Llegué hace 2 semanas a Cali, evento que parecía al principio un error de previsión, pero que terminó siendo una dichosa coincidencia -como casi todo en la vida-. Iba para Popayán, tenía información equivocada sobre el estado de la vía Cali-Popayán, situación que me ‘obligó’ a quedarme temporalmente en esta ciudad, dirían algunos amigos “me quedé encerrada o secuestrada”. Por fortuna logré pasar con facilidad por la vía más corta que va del aeropuerto en Palmira a Cali, ya que la bloquearon nuevamente a los pocos minutos.
Privilegiadamente, cuento con familia que me brindó hospedaje y cariño en estas semanas convulsionadas, y su ubicación me facilitó estar relativamente cerca a uno de los puntos de concentración y bloqueos, factor que me permitió comprender un poco mejor la composición diversa y maravillosa de este estallido social que ha tenido como epicentro esta ciudad.
Me sorprendí inicialmente de que los muchachos y muchachas que se juntaban en este sitio cercano eran muy jóvenes, de arraigo popular, algunos con cierta formación académica, estudiantes, profesionales precariados, pero una gran mayoría vienen de expresiones culturales, deportivas, barriales y otros aprendices de la calle. Lo que ha parecido impredecible y curioso es que las manifestaciones, las barricadas que se han formado en toda la ciudad, han sido expresiones espontáneas, no obedecen a organización alguna, sin cabezas visibles, sin caudillos que ordenan, es una confluencia muy diversa que nace de la insatisfacción, de la frustración, de la ira, del dolor, del hambre, pero también de las ganas de cambiar sus vidas, de las ganas de ser escuchados, de las ganas de hacer algo diferente, del deseo de comer, estudiar, trabajar y que su entorno sea menos caótico.
Muchos son jóvenes que no han tenido acceso a la educación (porque no hay suficientes cupos en universidades públicas, ni cuentan con las herramientas para acceder, y porque no hay recursos para universidades privadas), tampoco tienen acceso a fuentes de trabajo porque no las hay, han visto a sus familias quebrar y ‘pasar necesidades’, escenario que se ha ido profundizando en los últimos tiempos; además, el confinamiento, la limitación en la socialización y demás expresiones como el baile y deporte, convivencia poco fácil en hogares, debido al impacto de la pandemia, aceleró una gran cantidad de sensaciones que aún están inconscientes y que van emergiendo por estos días.
Estos ‘pelaos’ sienten que no tienen nada que perder. Cuando uno no tiene nada que perder, estar en la primera, segunda o tercera línea de la batalla, es lo mejor que puede suceder. La composición en los diferentes puntos de confluencia es muy diversa, las razones también, pero ‘como el que nada tiene nada pierde’, en estas circunstancias de la lucha que están realizan do, han hecho muchos más de lo que han logrado en toda su vida: están comiendo mejor, se sienten protagonistas, están siendo visibles, se están reconociendo como sujetos sociales y como parte de una sociedad que siempre los había invisibilizado y rechazado.
La solidaridad ciudadana se ha hecho visible: llegan vecinos con sándwiches, panes, demás víveres, bebidas, implementos de salud, adultos que llegan a colaborar por ratos, conforman grupos de ayuda para heridos así no sepan mucho del asunto, arman sus ollas comunitarias y por supuesto hacen uso (daños) de infraestructura para construir las barricadas y diseñar sus defensas para cuando llegué la fuerza pública estatal a atacarlos.
Los vecinos tienen miedo, por supuesto, viven en constante ansiedad, las señoras oran y lloran, no saben qué hacer, salir a la calle por estos días no es una buena opción para algunos. Días atrás se escuchaban los disparos, las aturdidoras, las sirenas, los gritos, los estruendos, los gases lacrimógenos que penetran en las unidades residenciales y le gente se resguarda por si una bala de la policía ‘penetra’ en sus casas. Muchos no entienden qué pasa, están de acuerdo en que los jóvenes protesten, pero no se comprende por qué no cesa, por qué no hay diálogos y porqué el Estado no tiene autoridad.
Como en río revuelto se encuentra de todo, no nos podemos olvidar que hay delincuencia y que ha existido desde antes (y no es poca), más en una ciudad con una inequidad tan marcada, con una cifra de miseria tan grande, con un conflicto social complejo que contiene otros tantos ingredientes. Por supuesto: que hay quienes aprovechan para robar, vandalizar, destruir, pero es lo único que un sinnúmero de personas ha aprendido, de lo que se han rodeado toda su vida, no se justifica, pero hay causas; también están los que optaron por la delincuencia como forma de vida, sin olvidar que muchos de ellos están organizados y reciben pago por infiltrar las movilizaciones.
Cada uno de los sitios de concentración: Siloé, Portada al Mar, Paso del Comercio (ahora Paso del Aguante), La Loma de la Dignidad (nuevo nombre), Puerto Resistencia (antes ‘Puerto Rellena’), otros intermitentes como La Luna, Sameco y otros puntos, congregan a múltiples sectores, personas, requerimientos, ideas, intereses, pero todos pertenecen al pueblo, no son de la élite, son seres humanos con vidas llenas de esfuerzo, como el 90% de la población o más. Los puntos de barricadas y las movilizaciones multitudinarias son realmente diversas, confluye de todo un poco.
Somos un colectivo que apenas se está reconociendo, que apenas está balbuceando y aprendiendo a expresarse, que recientemente se identifica, es un proceso largo que no termina cuando se ‘levante el paro’. Se ha dado inicio a otras formas de organización y vínculos comunitarios que antes no se habían permitido. Ojalá tengamos la capacidad de fortalecerlo y llevarlo a nuevas formas de organización popular, comunitaria, donde sepamos que somos individuos llenos de potencialidades que pueden ser fomentadas en el colectivo y para el colectivo, que somos uno, pero que también somos todos.