Hace unas pocas semanas, la no admisión en Cuba de un diputado del Partido Popular dio pie a una agria polémica entre el PP y el PSOE sobre las relaciones de España con el país caribeño. El hecho hizo evidente que estos partidos tienen visiones distintas al respecto y la discrepancia determina una política oscilante […]
Hace unas pocas semanas, la no admisión en Cuba de un diputado del Partido Popular dio pie a una agria polémica entre el PP y el PSOE sobre las relaciones de España con el país caribeño. El hecho hizo evidente que estos partidos tienen visiones distintas al respecto y la discrepancia determina una política oscilante e incierta según quien gobierne. Pero estas contradicciones no se dan únicamente con Cuba, sino que han estado presentes de forma constante en la política española hacia Latinoamérica, haciendo tarea imposible identificar las líneas maestras que suponen guiar las relaciones con esa región.
El episodio de Cuba debe sumarse a otros pasados para disponer de una perspectiva más amplia sobre las pendulares relaciones de España con Latinoamérica, que permiten explicar la progresiva devaluación de cumbres latinoamericanas como la que ahora empieza en Costa Rica, que es efecto -no causa- de la frivolidad e impericia con que España ha conducido su política hacia Latinoamérica. Una región, vale recordar, extensa, rica y compleja dentro de su afinidad básica, con estados poseedores de un bagaje político de casi 200 años de independencia.
Cuando el golpe de Estado contra Hugo Chávez en abril de 2002, el embajador español en Caracas fue el único, junto con el de EEUU, en visitar y saludar al presidente espurio mientras en Madrid destacados miembros del PSOE apoyaban el golpe militar, calificando de golpista al propio Chávez. Gobierno y PSOE quedaron en situación de pasmo cuando, dos días más tarde, Chávez retomó el mando y los golpistas fueron detenidos o huyeron al extranjero. El error resultó tanto más garrafal cuanto que una vasta mayoría de países americanos repudió el intento golpista y la Organización de Estados Americanos (OEA) rechazó el derrocamiento de Chávez.El compromiso español con la democracia se reveló vidrioso, sin que las posteriores y forzadas rectificaciones borraran el desatino.
Las crisis cíclicas con Cuba, donde España es el primer inversor, debidas al tema de los derechos humanos políticos (que no económicos y sociales, en los que Cuba ocupa el primer lugar en la región) contrastan con la tolerancia hacia otros países con un récord estremecedor en violaciones de todos los derechos humanos.
Resulta inexplicable condenar a Cuba al tiempo que se venden armas a Colombia, país donde anualmente son asesinados centenares de dirigentes campesinos y sindicalistas. O permanecer indiferente ante las violaciones masivas de esos derechos en Guatemala o Perú, con decenas de muertos. Es deseable que España sostenga una política de defensa de los derechos humanos, pero no que la aplique de forma selectiva, guiada por conveniencias políticas o para ganar puntos ante alguna superpotencia. Un juego así le resta credibilidad y agosta las posibilidades de España de desempeñar un papel más constructivo en la región. Falta de coherencia, la política hacia Cuba es remedo de la de EEUU, obstinada en provocar la caída de su Gobierno. El fracaso de esa política ha sido denunciado por los empresarios españoles, que hace pocos días abogaban por un claro reforzamiento de las relaciones hispanocubanas.
Las cumbres latinoamericanas son naves sin derrotero y algunas de ellas, como la celebrada en La Habana en 1999, bordearon la catástrofe, debido a la arrogancia de José María Aznar con el presidente anfitrión, Fidel Castro. El choque se repitió en la Cumbre de Panamá, dejando un sabor amargo por el escaso respeto que demostraba hacia un país soberano en un foro que supone ser de concordia y entendimiento, en una región que repudia las actitudes imperialistas, que dieron origen al principio de no intervención.La falta de metas y de tacto diplomático ha convertido las cumbres en una forma cara de turismo diplomático, sin más propósito que hacer fotos de grupo para transmitir la imagen de una concertación que no existe. Lo que podría ser un foro excepcional de proyección y presencia internacional, desde el que promover y fortalecer intereses comunes en el mundo, se ha reducido a un rito banal del que huyen, cuando pueden, muchos jefes de Estado.
Las multinacionales españolas, nacidas de la privatización de las empresas públicas, se han convertido en muchos países en sinónimo de depredación y abuso ante la indiferencia de las autoridades españolas, que no parecen valorar el impacto que esas empresas están produciendo en las relaciones bilaterales y regionales, al deteriorar fuertemente la imagen de España y hacerla, en algunos casos, sinónimo de expolio. El sentido común aconsejaría elaborar un código mínimo de conducta para estas empresas, en muchas de las cuales el Estado posee la llamada acción de oro, que le permite controlar las grandes decisiones, de forma que sus prácticas tengan un marco de referencia que no haga odiosa su presencia.
Casi a modo de anécdota, diré que un cónsul español en la Córdoba argentina denigró las culturas indígenas y alabó la colonización europea, con olvido imperdonable de la miseria y humillación que siguen sufriendo decenas de millones de indígenas a causa, justamente, de esa colonización. El episodio es revelador del sentimiento subyacente en una parte significativa del diplomáticos y políticos españoles y causa de variados incidentes sin que, hasta la fecha, nadie se haya tomado en serio educar a esos émulos del Ku Klux Klan y de su mito de la superioridad del hombre blanco y la inferioridad de los pueblos indígenas. El exabrupto de la ex ministra del PP y vicepresidenta de la Comisión Europea, Loyola de Palacio, deseando la muerte de Fidel Castro, es otra muestra del menosprecio al que se puede llegar.
La surrealista polémica por la ausencia de tropas americanas en el desfile del pasado 12 de octubre lleva a otra reflexión sobre las relaciones hispanoamericanas. Es comprensible que, en un momento dado, desfilen soldados de EEUU como expresión de la solidaridad española por la tragedia del 11-S. La pregunta que nadie se hizo, al menos públicamente, es por qué en una fecha que celebra el Día de la Hispanidad -entendiéndolo como el día en que se rinde homenaje al conjunto de países y pueblos que comparte el acervo hispánico- no desfilan las banderas que deberían, por lógica, desfilar, que son las de los países latinoamericanos, y sí lo hagan las de EEUU, Francia o Italia, presencia lógica en un día que homenajeara a la OTAN o a la UE, pero no en el dedicado a la Hispanidad.
El sentido común sugiere que el Día de la Hispanidad debe servir para fortalecer los vínculos comunes, ampliar el conocimiento mutuo y mostrar la voluntad de caminar juntos en unos proyectos compartidos. No sucede así. Los latinoamericanos en España celebraron el 12 de octubre por su cuenta y por separado, mientras allende el Atlántico los indígenas se manifestaban contra los residuos de colonialismo, racismo e intolerancia que todavía sufren como descendientes de los vencidos. Pocos reparan en el significado de celebraciones tan disímiles que evidencian que, en España, poca importancia se da realmente al significado y trascendencia a la Hispanidad. Si el 12 de octubre se celebra como homenaje a lo español, le sobra el término Hispanidad. Si quiere ser homenaje a España y lo hispánico a uno y otro lado del mar, la ausencia latinoamericana es, simplemente, inexplicable.
Ni siquiera en el delicado tema migratorio hay una política clara. Buscando reducir y controlar el flujo que se daba, España canceló los acuerdos de libre circulación con una serie de países, entre ellos Colombia y Perú, lo que no ha impedido que nacionales de esos países formen algunas de las colonias más grandes en territorio español. Ciertamente, no se puede pedir una política de puertas abiertas, pero sí, al menos, un trato diferenciado, aunque sea como forma de corresponder a la política de puertas abiertas que Latinoamérica ha tenido y sigue teniendo hacia la emigración española. En el presente, 1,4 millones de españoles vive en Latinoamérica, cifra que pocos en España conocen y que debería recordarse continuamente, para que no quede en el olvido que Latinoamérica ha sido, por más de 500 años, tierra de promisión para los desheredados de España. Dado el peso que tiene la emigración en ambas orillas, debe adoptarse una política que facilite la regularización de los latinoamericanos.
España es una potencia media que no puede sustentar su papel en el mundo en factores militares o económicos y, menos todavía, en políticas intervencionistas, calco de las desarrolladas por EEUU. Su mayor potencialidad es política y esta potencialidad, a su vez, se vería reforzada si se insertara en un ámbito mayor que, por razones históricas, culturales y económicas, es Latinoamérica.Por su condición europea, España está llamada a promover los intereses latinoamericanos en este continente; por herencia histórica, debe ser el puente natural entre Europa y Latinoamérica. Para optimizar esta doble condición es preciso diseñar políticas coherentes de corto, mediano y largo plazo que eviten los bandazos y hagan de España un socio respetuoso y constructivo en el ámbito latinoamericano.
Resulta lamentable apoyar golpes de Estado en un continente que ha sufrido terriblemente para instaurar unos sistemas democráticos que, con todos sus enormes fallos, son siempre mejor alternativa que las dictaduras fascistas que asolaron la región. También carece de sentido que, en el seno de la UE, España encabece la línea más dura contra Cuba, justo cuando la región está viviendo cambios trascendentales y países relevantes como Brasil, Argentina, Venezuela o Uruguay relanzan las relaciones con la isla. Una política, dicho sea de paso, que es la más dura de la UE contra un país del Tercer Mundo que no se encuentre en guerra ni en ninguna situación excepcional. Ni Francia ni Gran Bretaña actúan así contra países de la Francofonía o la Commonwealth, salvo casos extremos y transitorios como Burundi o Zimbabue. Y lo que es más grave aún: España marcha en dirección contraria a la región, lo que la deja aislada y con escasos y poco significativos interlocutores.
España requiere de una política de Estado que ponga a salvo las relaciones con Latinoamérica de los bandazos del presente. Una política no sujeta a rivalidades internas, a vaivenes políticos y a estridencias ideológicas vicarias de una superpotencia que, además, desconfía de la presencia europea en su área de influencia.Una política similar a la que sigue con la UE, que no varía en sus objetivos y propósitos gobierne quien gobierne. La diferencia de trato que los gobiernos españoles dan a una y otra región es medida del poroso interés con que España aborda las relaciones con Latinoamérica comparadas con la UE. En Europa, España juega en serio y actúa en consecuencia; con Latinoamérica se mueve según los vientos que soplen. Un hecho ilustra la discriminación.La Fundación Príncipe de Asturias otorgó el premio de Cooperación Internacional de 2004 al programa Erasmus de intercambio de estudiantes entre universidades europeas. El Gobierno de Aznar, por el contrario, redujo drásticamente las becas de estudio que otorgaba la AECI a estudiantes latinoamericanos.
Mientras no se asuman criterios sólidos, la política latinoamericana desde Madrid seguirá siendo un barco de velas precarias y timón inestable. Un marco demasiado endeble para pensar que Latinoamérica en verdad importa y que España es un socio fiable, con el que hacer planes a mediano y largo plazo. Podrían las autoridades, para cambiar el rumbo, tomar de ejemplo a las Academias de la Lengua, admirables en su esfuerzo de limpiar, fijar y darle esplendor al patrimonio común de españoles y latinoamericanos. Así se evitaría que la política española, como estas cumbres, se desvanezca hasta diluirse en nada.
* Augusto Zamora R. es profesor de Derecho Internacional y Relaciones Internacionales en la Universidad Autónoma de Madrid.