Chulavita es una vereda enclavada entre los municipios de Boavita y La Uvita, a su vez parte de la provincia Norte en Boyacá, Colombia. Siempre fue un enclave conservador. De esa región fueron reclutados por los «pacificadores» de la época centenares de campesinos analfabetos, rezanderos devotos y obedientes montaraces para que restablecieran el orden luego […]
Chulavita es una vereda enclavada entre los municipios de Boavita y La Uvita, a su vez parte de la provincia Norte en Boyacá, Colombia. Siempre fue un enclave conservador. De esa región fueron reclutados por los «pacificadores» de la época centenares de campesinos analfabetos, rezanderos devotos y obedientes montaraces para que restablecieran el orden luego de cometido el asesinato de Jorge Eliécer Gaitán en 1948. La brutalidad con que actuaron estos cruzados dejó heridas aún no cicatrizadas. Se hizo famoso el corte de tijera; mujeres embarazadas atravesadas por el puñal; la violación masiva fue una afrenta menor. Bebés estrellados contra las paredes, cuando no, sometidos a la separación de su cráneo en juego macabro frente a su parentela. El horror inimaginado. Los homicidas materiales, algunos imberbes, lo hicieron aferrados al escapulario y la camándula. Sentían defender el honor azul de su partido y la sed de sangre la apaciguaban mezclando su fervor religioso con la ordalía del macho rústico. La homilía de la venganza era el credo con el cual los curas de la región bendecían el inicio de la marcha. Detrás de todo esto estaban los líderes políticos que desde las capitales orientaban el genocidio. Los mismos que aniquilaron la vida del caudillo liberal, siguieron manejando, tras bastidores los hilos con los cuales mantuvieron el control de la patria.
Son los mismos que hoy, 50 años después, sugieren las listas, indican las regiones, proveen la logística y manipulan los medios para repetir el espanto.
Qué ha cambiado en el entramado, muy poco o casi nada; se trata de controlar mediante el terror. En el fondo el objetivo no es la muerte ni el dolor del inocente, es la reacción del vecindario frente a la expropiación del terruño. El drama del desplazado se justifica en la medida en que la comunidad termina por declarar su impotencia ante la arbitrariedad del más fuerte.
Se habrá reemplazado el cuchillo por la motosierra o el carroñero a campo abierto por el horno crematorio o el río por la fosa común, pero en el fondo es lo mismo: crear el pánico como norma de derecho para resolver el litigio.
Las variaciones son mínimas, pero su impacto es mayor. Ayer era el sacerdote quien bendecía la campaña, hoy es el obispo o el cardenal quien la alienta. Ayer era el gamonal, el dueño del abasto, hoy es la industria, la multinacional o el monopolio de los alimentos en la zona. Ayer era el sargento del Puesto de Policía, hoy es el coronel del Batallón. Ayer eran los «principales del pueblo», hoy son los senadores. Ayer era el alcalde, hoy es el presidente. Ayer era la comarca, hoy es todo el Estado. Las víctimas, el terror y el mutismo son el común denominador.
Qué diferencia hay entre León María Lozano, «El Cóndor», y Carlos Castaño o Salvatore Mancuso. Para los efectos prácticos, ninguna. Deambulan la misma senda espeluznante. El sicario fanatizado manipulado por terratenientes, políticos y clérigos conservadores anticipó la horripilante gesta de los paramilitares modernos. Al final, como siempre sucede, lo silenciaron en Pereira. A Castaño lo enmudecieron en su propio fango y a Mancuso lo tienen amordazado en la correccional Treatment Facility de Washington.
Mientras tanto, tras bastidores, los mismos de siempre continúan controlando la patria. Nunca tendremos noticia ni sabremos de responsables intelectuales. Sólo quedará en la memoria la crónica roja del sicario desconcertado que nunca supo por qué ni para quién envileció su condición humana, entre tanto, los usufructuarios chocan copas en el club.
La verdad, el escritor Gustavo Álvarez Gardeazábal anticipó hace muchas décadas, con su «Cóndores no entierran todos los días», la novela histórica de este tiempo; y describió de manera cruda pero precisa los episodios futuros por venir. Es así como los prohombres de la tierra del café, dóciles al garrote del norte, moldean la vida de Colombia. Terror y votos ha sido la constante. Al final sólo queda humillación y silencio; esto es, la esencia misma de la Seguridad Democrática.