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El Frente Amplio y la revuelta, génesis de un callejón sin salida

Fuentes: Revista Rosa

Paradójicamente, mientras Chile vive la mayor revuelta desde la vuelta a la democracia, el Frente Amplio es (probablemente inintencionalmente) arrojado a un callejón sin salida por la invitación del gobierno a una reunión para encontrar una salida a la crisis. El Frente Amplio se ve atrapado entre dos malas opciones: restarse, arrojándose al mismo abismo […]

Paradójicamente, mientras Chile vive la mayor revuelta desde la vuelta a la democracia, el Frente Amplio es (probablemente inintencionalmente) arrojado a un callejón sin salida por la invitación del gobierno a una reunión para encontrar una salida a la crisis. El Frente Amplio se ve atrapado entre dos malas opciones: restarse, arrojándose al mismo abismo que el resto de la clase política incapaz de dar una solución al conflicto; o sumarse, arriesgándose a legitimar un sangriento estado de emergencia y plegarse a la inepta gestión del gobierno de Piñera. A más de dos años de su fundación oficial, y a 8 años de la revuelta social que ayudó a su génesis, el Frente Amplio está nuevamente atrapado entre la calle y el gobierno.

No es difícil ver la trayectoria que deja al Frente Amplio en esta posición si se considera que, al menos en gran parte, la revuelta de hoy es llevada por una versión ampliada y radicalizada de la alianza social que se moviliza el 2006 y el 2011. Sin embargo -y acá está la paradoja- esta alianza se encuentra en un estado más inorgánico que en sus anteriores manifestaciones. Si el Frente Amplio pone como condición para participar en una mesa que participen las organizaciones sociales, se encuentra con un muro deprimente: no hay nadie a quién invitar. Fuera de las fantasías del gobierno, no hay organizaciones claras (¿o, por lo menos, públicas?) que puedan arrogarse la conducción, siquiera la convocatoria de las movilizaciones de los últimos días. Pero, por eso mismo, tampoco es totalmente incorrecto que de asistir el Frente Amplio estaría suplantando a las movilizaciones.

Ambas malas opciones son resultado del ya tradicional diagnóstico del abismo entre sociedad y política de la transición. Lejos – de hecho, muy lejos – de haber tendido un puente en ese abismo, el Frente Amplio ha sido justamente lo que el peor pesimismo izquierdista vaticinaba: su aparición fue parasitaria, en vez de fortalecedora, de la alianza social de la que provenía.

Revisemos. En su debut electoral, el Frente Amplio no sólo logra los mejores resultados para la izquierda en décadas, sino que además posiciona a importantes voceros de su mayor base social -el movimiento estudiantil universitario- en el parlamento. Aparte, el Frente Amplio logra retener la mayoría de las vocerías en las universidades. Sin embargo, aún con una fuerza cuyo objetivo declarado es fortalecer las organizaciones sociales teniendo casi total control político de las organizaciones que lo componen, el movimiento estudiantil universitario ha estado en su punto de mayor debilidad desde el 2011, con una FECH sin quórum y una FEUC burocratizada y en constante amenaza de ser controlada por la derecha. Más aún, incluso cuando -probablemente- muchos de los que se manifiestan hoy son estudiantes universitarios, su participación es inorgánica: la CONFECH, quien fuera el vocero más legítimo del malestar social hace apenas unos años, parece no existir en el momento de mayor algidez social de las últimas décadas.

Las otras grandes movilizaciones transversales de los últimos años dan también razones para ser pesimistas. Lejos de tener incidencia en él, el movimiento feminista pasó por el lado de las dirigencias del Frente Amplio, a pesar de venir en gran parte desde las universidades y haber actuado en ellas (peor aún, el movimiento llevó en parte a la renuncia de su presidencia en la FECH que terminó de gatillar la crisis orgánica que vive hoy la federación). Si bien algunas vocerías lograron acoplarse y ser parte del movimiento después de avanzado el tiempo, la relación fue tensa sobre todo en el espacio social del que proviene y que controla el Frente Amplio. La relación no fue más estrecha tampoco durante el estallido del conflicto de las AFP. Incluso en el presente conflicto, los secundarios actuaron en gran parte por fuera de las orgánicas que hace no tantos años tenían.

Obviamente, lo que sea que haya hecho o dejado de hacer el Frente Amplio no es la única razón para el declive de la organicidad de la movilización social. El Frente Amplio no es el único culpable de ello. Sin embargo, sí es el gran, si no el único responsable. Después de todo, al menos en un inicio se reconocía como parte de movilización -la proyección política de la organicidad del movimiento social-y, por lo tanto, está al menos interesado en que esta organicidad exista. Tampoco quita esto que haya militantes del Frente Amplio en estas movilizaciones – es bastante claro que siguen siendo parte de asambleas, federaciones, colectivos, etcétera. Pero es evidente por los resultados visibles que la existencia de la colectividad ni facilita ni hace más efectivo su trabajo organizativo, a pesar de su trayectoria electoral ascendente.

El historial reciente del Frente Amplio y la posición que ha construido al otro lado del muro entre lo social y lo político hacen difícil imaginar que su posición al comenzar la revuelta podría haber sido mucho mejor de lo que fue. Sin embargo, su actuar durante las manifestaciones no ha hecho más que profundizar ese problema. Las erráticas condenas a la violencia mostraron su incapacidad de situarse fuera de los marcos de la transición al interpretar la protesta social. La confusión respecto al voto de la suspensión del pasaje en el Congreso reveló la ambivalencia de su conexión con la revuelta. Haber votado y seguido participando en las sesiones parlamentarias, sumado a -al momento del cierre de este texto-negativa a participar en la invitación del gobierno, muestran lo naturalizado que está la división entre su actuar político en el Congreso y fuera de él: las condiciones de ambas son las mismas, pero las sesiones y votos parlamentarios parecen ser más naturales o menos problemáticos que la incidencia política institucional extraparlamentaria.

Caso aparte es la insistencia en priorizar la reducción de la dieta parlamentaria en un contexto de revuelta desesperada por condiciones materiales humillantes. Aparte de revelar el radical ensimismamiento en el parlamento, para el Frente Amplio el «símbolo» de la reducción de la dieta parece estar en el mismo nivel que el aumento del sueldo mínimo. Este es el tipo de acciones que realiza un movimiento que ve la revuelta como un agente externo que le regala una oportunidad para llevar a cabo su propia política, y no como la proyección a la política de la revuelta, procurando que sus embistes se vean reflejados en victorias materiales en la dirección que reclaman. Termina, de nuevo y casi para su sorpresa, descubriéndose como parte -la parte progresista, pero parte al fin y al cabo- de la clase política.

Lejos de haber sido inevitable, lo que revela el actuar del Frente Amplio durante las revueltas es que su posición actual de desconexión ha sido fruto de decisiones tácticas y estratégicas durante los últimos años. Tal como lo ha sido en estos últimos días, la relación del Frente Amplio con las orgánicas de la alianza social de la que proviene pudo haber sido otra. Pero esa posibilidad depende de plantearse seriamente de qué servirá el Frente Amplio en este contexto de revuelta, a la vez de tener la evaluación de su desempeño hasta ahora. Cuando la mayor revuelta en décadas es al mismo tiempo la de menor organicidad, y los incipientes intentos de organizarla pasan nuevamente por el lado del Frente Amplio, el balance no puede ser positivo, aun cuando el futuro siga abierto. Hay tiempo para ponerse al servicio, no sólo de su propio programa o posición de fuerza al interior de los espacios institucionales, sino ser un actor en el fortalecimiento orgánico y programático de esta y las futuras revueltas.

Los últimos días son una oportunidad como hay pocas para que el Frente Amplio enmiende el rumbo que ha venido tomando respecto a la división entre su la política y la sociedad. Pero seguir siendo espectador de las revueltas, por más que se diferencie con los otros espectadores por su afinidad con ellas, amenaza con terminar transformándolo en una herramienta exclusivante para sus propios intereses al interior de la institucionalidad.

* Pablo Contreras Kallens es estudiante de doctorado en la Universidad de Cornell y parte del Comité Editor de revista ROSA.