus liturgias marciales que tanto le cuestan al erario nacional.
Las autoridades de gobierno podrán abstenerse de recibir a las agrupaciones de Derechos Humanos, desoír las demandas laborales, darle un portazo a los profesores, pero en ningún momento negarse a los caprichos de los mandos castrenses.
Los empleados públicos deben llegar al paro nacional para obtener un reajuste salarial que apenas recupere el poder adquisitivo malogrado por la inflación, en tanto que a los militares se les ofrece un incremento salarial muy por encima del de los demás funcionarios del estado. Los rectores de las universidades públicas se fatigan en reclamar un incremento del aporte fiscal, pero a las diversas ramas de las fuerzas armadas se les incrementa sus arsenales de guerra hasta el grado que los propios comandantes en jefe se ufanan de nuestro poderío aéreo y marítimo y de la forma en que imponemos superioridad en todo el continente.
Los medios de comunicación se prodigan en informaciones e imágenes que muestran la complacencia política con el mundo castrense y se asienta soberanía nacional en nuestras armas, más que en las buenas relaciones diplomáticas y en el cuidado efectivo de nuestras reservas mineras, acuícolas y forestales, tan dócilmente entregadas a la explotación foránea. Una imaginaria demarcación limístrofe en el agua da justificación a las autoridades para adquirir terribles y millonarios cazabombarderos y fragatas, cuando se sabe que la zona en litigio hace rato se enseñorean las empresas favorecidas con las concesiones pesqueras negociadas por nuestros gobiernos. Como que hasta las altas cumbres de la Cordillera que nos separan de Argentina se le han cedido a consorcios extranjeros, por lo que muy pronto nuestros soldados serán los verdaderos garantes de la actividad de estas empresas que quieren llevarse sin contratiempos el oro y otros preciosos minerales. Aunque sea al precio de agotar estas milenarias reservas de agua dulce.
El desmedido poder de las Fuerzas Armadas radica en la precariedad de nuestro sistema institucional, nuestra insolvente democracia, como en la inexistencia de una sociedad civil organizada. En la posibilidad que de nuevo se les ofrenda para intervenir en las decisiones internas del país. Dispuestas, como siempre en nuestra historia, a acribillar y bombardear los movimientos sociales y las instituciones republicanas en beneficio de las oligarquías que condescienden sus privilegios. Como cuando irrumpieron en Lota y Coronel para apresar y confinar a los obreros del carbón, o ultimaron a más de 3 mil mineros, mujeres y niños inermes en Santa María de Iquique. Cada vez que se convirtieron en el brazo armado de los latifundistas, asaltaron La Moneda y llenaron el país de campos de exterminio y tortura. Verdugos, como han sido, de su propio pueblo; abyectos, como siempre, de ciertas potencias extranjeras. Como ocurrió desde la época del salitre a los tiempos de la doctrina de la Seguridad Nacional. Una dependencia político militar que sigue vigente mucho más de lo que se reconoce, como que todavía desde los Estados Unidos se les visa la compra de aviones de guerra a Europa.
La displicencia que algunos pocos mandatarios en el pasado manifestaron hacia el mundo militar, hoy deriva en abrazos de reconciliación y francas oportunidades de negocios. Como en la complicidad que se descubre de las millonarias adquisiciones de armas en que jefes castrenses y políticos se reparten coimas y establecen sociedades para profitar con la eventualidad de conflictos con países hermanos o «enemigos internos».
Qué distancia es la que todavía nos separa de los países que se sacudieron del nazismo, el fascismo y el estalinismo, donde hoy los representantes del pueblo ejercen plena autoridad sobre los ejércitos y las charreteras brillan muy eventualmente en las ceremonias oficiales. Qué distinto es lo que ocurre en naciones vecinas a la nuestra en que la soberanía ciudadana se da asambleas constituyentes, constituciones y leyes sin el tutelaje de los militares o, más bien, con la adhesión que ellos manifiestan por la democracia y la justicia social. Donde es posible descubrir líderes dignos con autoridad real sobre los uniformados y en que el garante de la institucionalidad y del orden es el «pueblo». Una palabra tan desaparecida de nuestro léxico político.