1. El tema remite a un viejo debate contemporáneo sobre el arte y la literatura. Los que la conciben como expresión vital, cuyo referente natural son las tensiones humanas y sociales y por eso entiende al artista y al escritor naturalmente comprometido con las fuerzas del cambio social. Y los que, al contrario, conciben que […]
1. El tema remite a un viejo debate contemporáneo sobre el arte y la literatura. Los que la conciben como expresión vital, cuyo referente natural son las tensiones humanas y sociales y por eso entiende al artista y al escritor naturalmente comprometido con las fuerzas del cambio social. Y los que, al contrario, conciben que la representación de lo objetivo no está en la naturaleza del arte y cuando lo hace desluce, distrae la calidad artística, por cuanto la naturaleza de éste está imbricada con lo subjetivo, con la evocación de las obsesiones o «demonios» del artista o del escritor, en el que plasma su libertad creadora, la de crear mundos distantes de la realidad real. Y por ello el compromiso del artista es con su obra misma, entendida como elaboración estética (esteticista) y formal, que es la que determinaría su calidad.
En otras palabras, una literatura tensada en develar lo social vería mermada sus potencialidades para alcanzar calidad artística, y, al contrario, una literatura que libera la subjetividad del artista, la que sólo en una muy secundaria instancia tiene en cuenta la realidad, está en condiciones de desenvolver su calidad artística, la que a su vez tiene que ver con la elaboración formal, esteticista. Esta última concepción ideológica ha tenido, en nuestro medio, a nuestro renombrado y conservador escritor Vargas Llosa como su adalid.
¿Por qué hay que traer a colación este viejo debate? Porque esta ultima interpretación, con todo lo que tiene de ideológico, ha seguido obnubilando el ego de los nuevos escritores en estas últimas décadas de hegemonía neoliberal. No hablemos sólo de los escritores mimados por las grandes editoriales que banalizaron temas como el de la violencia armada, sino hasta de escritores que reclaman la herencia arguediana y andina pero sesgaron sus narrativas con el primor formalista, trasuntando un halo desesperanzador, amparándose sólo en un summum mesiánico.
La nueva configuración social de acendramiento de la protesta global y de la necesidad urgente de la utopía, como único asidero razonable para la salvación de nuestro mundo, está despabilando aceleradamente al mundo intelectual y artístico a no rezagarse de la marea social y si acaso volver a ser una vanguardia.
2. Por eso es necesario recordar que, sobre este último aserto, de la literatura como tensión esteticista o formal, que necesariamente debe eludir la realidad social en tanto es contaminante para la plasmación de su naturaleza «artística» (que tiene a Vargas Llosa como militante cultor y modelo a seguir con la contundencia de su exitosa obra), la historia de la literatura y el arte la desmiente con rotundidad, porque ahí donde puede hablarse propiamente de arte o donde alcanza verdaderamente a ser grande, como en la Grecia Antigua, es cuando se abre hacia una representación de lo humano o de la vida social (incluso se crean la diversidad de géneros literarios como formas de esa rica necesidad expresiva). O en el Renacimiento europeo. A diferencia de los despotismos orientales vecinos, o anteriores al apogeo griego, o en la Edad Media, que someten la expresión cultural hacia el culto religioso, al servicio de la conservación vertical de sus castas sacerdotales, lo que da como resultado la rigidez repetitiva y formal de un arte que simboliza ese control despótico.
De manera que ahí donde el arte y la literatura han sido vitales y ligados a los factores sociales y humanos, es donde históricamente han alcanzado los mayores logros artísticos, explicable además por cuanto este progreso está vinculado a determinado desarrollo económico social y a clases progresivas permisivas de cierta liberación humana y de las expresiones culturales y artísticas. Y, al contrario, cuando el arte y la literatura ha devenido formal y rígido, negadora o deformadora de expresiones naturales, humanas y sociales, es cuando ha descendido en sus alcances artísticos históricos, explicable también puesto que están vinculadas a una depresión o poca diversidad del desarrollo económico social y a unas clases despóticas o hegemónicas y totalitarias que reprimen la liberación de las expresiones culturales y la sesgan o dirigen hacia sus intereses conservadores.
3. Esto es válido también para proceso literario peruano. Así por ejemplo durante todo el dominio absolutista colonial en el Perú o Hispanoamérica, la literatura de ascendencia hispánica no produjo en América sino una literatura escolástica, retórica, barroca y mediocre. Sólo durante la conquista y los primeros años después de ella, en una fase temprana -por el carácter todavía épico del proceso invasor y no completamente asentado el dominio colonial-, cuando se produjeron las crónicas, se plasmó con ellas una literatura que ha dejado un valioso legado histórico. Y justamente las más grandes de ellas fueron las que expresaron la resistencia de las culturas autóctonas, y por tanto constituyeron textos literarios de mayor aproximación con el devenir histórico social, las que fueron más críticos y vitales, es decir, las del cronista indio Guamán Poma de Ayala y las del Inca Garcilaso de la Vega. Ambas además en polémica con los cronistas españoles que, unos más que otros, sesgaban la historia devaluando a las culturas autóctonas para legitimar su dominio.
Y posteriormente, sólo hay una expresión que revitaliza la literatura al finalizar el periodo colonial, en el proceso de la lucha por la emancipación, con Mariano Melgar, que sobresale con respecto a la literatura criolla de todo el periodo colonial precisamente porque vuelve la literatura a acendrar en la veta indígena, es decir, en la base social más profunda que denunciaba su postración. Integración que, de haberse dado social y políticamente, hubiera permitido una independencia patria más avanzada y auténticamente liberadora de la herencia hispánica que la que produjo la superficial independencia criolla.
Y así en todo el periodo republicano los autores paradigmáticos son los que acendraron sobre su circunstancia y el contexto social. ¿Alguien puede anteponer otros mejores a César Vallejo, Ciro Alegría, José María Arguedas…? ¿Por qué? Porque se nutren de la riqueza social al punto que, la literatura de esos exponentes, trasunta la esencia del proceso histórico, sus tendencias progresivas y de cambio.
4. En nuestro proceso cultural peruano, Guamán Poma de Ayala y Garcilaso de la Vega, con sus diferencias, representan la primera etapa del proceso de evolución social, el la de la resistencia de las culturas autóctonas, de la resistencia indígena. Mariano Melgar, en una etapa ya de irreversible proceso de integración criolla y mestizaje social y cultural, la restitución de lo indígena como componente de base de una más íntima y mayor identidad nacional. El indigenismo, la profundización de la reivindicación social y cultural autóctonas y andinas, necesaria expresión histórico cultural pero limitado por ciertas tendencias autonomistas. César vallejo (aquí debemos mencionar al guía ideológico, José Carlos Marátegui) -y superando la limitación indigenista, con las obras de Ciro Alegría y José María Arguedas- la solución de continuidad al proceso de liberación social de base autóctona y andina, con el socialismo, que le da la proyección histórica y el carácter universal, que necesariamente tiene el proceso de liberación hoy.
5. El vínculo arte-vida revela al hombre que hay detrás del escritor, al ser humano integral y en relación espontánea con su entorno. En nuestra historia Mariano Melgar y Javier Heraud expresan en su punto más alto esta relación vital hasta la inmolación de sus propias vidas. Al contrario, el escritor formalista tiene una relación deshumanizada, alienígena, aberrante con el mundo que le rodea.
Por ello, la literatura vital, crítica y revolucionaria por naturaleza, ha sido siempre sujeta de represión por los poderes conservadores del orden establecido. Las obras y sus autores son resistidos, negados, o difamados y descalificados. Los datos abundan en la remisión histórica, Guamán Poma descalificado e incomprendido por historiadores hispanistas, Garcilaso de la Vega prohibido en la etapa de insurrecciones indígenas al final de la Colonia, Mariano Melgar mirado con desdén por críticos criollos de aquella Lima aristocrática, César vallejo un desconocido en la Lima de su tiempo e inédito en Europa, Ciro Alegría remitido al siglo XIX y José María Arguedas estigmatizado de arcaísmo utópico, ambos por escritores «modernos»; en fin.
6. Por último, en la hora actual, aquella fusión de todas las sangres de nuestra identidad nacional, pero de raíces autóctonas, que, con el socialismo, en su proyección universal, adquiere solución de continuidad histórica, se potencia y adquiere concreción, con aquella irrupción cultural que por primera vez está revelando un protagonismo mayor de las clases marginadas (protagonismo cultural y político).
No se ha producido todavía, en estas últimas décadas, por las características de este periodo, esa literatura. Ni el «realismo «sucio», menos las narrativas acunadas por las grandes editoriales, pero tampoco esa literatura andina que volvió a recrear la cosmovisión del mundo autóctono, ahora con mayor tecnicismo formal y con halo mesiánico, cierto escepticismo con el presente, han logrado entonar con la necesidad histórica, la que trazó José Carlos Mariátegui, la que genialmente sintetizó César Vallejo, en la que se debatió la narrativa de José María Arguedas, es decir, el entronque de nuestra condición nacional, de fondo andino, con el socialismo y su proyección universal en los movimientos revolucionarios que aglutina. Sólo cuando el «nuevo indio» de este gran conglomerado mestizo y universal de nuestra identidad, reclame y asuma ese protagonismo, como parece insinuarlo, entonces se podrá decir que la utopía, en esta nueva era y con esta humanidad, es una esperanzadora posibilidad real.
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