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El éxito de Isabel Díaz Ayuso (o la ‘autenticidad’ frente a la corrección política)

Fuentes: Rebelión

«Porque, en cuanto a esta nueva facultad de fingimiento y disimulo que está actualmente tan en alza, la odio a muerte, y, de todos los vicios, no encuentro ninguno que sea muestra de tanta cobardía y bajeza de corazón. Es una disposición cobarde y servil disfrazarse y esconderse bajo una máscara, y no osar hacerse ver tal como uno es.» (Michel de Montaigne: Ensayos. Libro II, XVII: «De la presunción»)

«–¿Por qué no vota al PSOE?

–Porque me parecen hipócritas y falsos.» (Votante del PP de Madrid en estas últimas elecciones, anterior votante del PSOE. Declaración recogida en el diario El País de 9 de mayo de 2021).

La pandemia le ha sentado bien al Partido Popular de Madrid. Hay quien dijo, en el colmo del optimismo antropológico, que íbamos a «salir mejor de esta». No creo que este pronóstico-deseo se vaya a cumplir universalmente, pero lo que es indiscutible es que vale para la empresa que dirige Isabel Díaz Ayuso. Tras ese personaje, que no luce entre sus dones el de la elocuencia, hay un cerebro astuto y asombrosamente perspicaz a la hora de interpretar qué vientos soplan en la atmósfera de la opinión pública, para desplegar convenientemente las velas de su retórica de tal manera que han acabado llevándola al puerto de la victoria electoral. Ha sabido escoger sus némesis, además, con el resultado de soliviantar los ánimos de sus electores, para enardecerlos como a las huestes de un ejército arengado antes de la batalla definitiva. Ha logrado convencerles de que había que defender las esencias de Madrid, inconcebible sin el culto al individualismo (lo que ha dado sentido actual al dilema-eslogan algo anacrónico de «comunismo o libertad»).

Ella ha triunfado donde los filósofos fracasaron, pues ha sabido definir a salvo de diatribas conceptuales, lo que es la libertad, esa idea tan sobada por aquéllos durante siglos con un fracaso estrepitoso  al no dar con una fórmula comprensible para el vulgo: la libertad es tomarte una cerveza después de sufrir una extenuante jornada laboral, poder evitar un incómodo encuentro con tu ex, hacer, en fin, lo que te dé la gana (la primera definición, por cierto, que les brota espontáneamente de la boca a mis inmaduros alumnos adolescentes). ¿Qué puede replicar un catedrático de metafísica como el candidato Ángel Gabilondo contra ese discurso? ¿Cómo puede siquiera entrar en liza quien nada tiene que ver con la retórica dirigida a la emotividad del votante, en la que la lógica, la evaluación de los hechos y las sutilezas éticas se encuentran por completo fuera de lugar?

Estoy seguro de que uno de los rasgos que más gustan de esta flamante heroína de la derecha, enésimo émulo del prototipo que fue Margaret Thatcher, es el que cualquiera de sus simpatizantes expresaría con el sintagma «ir de frente». Es auténtica, y en esto cualquiera se puede identificar con ella; porque, en gran medida, se trataba de esto, de que los madrileños se identificaran con ella y ella con los madrileños. Contribuye a ello su telegenia de Gran Hermano (¿hay algo más auténtico en nuestro vigente mundo de pantallas que un reality show?), su campechanía de señorita bien que trata con cordialidad al servicio. Es la nuera perfecta, la tita cool.

Y por eso no escandalizó a muchos de sus paisanos que, en uno de los momentos más crudos de esta maldita pandemia y ante el dichoso dilema entre salud y economía, Díaz Ayuso justificase su apuesta por la segunda mediante un argumento amparado en los principios de la ética utilitarista. Según ella misma declaró en una entrevista publicada en un diario «no se trata de confinar al 100% de los ciudadanos para que el 1% contagiado se cure, se trata de detectar al 1% que va contagiando y que el 99% salga a la calle a buscarse la vida» (ABC del 4/10/2020). De nuevo hay que descubrirse ante la genialidad –puede que  no intencionada– de esta audaz política, capaz con su desparpajo cañí de expresar con un razonamiento sencillo y fácilmente comprensible para la mayoría de la ciudadanía, siempre tan atareada con sus mil y una ocupaciones y sin tiempo para pararse a reflexionar sobre cuestiones éticas, lo que propone el darwinismo social. No se olvide que esta teoría extiende al ámbito social el papel que en la evolución de las especies tiene la lucha por la supervivencia entre los seres vivos. A quien asume las diferencias sociales no como un hecho a corregir por considerarlo resultado de unas estructuras políticas y económicas injustas, sino como algo característico de cualquier organización social en la que la libertad es un principio irrenunciable, la lucha entre fuertes y débiles tiene que ser asumida con naturalidad. «Buscarse la vida» es competir en el libre mercado, lo que, desde el punto de vista ideológico de la Presidenta de Madrid, constituye un derecho inalienable éticamente superior a salvarle la vida a unos cuantos débiles.

Si alguien juzga este razonamiento como moralmente intolerable, ¿cómo sabemos que no es una de esas mentes abducidas por la doctrina de la corrección política? Seguramente será un hipócrita, que es lo que piensa la vencedora de los comicios madrileños según lo que declaró tras saber segura su victoria, profetizando el inminente final del Gobierno de Pedro Sánchez: «Esa forma de gobernar con opulencia (sic) e hipocresía tiene los días contados». ¿Una hipérbole de quien se ha venido arriba embriagada de éxito? Una atinada intuición más avalada por declaraciones como la del votante que cito al principio. Los sermones de esa izquierda clerical, dirigidos desde el púlpito de su autoatribuida superioridad intelectual, ya apenas tienen efecto sobre la plebe, que se siente despreciada («los que ganan 900 euros y votan a la derecha no me parecen Einstein», ha declarado recientemente Juan Carlos Monedero).

Isabel Díaz Ayuso se ha enfrentado en simpar duelo a las dos bestias negras del progresismo, a las dos caras más representativas de la hidra socialcomunista, y las ha vencido. Ha ganado la autenticidad frente a la taimada política que persigue la imposición de un estilo de vida uniforme para todos incompatible con la libertad, que ha sido definitivamente reducida por la dirigente popular –según su discurso triunfal, aderezado como siempre de tropiezos lingüísticos– a que cada uno pueda «levantarse cada mañana a su manera» (que esa manera sea más o menos justa es cuestión sin importancia).

A mi parecer, la principal baza de la que se ha servido para su victoria es la del lenguaje. Se me dirá que no se la puede tener por un modelo de oratoria. Pero eso es irrelevante en la actualidad. Es más: para según qué propósitos y ante según qué auditorios hablar bien no es una destreza favorable, sino muy al contrario, motivo de desconfianza. El discurso de Díaz Ayuso, con rasgos reconocibles del estilo de comunicación de Donald Trump, constituye una clara confrontación con el de lo políticamente correcto. Resulta difícil definir esta noción cuya influencia se reconoce desde hace ya tiempo a la hora de comprender la evolución de las distintas expresiones culturales y, particularmente, de la política. En este último ámbito, que es el que me interesa destacar aquí, representa una de las señas de identidad del populismo por vía negativa. Los partidos que supuestamente representan de verdad al pueblo, de los que están en contra del establishment, ya sea político, económico o cultural, atacan las consignas del buenismo progre. Políticamente correcto es el lenguaje de sus élites (entre las cuales habría que incluir de forma destacada el feminismo institucional) contra las que se enfrentan los populismos, los cuales, en consecuencia, hablan acorde con otro registro.

Un joven periodista, Ricardo Dudda, puede ayudarnos a delimitar esta clase de discurso político. En su libro de hace dos años titulado La verdad de la tribu. La corrección política y sus enemigos, nos ofrece esta definición: «Es una especie de  newspeak o neolengua, promovida por los medios progresistas y la política institucional, que obliga a cierto conformismo y establece una nueva ortodoxia progresista que nos impide decir la verdad, decir las cosas como son». Así que la corrección política es una camisa de fuerza, un atentado contra la libertad que fomenta la hipocresía del poder de la izquierda. Enfrente se encuentra la honestidad de la gente que dice las cosas como son  –que no se distingue de lo que ellos creen– por poco amable y hasta ofensivo que pueda resultar (como muestra antológica, esa aseveración de que «Pablo Iglesias es el mal, no es una buena persona»).

Es lo que ha dado a entender Isabel Díaz Ayuso. Es la heroína de quienes padecen la corrección política, es una rebelde que marcha al frente de todos los oprimidos que no pueden hacer lo que se les venga en gana por culpa de un Gobierno conformado por una élite de activistas progres y profesionales encallecidos de la política, que se creen moralmente superiores y que inculcan un sentido de obligación o conformidad en asuntos que son cuestión de elección, empezando por la propia verdad. ¡Qué lejos de los currantes y los comerciantes un candidato filósofo como Ángel Gabilondo! ¡Qué odioso un rojo como Pablo Iglesias, el «coleta», hipócrita donde los haya, que utiliza al pueblo para escalar peldaños de estatus social para él y su familia mientras condena a todos los que de verdad trabajan a las tenebrosas servidumbres del comunismo, casado para colmo con una feminazi que quiere imponer que digamos «niñes» en vez de «niños»! Eran los mejores contrincantes que podía tener la candidata del Partido Popular, tan ideologizados como ella, pero posicionados en el bando de la corrección política que manda Pedro Sánchez. Una pareja de engreídos y antipáticos incapaces de decir las cosas como son e ir de cara con la gente.

Isabel Díaz Ayuso se ha destacado durante sus dos años de gobierno, y más con la declaración de la pandemia, por ser la rebelde, la que se ha enfrentado una y otra vez, en solitario en más de una ocasión, nada más y nada menos que al macho alfa de la izquierda, al que sometió mediáticamente en medio de una profusión de banderas. Así ha mantenido permanentemente activado un mecanismo de autopromoción muy valorado en una sociedad donde todos queremos ser únicos.

En nuestra desnortada sociedad posmoderna, como lo son todas las que conviven dentro del marco institucional de la democracia liberal, la multiculturalidad, el relativismo, las turbulencias de la opinión pública, la pujanza de los medios digitales, el cuestionamiento de la jerarquía en los saberes, la segregación identitaria, son factores de un tremendo poder corrosivo para la capacidad de reconocimiento de la verdad, que es virtud irrenunciable para llegar a ser buen ciudadano. Paradójicamente, existe una enorme sed de verdad, por eso se valora tanto lo auténtico cuando se encuentra, y lo auténtico ya es en el mercado un producto de inapreciable valor.

Ahora bien, en los tiempos que corren, en los que rige el imperio de la subjetividad, la verdad no es resultado de un juicio basado en criterios de racionalidad y de contraste con los hechos, sino en la experiencia que uno tiene de lo auténtico, entendiendo por tal lo que uno siente que es auténtico. En esto Díaz Ayuso ha dado una lección magistral al convalidar la experiencia de una mayoría significativa de la ciudadanía de Madrid (y puede que de España entera), recogiendo el sentir de lo que supone para tantos hallarse constreñidos en su libertad de movimientos durante un interminable año, acogotados por tanta restricción que les ha reducido la experiencia de vivir a un mero simulacro en una pantalla. Les ha dicho que si no se sienten libres es porque son cautivos de verdad de un gobierno con ínfulas totalitarias. Y así, ciudadanos de la más diversa condición social han entendido en su mayoría que prosperar  exige libertad, aunque eso implique sacrificar a unos cuantos.

El truco de quienes, como Trump y sus epígonos de todas las nacionalidades, combaten la corrección política con una práctica tan moralmente incontestable como decir las cosas como son es que cuando lo hacen en realidad están diciendo las cosas como ellos quieren que sean. Es la perversión que anida en el corazón de la posverdad. Es el resultado de una forma consecuentemente inmadura de entender la libertad de expresión que la desvincula de toda responsabilidad respecto de las consecuencias que cabe inferir de las supuestas verdades que se afirman. En el caso de quienes comulgan con la ideología cuasilibertaria de la Presidenta de Madrid es evidente su convencimiento de que cada ciudadano y cada ciudadana es un ser hecho a sí mismo y autosuficiente; por eso se entiende –como afirmó en su alocución triunfal la noche electoral– que «la libertad implica que una persona pueda empezar una y mil veces de cero». Congruentemente se ensalza la cultura del esfuerzo, pues se asume asimismo la verdad de que el trabajo personal es el que coloca a cada cual en el sitio que merece (axioma de la meritocracia). Siendo así, entonces, el individuo no tiene por qué experimentar ni agradecimiento a la sociedad ni humildad por los éxitos conseguidos, diluyéndose en ausencia de tales sentimientos la preocupación por el bien común.