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El estudio de las dinámicas revolucionarias

Fuentes: Rebelión

En un ejercicio fundamental de memoria histórica, hace pocos días se conmemoró el 150 aniversario de la Comuna de París, la primera experiencia histórica de un gobierno obrero, y que la hipócrita burguesía francesa tiene escondida en un rincón del cementerio de Père Lachaise; la clase obrera mundial debe saber, no solo que es posible un gobierno sin capitalistas, sino que ese gobierno estará al servicio de los intereses de la mayoría social y no de una minoría explotadora, porque seguimos en la fase del capitalismo que definiera Lenin hace más de 100 años, la de “las guerras y las revoluciones”.

Sin embargo, y aún manteniendo la esencia de las relaciones sociales de producción capitalistas, en estos 150 años el mundo ha cambiado; se ha pasado de un capitalismo industrial basado en el “laissez faire” como el de la época de la Comuna, circunscrito a unas pocas naciones europeas y americanas, al capitalismo imperialista actual, donde el dominio de las relaciones sociales lo tiene el capital financiero que hoy subyuga al mundo. La misma clase obrera ha crecido cuantitativa y cualitativamente; de ser una minoría muy minoritaria incluso en la Francia de 1871 a ser la mayoría social que es hoy, constituyendo en todo el planeta el 70% de la población activa en el mundo urbano y el 50% en el rural.

Frente a estos cambios el marxismo, que además de una guía para la acción es la ciencia de la revolución, tiene la obligación de analizar, estudiar y profundizar no solo los acontecimientos del pasado, sino los del pasado más reciente y los del presente. Por analogía histórica, es de los acontecimientos contemporáneos de los que se van a sacar las principales lecciones para construir el programa revolucionario del presente y el futuro a corto plazo.

Por este motivo de cercanía temporal, tanto Marx, como Engels o Lenin estudiaron tan concienzudamente desde la Gran Revolución francesa de 1789, aunque burguesa fue ejemplo para todos ellos, hasta la Comuna de París de 1871, primer gobierno obrero de la historia. Trotski, al vivir casi 20 años más que el propio Lenin, tuvo la oportunidad de conocer en vida más experiencias de revoluciones obreras como las alemanas o la española, lo que le permitió profundizar en las dinámicas internas de la lucha revolucionaria, que cristalizó en la teoría de la revolución permanente y el Programa de Transición.

Pero la historia no se acabó con ellos, tras la II Guerra mundial hasta hoy el mundo ha conocido todo tipo de revoluciones que durante un periodo, por una combinación de factores muy concretos (la fuerza de atracción de la revolución de Octubre, que aunque deformada, cristalizara en la existencia de la URSS), acabaron por expropiar al capitalismo bajo la variante menos probable que el mismo Trotski estableciera en el Programa de Transición, revoluciones obreras dirigidas por partidos no bolcheviques, como guerrillas o partidos ligados a la burocracia soviética.

Desde la caída del Muro de Berlín en 1990 y la restauración del capitalismo en los estados del llamado “socialismo realmente existente”, el mundo no ha conocido ni un solo proceso revolucionario que condujera a la expropiación de la burguesía; desaparecida esa fuerza de atracción, la excepción establecida por Trotski ya no se cumple, ahora o la revolución es dirigida por un partido bolchevique o está abocada al fracaso y a la derrota.

Tenemos por delante estudiar las dinámicas internas de los diferentes procesos revolucionarios actuales para comprender mejor los futuros pasos a dar en el camino del triunfo de la clase obrera. Para ello es imprescindible hacer una diferenciación entre las proto revoluciones obreras -la Comuna de Paris de 1793, la primavera de los pueblos en 1848, la Comuna de 1871 y la revolución rusa, con sus derivaciones china, coreana o vietnamita-, las revoluciones obreras bajo la hegemonía del stalinismo como la española o las del Este europeo en la posguerra mundial, incluidas Portugal o Chile, y las revoluciones actuales en el mundo árabe o la más reciente de Chile.

Aunque son ejemplos más parecidos a la situación actual que la revolución rusa al darse en estados democráticos imperialistas, no se incluyen en este análisis las revoluciones europeas de los años 20 y 30 de Italia, Alemania o Francia, puesto que ya fueron profundamente analizados por los marxistas revolucionarios de la III Internacional comenzando por el propio Trotski.

Por que la rusa fue una proto revolución obrera

Aunque en 1917 la revolución rusa estableció el primer estado obrero que permaneció en el tiempo y sentó muchas de las bases de futuras revoluciones, como el tipo de organización del estado, los consejos / soviets o el papel decisivo de una dirección revolucionaria, las fuerzas motrices que la dieron origen tienen poco que ver con la realidad actual.

La Rusia de 1917 era un estado feudal, dictatorial, a caballo de un capitalismo desarrollado en pocos centros urbanos dentro de un mar campesino que no hacia ni 60 años había escapado de la servidumbre. El detonante de la revolución no es un ascenso de luchas obreras sindicales bajo un régimen de democracia burguesa, sino una devastadora guerra mundial, que en Rusia, por su atraso y su sistema, es una verdadera catástrofe social.

En estas condiciones, no podemos esperar en el resto del mundo que se pueda seguir ese ejemplo; ni las condiciones externas, ni sobre todo, las internas, se van a repetir. Sin ir más lejos, en la Alemania de los años 20, comenzando por la de 1919, se dan procesos revolucionarios que tienen dinámicas muy diferentes a la rusa y es fuente de enseñanzas más actuales: mientras la insurrección fracasa en Berlín -”el orden reina en Berlín”-, en Baviera se establece durante unos meses una república soviética.

El motivo es más que obvio, la industrialización y la proletarización de la sociedad alemana era un hecho que no se daba en Rusia, donde los pocos millones de obreros rusos convivían con decenas de millones de campesinos pobres. La revolución rusa tenía a su favor que ese proletariado se concentraba en las ciudades donde se decidía el futuro del país; en Alemania el proletariado era la mayoría social en prácticamente todo el país, desde Berlín hasta Baviera, pasando por su columna vertebral lejos de la capital, la cuenca del Rhur; esa realidad hacia que cualquiera de los lander alemanes pudiera tomar la dirección del proceso, puesto que tenía la madurez suficiente para hacerlo. No tenían por qué esperar a la capital.

Esto es lo que diferencia ambas revoluciones, las fuerzas motrices de la revolución rusa eran bien burguesas: desde la industrialización y proletarización social hasta la conquista de los derechos individuales o colectivos acabando con la superestructura feudal, que la burguesía sería incapaz de cumplir. Por el contrario, en Alemania esas fuerzas motrices eran otras bien distintas, la proletarización se había producido a lo largo del siglo XIX y disfrutaba de una democracia capitalista asentada. La revolución alemana suponía poner esa industrialización al servicio de las necesidades de la clase obrera y la sociedad en su conjunto.

En el primer caso, el proletariado concentrado en las ciudades donde residía el poder político y económico (Petrogrado y Moscú) enfrentaba un régimen feudal decrépito y una débil burguesía con escasos mecanismos de control social que había renunciado abiertamente a cualquier veleidad revolucionaria. En Alemania, por el contrario, un diversificado proletariado donde ya estaba instalado lo que Lenin llamaría la “aristocracia obrera” enfrentaba una burguesía imperialista poderosa, con numerosos instrumentos de control social comenzando por esa aristocracia obrera y el partido que sustentaba, el SPD y sus organizaciones sindicales, que constituian “un estado dentro del estado”.

En este sentido la revolución rusa, como después se vería con la degeneración stalinista, enfrentaba retos que no tenían nada que ver con la revolución socialista, sino con las tareas burguesas más elementales de industrializar y proletarizar la sociedad; sacarla definitivamente del pasado feudal. Esta es la esencia social de la teoría de la revolución permanente y que en la actualidad queda un tanto obsoleta: el 100% del mundo está ya proletarizado e industrializado; desde el mismo mundo rural hasta el urbano, hoy la división ya no es a cuatro bandas, burguesía, clase obrera y campesinado junto con los restos feudales, sino a dos bandas, clase obrera contra burguesía (rural o urbana).

La dinámica de una revolución

Aun así, la teoría de la revolución permanente no pierde su sentido de teoría política de la dinámica de las revoluciones incluso bajo la hegemonía absoluta del sistema capitalista. Justo porque no todo el mundo llega al mismo tiempo al mismo lugar ni la historia sigue una línea recta, siempre hacia adelante, es que toda revolución incorpora en las tareas y la conciencia muchos elementos desiguales y combinados que hacen preciso la utilización de consignas de transición.

Aunque ahora las tareas de proletarización e industrialización que definen el modo de producción capitalista ya no son las fuerzas motrices del desarrollo social, al revés se están convirtiendo en un freno absoluto; son la conciencia de las masas y los regímenes bajo los que viven quien determina esa combinación de tareas.

Dicho de otra forma, las condiciones objetivas de la revolución que es el agotamiento de las relaciones sociales de producción capitalista, homogeneizan a toda la humanidad. Más allá de la lucha por las libertades democráticas, ya no existen tareas burguesas en el sentido profundo de acabar con un modo de producción no capitalista. Pero esa realidad objetiva va a acompañada de un gran atraso en la conciencia de las masas trabajadoras sobre sus tareas históricas.

El elemento progresivo que supuso la caída del Muro de Berlín y la desaparición de las burocracias de los estados obreros tiene como fuerza constrarrestante que con ellos cayó la imagen del socialismo como sociedad alternativa al capitalismo. Las masas trabajadoras perdieron de su imaginario la constatación práctica de que era posible una sociedad sin capitalistas; es la victoria del estalinismo tras su muerte.

La combinación de todos estos elementos, junto con la decadencia del sistema capitalista que se expresa en unos regímenes políticos enfermos de corrupción, aporofobia y putrefacción social, hace que las dinámicas de una revolución sigan los esquemas que animaron todo proceso revolucionario moderno, fuera burgués u obrero.

Más allá de las tareas sociales que se plantee y el elemento que la detone, sea una guerra, huelga general o un accidente natural, toda revolución tiene unas dinámicas internas semejantes; una primera fase en la que la sociedad en su conjunto se enfrenta al régimen político que aparece como un freno al desarrollo de las potencialidades que esa sociedad tiene. Una vez derrotado ese régimen, destruidas sus instituciones básicas, se abre una segunda fase, económica, en la que las clases en conflicto ponen de manifiesto sus reivindicaciones a través de la lucha de clases; es la fase de polarización social que se resolverá en un tercer momento, “social”, cuando se hace inevitable el choque entre las clases en liza, y se resuelve la crisis en un sentido u otro.

Obviamente estas tres fases no están separadas mecánicamente, puesto que los elementos de las fuerzas motrices que las determinan se entrelazan; pero está claro que si hay una diferenciación fundamentada en cómo se manifiestan las prioridades que la sociedad tiene en cada una de ellas; primero es barrer el freno que supone el régimen decrépito, segundo es clarificar que fuerzas sociales están en liza y como cada una de ellas va construyendo su conciencia social, y la tercera es resolver estas contradicciones a través de la fuerza. Decía Marx en La Crítica a la Filosofía del Derecho de Hegel, que “entre dos derechos iguales, quien define es la fuerza”. Esta es la esencia de toda revolución; tras mostrar sus cartas económicas, el futuro de la sociedad se define por la fuerza de la revolución o la contrarrevolución.

Las últimas revoluciones del siglo XX: Portugal, Vietnam y Nicaragua

Son tres procesos revolucionarios con características diferentes, especialmente el proceso portugués, puesto que Vietnam y Nicaragua, dirigidas por partidos-guerrilla con base en el campesinado, se insertan en fenómenos ligados a la combinación de tareas económico-sociales burguesas, como el problema de la tierra o la independencia nacional, mientras que la portuguesa se da en una nación ya urbanizada e industrializada parte del occidente imperialista.

Tras la II Guerra Mundial, a caballo del miedo a la expropiación y el crecimiento económico se había establecido un pacto social en Europa entre la clase obrera y la burguesía; la primera renunciaba a la revolución a cambio de libertades democráticas y el estado del Bienestar. Aunque Portugal, como el Estado Español no entraban en ese pacto, las necesidades del imperialismo de tener una retaguardia bien cubierta en la guerra fría con el “comunismo” de la URSS, junto con sus vetustos imperios coloniales, les incorporaba al entramado imperialista.

Durante muchos años el salazarismo y el caetanismo, el “estado novo” portugués cumplió ese papel subsidiario del imperialismo británico, lo que le permitió mantener los restos del viejo imperio colonial en África (Angola, Mozambique, Guinea Bissau). Portugal era un estado imperialista no tanto por su poderío sino por su alianza estratégica con Gran Bretaña que le hacía parte de la OTAN.

El 25 de abril de 1974 se puso de manifiesto que ese “estado novo” era un cascarón vacío incapaz de derrotar las guerrillas africanas; la toma de conciencia de esta impotencia está en el fondo de la construcción del MFA (Movimiento de las Fuerzas Armadas), que provocará al golpe de estado iniciando la revolución portuguesa, y que se desarrollará hasta noviembre de 1975, cuando es reconducida a un régimen democrático burgués.

Las principales diferencias entre estas tres revoluciones tienen que ver con el papel de la clase obrera, los centros urbanos y los partidos obreros. En Vietnam o Nicaragua la dirección es una guerrilla campesina que siguiendo de alguna manera el esquema maoísta lleva la revolución del campo a la ciudad. En Portugal la revolución estalla en las ciudades, especialmente en la capital, Lisboa a raíz de un golpe militar que abre las puertas para la entrada en liza de la clase obrera desde las fábricas, los barrios obreros y los cuarteles. Los partidos que intervienen activamente son los de la clase obrera, el Partido Socialista y el Comunista, con los sindicatos como la CGTP, y una constelación de organizaciones obreras de la llamada izquierda revolucionaria; la UDP, el MRPP, la LCI, etc.

Es una revolución en un estado capitalista donde los problemas de toda revolución urbana que se vieran en la Alemania de los años 20 / 30, en los 60 francés e italiano se ponen en el centro. El problema de la revolución no es la guerrilla y las reivindicaciones campesinas como la propiedad de la tierra en el centro (resuelta de una manera socialista, expropiando y colectivizando a través del sistema de cooperativas en el Alentejo), sino las necesidades económicas y sociales de la clase obrera que arrastra al resto de la sociedad.

Uno de los grandes debates que se dan, incluso al interior del trotskismo, son sobre el papel de las libertades democráticas en la transición al socialismo tras la ocupación de Radio Renaixença, convertida en un órgano del PCP. El PS aparece como el defensor de la libertad de expresión frente al control del stalinismo de ese medio de comunicación.

La revolución portuguesa no tiene como campo de batalla ni Sierra Maestra, ni las selvas vietnamitas o angolanas, ni las montañas chinas; sino los barrios obreros y populares de Lisboa, Porto, Setúbal, Braga, etc. Las formas de lucha son las de la clase obrera, huelga y ocupación de fábricas, tierras y viviendas, el objetivo no es llevar a Portugal a romper con el pasado feudal o semicolonial, así sea realizado por la clase obrera, sino poner los medios de producción y distribución ya capitalistas bajo el control de la clase obrera, que se va dotando de sus propias organizaciones de poder, las Comisiones de Trabajadores, las de Moradores, … las organizaciones de soldados, etc.

Esta fue la última revolución obrera, urbana, del siglo XX, y debe ser objeto de estudio profundo, pues en su interior tiene más lecciones para nosotros que aquellas que se dieron bajo regímenes semi feudales o en la fase de ascenso del capitalismo. Tan es así que el ejemplo portugués no solo es útil para entender una revolución urbana y obrera, sino cómo la burguesía aprendió la lección de los procesos de la América Latina urbana, Chile y Argentina, y cómo fue afilando su política central desde mediados de los años 70 hasta hoy, como veremos en el caso árabe: la contrarrevolución democrática.

Las revoluciones del siglo XXI: la primavera árabe

Respecto a los procesos que se dieron en el mundo árabe a partir del 2010 hay que ser categóricos: no fueron una “primavera de nada”, sino procesos revolucionarios con todas sus luces y sus sombras, y donde las diferencias entre ellos vino determinada por muchos factores sociales e históricos.

Frente a la visión xenófoba transmitida por el castro chavismo y el imperialismo, que consideran a las poblaciones árabes incapaces de hacer revoluciones por la simplificación de que todo es un problema religioso –manejado o no por el imperialismo-, las revoluciones árabes se dieron en sociedades urbanas, con un proletariado más o menos numeroso, pero central en su estructura económica. Fue la intervención de las potencias imperialistas (¡todas!, incluida China, su brazo armado Rusia, y sus semicolonias castro chavistas) y el sionismo, lo que desvió al pantano de la guerra civil procesos revolucionarios en algunos de esos países, como Siria o Libia.

Estas son otras revoluciones, y su fracaso, que deberíamos estudiar con atención. Por ejemplo, el papel jugado por la UGTT, el sindicato de Tunez en la caída de la dictadura de Ben Alí; como tras días de movilizaciones es la huelga general decretada por el sindicato la que inclina la balanza, divide al ejército que se enfrenta a la policía, que era el cuerpo privilegiado de represión, y provoca la huida del dictador. También es importante ver el papel “negociador” que la UGTT tuvo, y porque de todos los procesos, el tunecino es el único que ha estabilizado una democracia capitalista.

En el caso egipcio el papel de la clase obrera es determinante en la construcción del movimiento que culminó en la plaza Tahir y la caída de Mubarak. Como es una acumulación de luchas obreras en las grandes empresas las que van socavando la solidez del régimen pro imperialista, y cómo la salida del dictador se produce cuando los trabajadores del canal de Suez se declaran en huelga.

Ese ascenso de las luchas está bien documentado; según el Centro Egipcio para los Derechos Económicos y Sociales, en el 2007 se llevan a cabo 765 protestas obreras. En el 2009 se produce la huelga que será el comienzo del fin de Mubarak en la zona industrial de Mahalla, donde está la fábrica textil egipcia más grande y durante el año 2012, tras la caída del régimen de Mubarak estas protestas se multiplican por cinco, llegando a las 3400. La clase obrera egipcia cumplió un papel central en el proceso revolucionario que tuvo como imagen la Plaza Tahir.

A diferencia de Libia o Siria, en Egipto y Túnez la clase obrera, con sus organizaciones, son las que modifican la correlación de fuerzas. La decrepitud del régimen hace que para el imperialismo sean frenos y en un momento dado, cuando la clase hace su aparición, toman la determinación de “cambiarlo todo para no cambiar nada”, forzando la salida de los dictadores buscando evitar males mayores.

En Libia y Siria, por su pasado antiimperialista alrededor del régimen de Al Assad y de Gadaffi, la clase obrera no contaba ni con tradiciones de lucha ni con organizaciones propias. Estaba disuelta en la sociedad, y esto va a dificultar su aparición como clase en la lucha contra los regímenes. Este es el motivo central por el que las potencias imperialistas (repito, ¡todas!) de manera directa. o a través de sus agentes fundamentalistas o del apoyo a los régimen sirio y libio por parte del castro chavismo, pudieron conducir al pantano de la descomposición social y la guerra “religiosa” los procesos revolucionarios.

Es obvio que por la presencia activa de la clase obrera, los procesos egipcio y tunecino son los que más lecciones pueden dar a futuros procesos revolucionarios. En Túnez fue la contrarrevolución democrática la herramienta fundamental para desviar y agotar el proceso revolucionario; en el caso egipcio tuvieron que recurrir al golpe de estado para frenarlo.

Son lecciones ligadas, por ejemplo, al inicio de la reorganización del movimiento obrero egipcio, superando las diferencias religiosas. Los sindicatos egipcios surgidos en 1957, la FSE, sus dirigentes eran parte del régimen desde la época de Nasser; cuando estalla la revolución, se produce un fenómeno de reorganización desde la base. Cuentan corresponsales cómo en los locales sindicales se producen asambleas de sanidad, donde participan trabajadoras laicas y otras con velo islamista, sin que se produzcan diferenciaciones sectarias. Unas y otras tienen un mismo objetivo, construir un sindicato independiente del régimen.

Los límites objetivos y sobre todo subjetivos de estos procesos revolucionarios, como el más reciente de Chile, son fuente de lecciones más cercanas a nuestra realidad que el estudio de las que se produjeron en el siglo XIX o comienzos del XX; y que ya fueron profundamente estudiadas por los marxistas que nos precedieron.

Mayo del 68, Octubre 69, Chile 1972, Portugal vs. revoluciones árabes y Chile

Cuando desde la mayoría de la izquierda se afirma que las revoluciones son cosa del pasado, que la gente ya no quiere hacer la revolución, hay que contestar que es rotundamente falso. El mundo tras el cambio de milenio, ha vivido varios procesos de lucha y de crisis política que se parecían mucho a procesos revolucionarios, aunque terminaran de una manera contrarrevolucionaria, porque una lucha se sabe como comienza, mas nunca como acaba. Lo fueron las revoluciones árabes, lo fue la crisis ucraniana que condujo a una semi guerra civil, lo fue el proceso revolucionario chileno.

Un proceso revolucionario, una revolución, existe sea cual sea el resultado. De la misma manera que a nadie se le ocurre negar que la Comuna de París fue una revolución, … que terminó derrotada; de la misma forma que a nadie se le ocurre negar que en 1919 hubo una revolución en Alemania… que terminó en el asesinato de Rosa Luxemburgo y Karl Liebhnecht. De igual manera que la “vía chilena al socialismo” de Allende fue una revolución, o que “la revolución de los claveles” lo fue, que conquistó las libertades, pero fue derrotada en su camino al socialismo; las revoluciones árabes, como la chilena del 2019, fueron revoluciones solo que derrotadas o frenadas.

Una revolución no lo es por sus resultados, si no nunca las habría habido; sino porque suponen un antes y un después en la lucha social. Un estado entra en una revolución de una manera, y sale de otra manera tras ella. El signo de esa “otra manera” depende de la correlación de fuerzas, “entre dos derechos lo que decide es las fuerza”, dijo Marx; esto es, entre las clases en conflicto. De la misma manera que el resultado de un partido de fútbol no niega la existencia del partido, el resultado del conflicto social no niega la existencia del fenómeno revolucionario, solo define que “derecho” ha triunfado.

Dicho esto, tiene algo de realidad la afirmación de la “gente no quiere la revolución”. Esta es la diferencia entre los procesos de la última mitad del siglo XX (mayo del 68, Italia del 69, Chile del 72, Portugal del 74), y los actuales, que se define en el lema que movió el proceso chileno del 72: “la vía chilena al socialismo”.

Aunque objetivamente lo que está puesto sobre la mesa en todos los casos es acabar con el capitalismo en todas sus variantes, pues son sus relaciones sociales de producción las causas de la crisis social y económica que vive la sociedad, es obvio que, por ejemplo, el proceso chileno del 72 y el actual tiene un gran diferencia subjetiva: en el actual la clase obrera y sus organismos están disueltos en el pueblo, mientras que en 1972 los protagonistas fueron los “cordones industriales”, embriones de poder obrero.

Hasta simbólicamente los procesos son diferentes. En Francia, en Italia, en Portugal, en Chile, … eran las banderas rojas, las hoces y martillos, … los símbolos de la clase obrera las que estaban en el centro de todos los debates que se concentraban en uno: o la vía reformista al socialismo –que condujo a donde condujo- o la vía revolucionaria. A partir de estos debates se conformaban las tácticas que eran medios tras el fin de la transformación socialista.

Hoy lo que vemos en todos esos procesos son banderas nacionales, y los debates son sobre los medios en sí mismos; no hay perspectiva estratégica que de coherencia a toda la lucha. Por eso es tan fácil para los medios de propaganda imperialista y del castro chavismo negar el carácter revolucionario de los acontecimientos: no hay revolución porque no hay conciencia de tal, dicen, sino que solo incidentes más o menos violentos “manejados” por fuerzas oscuras.

Los principales teóricos de la conspiración vienen del castro chavismo, pues son incapaces de ver la fuerza espontánea de la lucha sociales contra el capitalismo y siempre buscan “la mano que mece la cuna” imperialista. No obstante, es esta falta de perspectiva estratégica de las movilizaciones la que les permite poner un velo en los ojos de la población, y gritar, “nadie quiere la revolución” o “no hay revolución”, aunque miles estén luchando en la Plaza Tahir o en la Primera Línea chilena.

De la misma manera que Marx, Engels y Lenin estudiaron fenómenos contemporáneos a ellos como la “primavera de los pueblos” de 1848 o la Comuna de París para entender la revolución a finales del siglo XIX y comienzos del XX, en la época de la expansión capitalista; de la misma manera que Trotski y la Oposición de Izquierda estudiaron las revoluciones que les tocó vivir en el periodo entre guerras (China, España, Francia, etc.), esto es lo que debemos estudiar a fondo. En las calles de París del 68 o del Lisboa del 74, así como en la plaza Tahir o en las avenidas de Santiago de Chile, la clase obrera actual está aprendiendo a cómo hay que hacer la revolución en la decadencia del imperialismo capitalista.

La clase obrera ya no tiene que sustituir a la burguesía en sus tareas de proletarización, industrialización y urbanización de la sociedad, esto es un hecho mundial. Hoy todo el mundo está atado a las mismas relaciones sociales de propiedad capitalista, causa de la decadencia del sistema; la tarea es poner todo lo conquistado al servicio de la resolución de las necesidades humanas (biológicas o culturales). Hacia ahí apuntaba el lema del mayo del 68: “seamos realistas, pidamos lo imposible”; que en los últimos 20 años fue sustituido por el reformista, “seamos realistas, pidamos lo posible”.