El 25 de octubre triunfó en Chile el “Apruebo” al plebiscito de reforma constitucional con casi un 80% de los votos y un nivel de participación inédito. Estos resultados implican abocarse a perfilar las bases institucionales que cualquier Constitución democrática debería asumir como criterios fundantes. La revisión del artículo 1 de la actual Carta Magna deja en claro lo que hay que transformar ya que condensa todo el programa político de sus artífices.
Para tener muy claro lo que hay que transformar, vale la pena revisar el artículo 1 de la actual Constitución, que a modo de preámbulo señala los criterios fundamentales que inspiran el actual régimen institucional. Es un texto muy breve, pero condensa todo el programa político que los redactores desearon implementar, por lo que constituye el fundamento de la institucionalidad. El texto parte con una afirmación incuestionable: “Las personas nacen libres e iguales en dignidad y derechos”. Sin embargo, esa no fue la redacción original, ya que hasta 1999 lo que se señalaba era: “Los hombres nacen libres e iguales…”. Esta reforma fue impulsada por el movimiento feminista, y devela el carácter de la redacción original y el conjunto de esfuerzos que la ciudadanía ha tenido que impulsar para revertir su contenido durante décadas.
Obviamente, la igual-libertad es el fundamento de cualquier Estado liberal doctrinario, y no podría fundarse una República si no reconociera ese principio. Pero es un producto de una herencia jacobina, y refleja la voz democrático-plebeya que logró derribar la sociedad señorial del Antiguo Régimen. Es el Himno a la Alegría de Schiller , convertido en canto revolucionario con la música de Beethoven. Es un ideal cosmopolita, ya que no distingue ni raza, ni nacionalidad, ni otra condición. Es la proclamación de la plena emancipación del género humano. Por esto, para la Comisión Ortúzar [aquella que preparó el anteproyecto de la Constitución del 80] esta primera afirmación era en realidad el problema a resolver.
Según lo que reflejan las actas, varios miembros de esta comisión
redactora añoraban la sociedad estamental, pre-republicana y si pudieran
hubieran vuelto al voto censitario y seguramente hubieran restablecido
el inquilinaje por nacimiento. El problema es que eliminar el principio
de igualdad y libertad supondría renegar del principio que también
permite la dinámica contractual
que funda toda la sociedad actual. Sin ese reconocimiento es imposible sostener la fictio iuris
que permite a los desposeídos traficar jurídicamente como, personas
libres, con su fuerza de trabajo. Las relaciones salariales se basan en
eso. Les cabía construir un programa institucional que, afirmando
formalmente la igualdad y libertad de todas las personas, en la práctica
instaurara la desigualdad como norma. La idea era plasmar una
“oligarquía isonómica” donde unas clases bajas “no enteramente privadas
de la libertad y la igualdad ‘civil’ -y por lo mismo, no esclavizadas-,
sean despojadas de la libertad y la igualdad ‘políticas’. O lo que es lo
mismo, es la idea de una libertad no democrática, o aun
antidemocrática, que pretende la exclusión ‘política’ y la subordinación
‘civil’ de quienes viven por sus manos” (1).
De esa forma se reconoce el principio abstracto de la persona, en
igualdad en cuanto a su capacidad jurídica; pero para después permitir,
por la puerta trasera de la excepción, el regreso de la desigualdad.
Veamos cuales son esas excepciones:
1. La familia patriarcal, propiedad sagrada
El primer dispositivo que el art. 1 instala para desmontar la
igual-libertad es el señalamiento de la familia como “núcleo fundamental
de la sociedad”. Se está pensando en la definición de familia de Andrés
Bello y que se plasmó en el Código Civil de 1855. De esa forma se
asimila “familia” al núcleo humano fundado en el matrimonio civil. Como
señala Domènech “la familia era la célula de base de la sociedad del
Antiguo Régimen”. Y ‘familia’ -del latín famuli: esclavos,
siervos- seguía denotando, como en la Edad Media, no sólo el núcleo
restringido de parentesco, sino el amplio, y aun amplísimo, conjunto de
individuos que para vivir dependían de un señor, entendido como Pater Familias” (2). De acuerdo a esto la familia es una propiedad a “proteger” en tanto
esfera de dominio privado y privativo del Pater Familias, dueño
de un patrimonio, humano y pecuniario, en tanto “Jefe del hogar” Sin
embargo sabemos que a la sociedad actual la construyen relaciones
familiares muy diversas, que no caben en los parámetros sociales de
1855. Sólo una mirada somera al entorno nos muestra familias
monoparentales, lesbo u homoparentales, familias de acogida, y familias
de hecho, sin vínculo jurídico que las reconozca. Todas estas realidades
familiares no constituyen el “núcleo fundamental de la sociedad”, y sus
derechos carecen de protección Constitucional.
2. El principio de subsidiaridad sin solidaridad
El art. 1 señala: “El Estado reconoce y ampara a los grupos
intermedios a través de los cuales se organiza y estructura la sociedad y
les garantiza la adecuada autonomía para cumplir sus propios fines
específicos”. En esta formulación se advierte el enunciado del principio
de subsidiariedad, que permitirá su interpretación sui generis como
principio de privatización y de restricción de la
acción del Estado en la esfera económica.
Más allá de la perversión conceptual de este artilugio constitucional, el efecto creado es claro: en todas las encuestas aparece claramente que la principal aspiración de la ciudadanía es que sus derechos declarados sean derechos garantizados. En otras palabras, que el Estado garantice los recursos presupuestarios necesarios y las instituciones adecuadas para alcanzar sus condiciones básicas de dignidad y desarrollo humano. Ello presupone una estrategia de desarrollo que genere trabajo digno y estable, una educación de calidad, acceso a la salud, vivienda digna y accesible, un verdadero sistema de previsión social, etc. Este objetivo es el que justifica restablecer la participación pública en la organización del proceso productivo y en la distribución de sus beneficios. El rol del Estado en la esfera productiva, aunque sea excepcional y adecuadamente fundamentada, tiene que abarcar el control efectivo de los principales recursos naturales del país.
3. La trampa del falso Bien Común
En estas décadas la Constitución ha mandatado al Estado, en su
artículo 1, “la promoción del bien común”. Sin embargo, el resultado ha
sido totalmente inverso: la primacía de los intereses de tres comunas
por sobre las necesidades de las 343 comunas restantes. ¿Cómo fue
posible? La primacía de un falso interés general asimiló el “bien
común” al interés de las élites dominantes. La Constitución generó una
forma de entender cada demanda social como un reclamo particular,
atentatorio al interés general del Estado, y por lo tanto produjo formas
de exclusión antidemocráticas deliberadamente consolidadas. Esta es
una de las principales patologías políticas del neoliberalismo. De la
misma forma, las grandes empresas y grupos económicos siempre han tenido
prioridad cuando se han visto afectadas sus ganancias y la continuidad
de sus negocios. En ese caso, la idea de “bien común” se ha interpretado
para instalar al Estado como apoyo de última instancia y soporte
fundamental para mantener sus posiciones, aún a costa de postergar la
garantía de derechos de las trabajadoras y trabajadores, o de las
empresas de menor tamaño,
entendidas como intereses particulares y subalternos.
La idea abstracta del “interés general” o del “bien común” sólo se puede validar a la luz del imperativo de la dignidad, que asume que ninguna persona es un medio, sino siempre un fin. La tiranía de los promedios o la racionalidad costo-beneficio no pueden encontrar justificación desde este principio.
En reacción, la nueva Constitución debe establecer el deber del
Estado de garantizar, en todo momento, la dignidad y el desarrollo
humano. De esta forma la búsqueda del interés general del país no se
puede hacer a costa de generar “zonas de sacrificio” de carácter
territorial, cultural, económico, étnico, regional, o basadas en el sexo
o la orientación de género. Y es necesario establecer
dispositivos institucionales para que el “Bien Común” no se equipare al
bienestar de San Carlos de Apoquindo o de La Dehesa [barrios acomodados
de la capital chilena]. Al contrario, incluso los intereses de una
mayoría demográfica pueden ser sacrificados, pero sólo en tanto se
beneficien las necesidades de minorías históricamente postergadas en
razón del dominio de esas mayorías. Se pueden por lo tanto fundamentar
las medidas de acción afirmativa para pueblos indígenas, regiones
extremas, minorías sexuales, personas en condición de discapacidad, etc.
A la vez este criterio permite estimular y dar ventaja a los sectores
de las Pymes, especialmente si adscriben a procesos que contribuyan al
mejoramiento de las condiciones ambientales y sociales de su entorno.
Y puede servir para sancionar o postergar a las empresas que no inviertan en innovación técnica y productiva, como parte de un programa que busque el desarrollo científico y tecnológico del país.
4. El resguardo de la seguridad nacional
El art. 1 señala el deber del Estado de resguardar la Seguridad
Nacional. Dicho eso en 1980 se debe interpretar bajo las nociones
propias de la “doctrina de la seguridad Nacional”, que delimita amenazas
y enemigos externos e internos a los cuales abordar mediante formas de
exclusión jurídica y ataque militar. De esa manera se faculta a las
fuerzas armadas para asumir el orden interno, bajo el pretexto de
combatir ideologías, organizaciones o movimientos que alteren la
seguridad del Estado. Una nueva Constitución debe rechazar esta doctrina
y asumir la idea de Seguridad Global que surge del informe Our Global Neighborhood
(1995), de la Comisión de Gestión de los Asuntos Públicos Mundiales de
la Secretaría General de la ONU. Este concepto no se centra en la
seguridad de los Estados, sino en la seguridad de las personas y del
planeta. Entre las amenazas a responder se deben incluir las crisis
sociales y financieras, los conflictos étnicos, el
terrorismo, las ciberamenazas, el crimen organizado, el narcotráfico, el
desplazamiento de poblaciones por razones climáticas, la degradación
ambiental, la trata de personas, el desarraigo cultural y la falta de
cohesión e integración social, entre otros.
5. La falacia de la igualdad de oportunidades
El último dispositivo anti-igualitario que introduce el art. 1 es su
mandato al Estado de “asegurar el derecho de las personas a participar
con igualdad de oportunidades en la vida nacional”. Lo buscado sería que
la gente disponga de iguales alternativas para desarrollar sus
potencialidades. Se reconoce así una desigualdad de orígenes y de
trayectorias de las personas, pero para superar
esta condición bastaría con eliminar barreras de entrada a una oferta,
de modo que no se discrimine arbitrariamente unos ciudadanos de otros en
el ingreso a una universidad, un centro recreativo, etc.
La igualdad de oportunidades se construye desde bases estrictamente individualistas, bajo un Estado regulador-pasivo del mercado. Se opone a lo que Eric Maurin ha llamado “igualdad de posibilidades”. Esta mirada se expresa, por ejemplo, en el mandato activo de la Constitución española: “Corresponde a los poderes públicos promover las condiciones para que la libertad y la igualdad del individuo y de los grupos en que se integra sean reales y efectivas; remover los obstáculos que impidan o dificulten su plenitud y facilitar la participación de todos los ciudadanos en la vida política, económica, cultural y social” . “Remover obstáculos” implica que el Estado ingrese a una esfera que la actual Constitución quiso dejar clausurada. Hasta ahora.
1. Antoni Domènec, El eclipse de la fraternidad. Una revisión republicana de la tradición socialista. Akal, Madrid, 2004.
2. Ibídem; Eric Maurin, L’égalité des possibles. La nouvelle société française, La République des idées, Seuil, París, 2002; Constitución española, art. 9/2.
* Rector de la Universidad Academia de Humanismo Cristiano.
https://www.eldiplo.org/notas-web/el-fin-de-la-constitucion-pinochetista/