La muerte en dictadura, hace 45 años, de quien fuera Prefecto de Investigaciones de Valparaíso, Juan Bustos Marchant – caso caratulado hoy como homicidio calificado – significó una larga y dura batalla por el esclarecimiento de la verdad, que está llegando a su término. En tanto tiempo la justicia vio obstruida su labor por la […]
La muerte en dictadura, hace 45 años, de quien fuera Prefecto de Investigaciones de Valparaíso, Juan Bustos Marchant – caso caratulado hoy como homicidio calificado – significó una larga y dura batalla por el esclarecimiento de la verdad, que está llegando a su término. En tanto tiempo la justicia vio obstruida su labor por la negativa persistente de los responsables a reconocer lo sucedido.
Trabajando sobre la base de prolijas indagaciones, careo de sospechosos y peritajes balísticos, el ministro de la Corte de Apelaciones porteña, Jaime Arancibia Pinto, involucró a 12 funcionarios de ese servicio, la actual PDI. Sólo dos de ellos están vivos y jubilados, Mario Tashima Rebolledo y Raúl Chenevier Laffont, cuyo procesamiento fue ordenado por el magistrado que conoce las causas por violaciones de los derechos humanos.
Aunque el golpismo siempre lo presentó como un suicidio, a nadie le cupo nunca duda alguna de que el jefe policial fue asesinado a sangre fría, sin testigos, con premeditación y alevosía propias de quienes en aquella época negra avasallaron al país y su gente sin contrapeso pero con odio, aprovechando la tenencia de las armas y protegidos por un régimen ilegal que ejercía el terrorismo de Estado.
Funcionario de carrera, Bustos había asumido la prefectura designado por la dirección general de la institución en abril de 1972 por sus méritos personales, su capacidad profesional y su probidad indesmentible. Sabía que su tarea sería difícil en una ciudad como Valparaíso donde la oficialidad clasista de la Armada sobrepasaba la autoridad de su comandante en jefe, Almirante Raúl Montero Cornejo, y comenzaba a preparar la conspiración que llevaría al derrocamiento del gobierno constitucional del presidente Allende.
El prefecto desplegó una ardua labor al enfrentar a los enemigos del gobierno popular, en especial al grupo fascista Patria y Libertad que contaba con armas y explosivos proporcionados por oficiales navales para la comisión de actos de sabotaje y atentados terroristas. Ese grupo tenía la protección del contralmirante Ismael Huerta Díaz que en una oportunidad protagonizó un serio incidente con la autoridad policial por la detención de uno de sus integrantes que resultó ser su yerno. Indignado, Huerta amenazó con que «las cosas no quedarán así».
Juan Bustos, que concitaba el odio de la conjura golpista, fue destituido de su cargo por los marinos que coparon Valparaíso la mañana del 11 de septiembre de 1973. No fue dado de baja y continuó prestando servicios profesionales a su institución, mientras la fiscalía naval y el servicio de inteligencia naval seguían sus pasos y lo investigaban a fondo buscando cargos ficticios en su contra.
Los días 11 de octubre y 26 de abril siguientes, Bustos fue secuestrado desde su domicilio en Viña del Mar por un grupo de matones que le dieron un maltrato brutal. Estos lo subieron a la fuerza a un vehículo en que fue llevado a otro lugar, maniatado, con los ojos vendados y una frazada en la cabeza para interrogarle bajo golpes, torturas, aplicación de electricidad y amenazas hacia él y su familia, tratando de que confesara delitos inexistentes.
Por orden del fiscal naval Enrique Vicente, que ostentaba el grado de capitán de corbeta, el detenido quedó finalmente recluido en un calabozo de la misma prefectura cuya jefatura había ejercido hasta meses antes. Durante horas y días fue sometido a intensos interrogatorios por el fiscal junto a algunos que habían sido sus subordinados en la policía civil – inducidos por la dictadura se habían convertido en sus enemigos – y que se prestaban para la encerrona en su contra. Tratando de vencer su resistencia todos insistían, sabiendo que no era verdad, en su participación en tráfico de armas y drogas.
Minutos después de las 7 de la mañana del 2 de mayo de 1974, el destituido prefecto fue encontrado agónico en su celda de aislamiento: «Se había disparado» un balazo en la cabeza con perforación de cráneo y salida de proyectil. Junto a él estaba el revolver empleado, sin que nunca se supiera cómo había llegado allí ni en qué circunstancias. El deceso se produjo alrededor de mediodía tras lo cual de inmediato se emitió un apresurado comunicado oficial dando cuenta de un «suicidio».
Esa versión fue siempre inverosímil. Quienes tenían antecedentes de la situación y estaban al tanto de lo que estaba sucediendo, tenían la certeza de que Juan Bustos no saldría vivo del calabozo que ocupaba. Nunca se estableció – o al menos se informó – cómo un revolver pudo ser ingresado a una celda aislada de un detenido incriminado, o si «alguien» entró y le disparó a quemarropa o quizás si ese «alguien» lo forzó a tomar el arma con sus manos, llevándola a la cabeza y apretó el gatillo.
Semanas después de ocurridos los hechos, el fiscal naval citó a su oficina a la viuda y le comunicó que después de todas las averiguaciones practicadas la conclusión era que el nombre del presunto suicida estaba limpio y era inocente, ya que no se habían encontrado cargos en su contra ni en tráfico de drogas o armas, ni en ningún otro delito. Las múltiples disculpas y explicaciones, sin embargo, fueron innecesarias y no sirvieron en absoluto, porque ya era demasiado tarde.
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