Conocí en 1968 al Gorgojo (así lo llamábamos por su actividad silenciosa y persistente) militando en la Juventud Comunista de la Universidad Nacional. Pero un buen día de 1972 no lo volví a ver más, ni a tener noticias suyas. 35 años después, una tarde dorada de un típico otoño nórdico mientras un viento frío […]
Conocí en 1968 al Gorgojo (así lo llamábamos por su actividad silenciosa y persistente) militando en la Juventud Comunista de la Universidad Nacional. Pero un buen día de 1972 no lo volví a ver más, ni a tener noticias suyas. 35 años después, una tarde dorada de un típico otoño nórdico mientras un viento frío movía rápidamente las nubes y las pocas hojas de los árboles sobre mi cabeza, sentado en un banco de listones de madera en el parque central del pueblo de Angstland, a donde nos congregamos todos de desesperanzados fugitivos y exiliados en el Norte de las guerras de saqueo del Sur; se me acercó uno de aquellos desesperanzados y como si fuera una aparición portentosa, con las primeras palabras de su castellano colombiano, reconocí al Gorgojo.
El tiempo, el implacable que trascurre para todos, lo había cambiado. Tenía menos pelo y de color cenizo y las arrugas de su cara, más marcadas, le daban una imagen de amargura infinita. Comentamos atropelladamente los principales recuerdos, ya borrosos, de tantos años sin hablar. Me dijo, agachando la mirada y subiéndose el cuello de su chaquetón, que como lo había escrito el chileno Bolaño, ningún latinoamericano nacido en la década del 50 había podido liberarse de la violencia política o de una muerte extravagante, menos aún siendo colombiano.
Escuché atento su historia de superviviente de la Unión Patriótica: Me contó, sin exaltación, que pocos días después de la muerte de Jaime Pardo Leal, una serie de amenazas viles y prosaicas pero muy reales, enviadas por los paramilitares en cartas fúnebres, lo habían presionado a exiliarse en este país. Luego, a raíz de la constituyente de 1991 y habiéndole perdido el miedo a la muerte y al exilio, había decidido, ingenuamente lo reconoció, regresar a vivir en Bogotá tratando de esquivar en el aeropuerto Eldorado el control que los detectives de la seguridad del Estado hacían en los pasaportes, previo chequeo, con la lista del gran computador central de la inteligencia militar.
Y se jugó, me dijo esbozando cierta sonrisa, el ingenuo albur de suavizar en una nueva foto los rasgos que lo identificaran, con un pasaporte nuevo sacado en la embajada de Colombia en este país, sin bigote, sin gafas de aro redondo y con el cabello más largo para ocultar un poco sus prominentes orejas.
El vuelo de retorno me lo contó detalladamente: Partió desde la llanura nórdica a media noche e hizo una parada en París antes de iniciar el cruce del Atlántico. El aturdimiento causado por la quietud de tantas horas sentado viajando contra el tiempo, finalmente lo interrumpió el estremecimiento del avión al tocar tierra en el aeropuerto de Bogotá. Al desembarcar, el aire tibio de la mañana, oloroso al verdor que rodeaba la pista, le hizo inspirar profundo, como de costumbre, y se encaminó a hacer la fila para recoger el equipaje.
El detective del computador le solicitó con rudeza el pasaporte cuando llegó al mostrador. Observó con detalle la foto comparándola con su fisonomía, mientras otro detective reparando con persistencia su maleta, especialmente el rótulo de identificación, le hizo una seña al del computador para que manejara con lentitud el trámite. Un hilo de sudor comenzó a resbalar por sus axilas, me dijo.
-«Puede continuar», le ordenó finalmente con la misma sequedad el detective, después de hacer sonar la máquina selladora sobre la página del cuadernillo. El otro detective se retiró unos pasos para cuchichear por un radio teléfono de su dotación. Había descubierto en el rótulo de la maleta su verdadera identidad. Sin dejarse perturbar, me dijo, y aparentando gran serenidad atravesó la puerta de salida del edificio, al tiempo que un enjambre de maleteros y taxistas lo rodearon ofreciéndole en sus servicios. Los rehusó cortésmente y continuó caminando con decisión al parqueadero del aeropuerto. Respiró profundo, como era su costumbre, mientras trataba de ordenar sus pensamientos.
Como sus amigos le habían escrito en la ultima carta, con el portero del parqueadero le habían dejado un sobre a su nombre, conteniendo la llave y la tarjeta de propiedad de un Renault cuatro rojo modelo ochenta, estacionado a la derecha de la puerta de entrada principal. Preocupado pero sin miedo, abrió la puerta del carrito.
Continuó respirando hondo, como de costumbre. Dio una rápida mirada al interior del vehiculo. – «Es un modelo antiguo» pensó, y así me lo contó, cuando por el espejo retrovisor vio una humareda blanca. Arrancó sin mucha potencia, pagó el recibo del estacionamiento en pesos colombianos y puso las luces direccionales para señalar que iba a entrar en la autopista en dirección al centro de Bogotá.
Trascurridos unos minutos de estar en la caravana de autos, un furgón azul de vidrios negros se le abalanzó a cerrarle el paso haciendo chirriar sus neumáticos, y justo en ese momento desde un jeep de color verde que venía su lado, salieron varias ráfagas de ametralladora pequeña. Una mezcla sonora de de latas machacadas y vidrios rotos, enmascaran los ruidos cortados del motor del Renault apagándose. Me dijo que había tratado de acelerar el carrito, pero sus pies entumecidos no le obedecieron. Sintió un gran dolor en el hombro izquierdo y cuando inspiró profundo, como de costumbre, la quemadura del dolor le abarcaba todo el lado izquierdo del tórax. Un hilo viscoso y tibio de sangre le bajaba lentamente por su espalda, aumentándole la sensación de desfallecimiento.
-«Me cazaron», me dijo que se había dicho en ese momento, aceptando la realidad impuesta, mientras trataba de hacer corresponder sus atropellados pensamientos con el dolor que ya era en todo el cuerpo. Intentó pedir ayuda y su voz le salió como un ronquido vacío. Trató de respirar hondo, como de costumbre, pero el dolor del tórax se lo impidió. Palpó los puntos más dolorosos: El hombro izquierdo despedazado. Debajo de la axila, por entre las costillas, la sangre aún cálida era pegajosa. – Fue por el lado izquierdo pensó, mientras continuaba oyendo los carros que indiferentes o con miedo aceleraban al pasar por su lado.
Puso la mano por el muslo derecho, el del acelerador y no puede dejar de mirarlo, era una maza carnosa y sanguinolenta. Ya sentía la boca áspera o seca, me dijo pasando saliva, y un dun-dun sin fin le martillaba las sienes. Su visión lejana, de la cual se ufanaba, ahora borrosa, solo retuvo una lata amarilla de una cerveza rubia australiana, espumosa, que había aprendido a beber en el barrio de nonhope.
Me contó respirando profundo, como de costumbre, la gran angustia que le habían causado sus pensamientos y recuerdos idos atropelladamente hacia atrás, hacia el pasado incluso muy lejano, sin poderlos parar y como decimos en Colombia para desandar los pasos; hasta llegar a las dos hojitas mimeografiadas tituladas Rojo/ 68 que escribía con sus camaradas en la Universidad Nacional de Bogotá y de quienes nunca había podido despedirse.
Después, resignado, lo pude ver, me contó como sin darse cuenta fue rescatado de una muerte inminente, operado de urgencias, rehabilitado, protegido por el embajador de este país hasta ser devuelto exiliado a Angstland, en donde nos encontramos para que me contara esta pequeña historia. Me repitió, desconsolado, que desde entonces, todas las noches se duerme, como de costumbre, despidiéndose de sus amigos y compañeros, todos muertos y de quienes, incomprensiblemente, nunca se pudo despedir.
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