Hablar de corrupción política sería, de cierta manera, hablar de su percepción, así como hablamos del clima económico o de la seguridad ciudadana. Una percepción que estaría apoyada en realidades más o menos concretas, como puede ser el ritmo de expansión del PIB para crear buenas o malas expectativas económicas, o la fuerza de un […]
Hablar de corrupción política sería, de cierta manera, hablar de su percepción, así como hablamos del clima económico o de la seguridad ciudadana. Una percepción que estaría apoyada en realidades más o menos concretas, como puede ser el ritmo de expansión del PIB para crear buenas o malas expectativas económicas, o la fuerza de un crimen y su consiguiente conmoción social. En corrupción pasaría algo similar: el conocimiento de algunos casos y su difusión modelarían la percepción ciudadana.
Partimos de la base que durante los últimos años ha habido casos de corrupción política, de los cuales unos pocos han sido sancionados por los tribunales. Aun cuando estos eventos tal vez no sean suficientes para afirmar que la corrupción es una práctica generalizada de los administradores públicos, sí lo han sido para alterar el clima de percepción pública. Del imaginario social que hace décadas afirmaba que Chile era un país probo, hoy hemos pasado a afirmar que la corrupción existe en la gestión política.
Hay, sin embargo, matices importantes en estas afirmaciones. Los informes que de manera más o menos periódica emite la organización Transparencia Internacional ubican a Chile entre los países menos corruptos del mundo, lo que desmentiría la afirmación precedente. Aun así, esta organización -que coloca a Chile entre los veinte países más transparentes- ha detectado que existe una percepción social que apunta hacia un aumento en la corrupción. Lo que dice Transparencia es que, más que corrupción, existe una percepción de corrupción.
El derechista Instituto Libertad y Desarrollo (LyD) ha venido realizando desde hace unos años su propia encuesta sobre corrupción, cuya metodología se basa en plantear a empresarios y ejecutivos una serie de situaciones cotidianas con el sector público que buscan una evaluación ética. Operaciones consignadas como prácticas convencionales pueden convertirse en un mal hábito o, derechamente, en una acción ilícita. La línea entre la irregularidad administrativa y lo francamente ilegal, aun cuando ha estado muy desdibujada, hoy muestra una mayor claridad. Pese a no existir total consenso respecto a cuáles son los malos recursos en los que cae un empresario que opera con el sector público, todos saben, en mayor o menor grado, de qué se está hablando.
El último sondeo, publicado en abril pasado -antes de los últimos casos- muestra una «leve tendencia a la baja entre los años 2002 y 2004, registrándose en una escala de 0 (mínimo) a 10 (máximo de corrupción) un 5,6 para 2002, un 5,5 para 2003 y un 5,1 para 2004. En cuanto a la evolución en el tiempo, mientras en 2002 una mayoría (52,7 por ciento) consideraba que la corrupción era mayor que hace un año, hoy la mayoría (44,3) piensa que la corrupción se mantiene igual. En tanto, respecto al futuro, mientras en 2003 el 36,7 por ciento de los encuestados pensaba que la corrupción sería mayor en el futuro, hoy 40,8 opina de esta forma».
A la encuesta de LyD podemos añadir otra interpretación, la que surge de la relación de las respuestas con la agenda informativa. Durante 2002 y 2003 la prensa estuvo dedicada en gran parte a denunciar las irregularidades de los llamados casos Coimas, Inverlink y Gate, los que durante los últimos meses han prácticamente desaparecido de las portadas.
ESTRATEGIA POLITICA
Así había sido hasta comienzos de junio. La denuncia de la derecha sobre contratos de asesorías otorgados por Codelco a la empresa Gescam -de la que son socios Hernán Durán, cuñado de Ricardo Lagos, y Hernán Sandoval, amigo del presidente y actual embajador en Francia-, a la que se suma otra denuncia hecha por una ex funcionaria del área de Comunicaciones del Ministerio de Obras Públicas sobre otros tres contratos supuestamente irregulares otorgados a la misma empresa, han puesto nuevamen-te el tema de la corrupción en el centro de la agenda política y medial. Dos denuncias que apuntan esta vez directamente al presidente Lagos y a su gobierno a sólo seis meses de las elecciones presidenciales. La denuncia, que ha sido levantada por los medios, se inscribe -y no hay otra lectura posible- en la campaña presidencial. Pero no por la oportunidad -que es oportunismo político-, estamos en el terreno del oprobio, como ha querido argumentar La Moneda. Los antecedentes, que se han presentado con nombres, RUT, fechas y montos, son reales y no corresponden a una mera calumnia.
Lo que hace la derecha en estos días es refrescar un poco la memoria y traer nuevamente a la primera línea de discusión los casos de corrupción durante los gobiernos de la Concertación, estimula el oído con nombres tales como caso Coimas, Indap, MOP-Gate, Corfo-Inverlink, indemnizaciones, ProChile, etc.
Como hemos señalado, habría una muy tenue y difusa línea que separa lo ilegal de lo legal en estas acciones; por lo general, hablamos de faltas a la ética pública, las que no necesariamente juzgan los tribunales, sino la opinión pública, que es el electorado. Las mal elaboradas acusaciones de nepotismo hechas por parlamentarios de Renovación Nacional sólo buscan, en los minutos preliminares a la campaña electoral, irritar a una ciudadanía que padece la inequidad y la carencia de oportunidades.
Las acusaciones de corrupción, que son hoy la verdadera arma política de las democracias -cuyas causas trascienden estas líneas- están ligadas a muchos factores, y tienen el poder de derribar gobiernos. Al observar la prensa internacional en estos días podemos detectar tres casos de gravedad: el presidente Lula perdió la semana pasada a su jefe de gabinete, José Dirceu, por acusaciones de soborno y en Sudáfrica, el presidente Thabo Mbeki ha anunciado el cese del vicepresidente Jacob Zuma, considerado como el más probable jefe de Estado a partir de 2009, por estar vinculado en un escándalo de corrupción. Y el mismo secretario general de la ONU, Kofi Annan, enfrenta una difícil situación por su hijo, Kojo Annan, quien se habría visto beneficiado con contratos en la reconstrucción de Iraq. Ante estos antecedentes internacionales, las acusaciones de corrupción que levanta en Chile la oposición están orientadas a los mismos objetivos: deteriorar o derribar gobiernos.
Surge, en cualquier caso, una gran duda. El gran cisma entre los sondeos de Transparencia Internacional y los casos de corrupción que inundan nuestra prensa. ¿O hay que considerar a la prensa chilena como un mero instrumento de la derecha, que amplifica nimiedades con fines políticos? El sondeo de Transparencia está elaborado sobre la base de encuestas a hombres de negocios que evalúan la corrupción en relación a operaciones internacionales. No consideran la corrupción pública interna. La explicación de esta contradicción la entrega el profesor de la Universidad de Chile Patricio Orellana en su ensayo «Probidad y corrupción en Chile: el punto de quiebre», publicado en la revista Polis Nº 8 de la Universidad Bolivariana, en el cual señala a la hipocresía como rasgo nacional. Otra explicación de este desfase serían las interesadas respuestas de los ejecutivos para evitar manchar la imagen internacional -tal vez también hipócrita, decimos- de Chile. La ropa sucia se lava en casa, sería el criterio que empujaría a estos ejecutivos a negar la corrupción ante los observadores internacionales.
VICIOS PRIVADOS
Un curioso aspecto de la citada encuesta de LyD es su estimación a priori de la existencia generalizada de este mal, lo que queda revelado en preguntas tales como: «¿Qué porcentaje del costo de los negocios se gasta en pagos ilícitos?» En otras palabras, el sector privado al operar con el área pública habría de considerar, como práctica habitual, un ítem a pagos irregulares.
Nos queda la idea de una costumbre generalizada, cuyos orígenes temporales, sin embargo, no están muy definidos. Existe -nos dice la opinión pública- y va en aumento. Son, asimismo, operaciones incrustadas en todo el aparato público: casi un 60 por ciento de los entrevistados no las denuncia por temor a represalias o por no ver ningún efecto en esta acción. Afirman que se trataría de un aspecto más de las convenciones nacionales, un mal hábito social.
Lo que nos entrega el sondeo es también lo que no muestra. Es el conocimiento más o menos directo que tiene el sector privado de estos ejercicios y su gran capacidad de adaptación a una administración corrupta. Empero, podemos preguntarnos si el sector privado es siempre una candorosa víctima de la perversidad del aparato público. Esto es, en una primera impresión, lo que se ha intentado difundir. El caso de Lucchetti en Perú -recordemos las grabaciones que registraron las oblicuas operaciones de los ejecutivos chilenos ante Montesinos- no puede ser más expresivo.
No tenemos aquí cándidas palomas ante un pérfido Leviatán. Los registros periodísticos -y de tribunales- están atestados de casos muy poco nobles entre privados, los cuales quedan en el imaginario público como una simple faceta del pobre espíritu humano. A nadie se le ha ocurrido apuntar al deterioro del alma nacional por los copiosos fraudes entre privados. La estafa de Eurolatina no es menos infame que el escándalo Inverlink.
Patricio Orellana plantea que, según los grandes historiadores, durante gran parte de la historia de Chile no ha habido casos de corrupción significativos, situación que cambia a partir de la dictadura militar, cuando la corrupción comienza a aparecer de forma subrepticia hasta generalizarse. Con el retorno a la democracia, señala Orellana, se considera que la probidad seguirá siendo una característica nacional, pero la corrupción se mantiene y sigue desarrollándose mientras que paralelamente, los nuevos valores que elogian el individualismo crean las condiciones para su expansión.
FENOMENO NUEVO
La preocupación mundial por la corrupción, según la tesis de Orellana y otros autores, es un fenómeno nuevo que surge con el fin de la guerra fría, al impulsar cambios en los organismos financieros internacionales. La condición de aliada de Occidente dejó de ser suficiente para que una nación fuera candidata a créditos; ante la evidencia de la desaparición de las ayudas en los bolsillos de funcionarios corruptos, los organismos comenzaron a exigir transparencia en la gestión gubernamental. Hoy, instituciones como el Banco Mundial o el Fondo Monetario Internacional sugieren o recomiendan -que es una exigencia implícita- políticas de transparencia. El tema se introduce en las agendas políticas de todos los gobiernos del mundo a partir de la caída de los socialismos, lo que en Chile coincide -tal vez de manera desafortunada, podríamos decir con cierto cinismo- con el retorno de la democracia.
Chile había sido un caso aislado de probidad en América Latina, afirma Orellana. Y la explicación a este fenómeno radica en la ausencia de gobiernos dictatoriales y en la alternancia en el poder. Aun cuando pudo haber casos y ciertas prácticas, como el cohecho, éstas no marcaron de manera significativa la vida política nacional. De hecho, ningún historiador o cronista ha destacado este fenómeno en sus páginas.
Otra tesis podría desarrollar una interpretación diferente: la corrupción siempre ha existido en Chile y ha sido una práctica común para la oligarquía, la que el resto de la población ha observado como un hecho natural. A partir de los noventa, y como consecuencia de los cambios en el mundo, la corrupción, que siempre había existido, pasó a ser un tema político. Es posible que esta teoría pueda también elevarse como un argumento, pero lo que no consigue es justificar las malas prácticas y la falta de ética ante una opinión pública y una prensa cada vez más sensible.
Con la instauración de la dictadura ha habido un giro radical en la manera de gestionar el Estado. Como consecuencia más evidente, tenemos que Augusto Pinochet ha pasado a la historia, junto a otras tantas circunstancias, como el primer gobernante chileno que se enriqueció -él y su familia- ilegalmente. Un fenómeno que por cierto se replicó en su administración, a veces de manera sibilina y en otras ocasiones de manera explícita, con el dictado de decretos que favorecían abiertamente a sus correligionarios.
Los casos conocidos e investigados, que probablemente sean sólo escasos ante un volumen mucho mayor, se pueden recordar: el despido de 200 mil funcionarios, los sobresueldos de todos los jefes de la administración pública, el proceso de privatización de las empresas públicas y su venta a inversionistas afines a la dictadura, las presiones sobre el Poder Judicial, indemnizaciones a todo evento a los directivos de empresas públicas y la ley de amarre de los directivos públicos, entre otros varios casos.
DE LA DICTADURA A LA DEMOCRACIA
Con el retorno a la democracia no se produce un retroceso en estos aspectos, sino una continuidad, que, como tantas actitudes sujetas a los hábitos, pasa ser natural con los años. Según señala Orellana, «los nuevos políticos que ocuparon los cargos directivos de la burocracia se adaptaron casi de inmediato a la estructura autoritaria vigente, especialmente porque asignaba a los jefes un rol destacado. En consecuencia, nadie rechazó las costumbres establecidas por los militares como los sobresueldos no declarados, el pluriempleo, las indemnizaciones a todo evento y la exaltación jerárquica, propia de la estructura militar». Junto a esta adaptación ocurría otro fenómeno derivado de los cambios en la gestión política: «La ideología de la globalización impregnaba a la clase política civil y el materialismo y el exitismo se transformaban en valores vigentes. La teoría administrativa moderna exaltaba el rol del gerente público y justificaba que como agentes del desarrollo debían recibir altas remuneraciones».
El Instituto Libertad y Desarrollo, en su catastro de estas irregularidades, ha detectado durante el período democrático, entre 1989 y 2003, un total de 282 casos, de los cuales 169 corresponden a municipalidades, 37 a servicios públicos, 26 a empresas del Estado, 23 a ministerios, once a tribunales, diez a policías y fuerzas armadas, cuatro a gobiernos regionales y dos a otras reparticiones.
A partir de entonces, lo que tenemos es una seguidilla de casos de corrupción, algo que, con la excepción de la dictadura, nunca había ocurrido o se había registrado en la historia de Chile. A partir del retorno a la democracia lo que observamos -señala Orellana- es un deterioro ético, el que ha quedado en evidencia con las tesis de los gobiernos de Aylwin y Frei. Aylwin, que levanta la idea de la «justicia en la medida de lo posible», logra como resultado «establecer la impunidad a las violaciones de los derechos humanos y como subproducto, paralizar cualquier investigación en el plano de la corrupción que provoque reacciones similares. La receta es el olvido».
Frei amplificó estas políticas. «Su orientación pasó a ser claramente una real politik pragmática que culminó cuando ordenó al Consejo de Defensa del Estado que suspendiera las investigaciones sobre los cheques por tres millones de dólares de fondos del Ejército que Pinochet había pagado a su hijo». Pero avanzó en esta línea aún más. «La ley de Probidad y Transparencia, dictada en ese gobierno, cambió los principios éticos vigentes en la administración pública y de una ética de principios se pasó a una ética relativista, lo que se destacó con la disposición que los funcionarios públicos pueden recibir regalos de los usuarios, lo que estaba taxativamente prohibido en la ley anterior. El resultado de esta política condujo al auge de la corrupción que se extendió por toda la administración pública, la que adquirió dimensiones incontrolables en el siguiente gobierno de Lagos».
Como señala Orellana, durante el actual gobierno la corrupción se ha generalizado. Los casos más graves muestran que se han instalado redes de corrupción que mueven millones de dólares y alcanzan a las altas esferas. Junto a esta estructura de redes, el autor detecta una «feudalización» de la administración pública. «Poco a poco los partidos de la Concertación empezaron a adquirir derechos sobre ciertos servicios públicos, y ellos quedaban a cargo de un partido determinado incluso cuando había cambios de presidentes. La feudalización se concentró especialmente en el Partido Demócrata Cristiano, que por ser el más importante y tener en sus filas a los dos primeros presidentes, pudo institucionalizar estas prácticas. Dicho partido ejerce el derecho a la dirección casi absoluta del Servicio de Aduanas, Indap, Enap, Corfo, Codelco, Esval, y otras».