Durante dos años y dos meses a la cabeza del Ejército, el general Oscar Izurieta Ferrer figura con frecuencia en las páginas sociales codeándose con ricos y famosos, pero poco ha avanzado en el proceso de normalización de esa rama armada y ese mal manejo podría exponerlo a una crisis a nivel de su alto […]
Durante dos años y dos meses a la cabeza del Ejército, el general Oscar Izurieta Ferrer figura con frecuencia en las páginas sociales codeándose con ricos y famosos, pero poco ha avanzado en el proceso de normalización de esa rama armada y ese mal manejo podría exponerlo a una crisis a nivel de su alto mando. Lejos de empeñarse en separar al Ejército de la herencia pinochetista, Izurieta ha negado información a los jueces y se ha pisado la cola en el torpe intento de proteger a oficiales activos vinculados a crímenes de lesa humanidad. Peor aún, en los numerosos casos judiciales en que hay militares implicados, Izurieta aplica lo que él llama «sentido de compañerismo con quienes están caídos» porque «es parte de la tradición militar darles la mano en todo lo que corresponde».
Una muestra clara de «todo lo que corresponde» según el criterio de Izurieta, es el documento interno titulado «Instructivo y Disposiciones para el Personal en Situación Especial», que establece espléndidos privilegios para los represores políticos: tres comidas diarias servidas por un mozo, extensos horario de visitas entre las 9 y 22 horas, un enfermero permanente para atender sus malestares de salud, autorización para el uso del casino de oficiales, gimnasio, cable, Internet, teléfono de red fija a su disposición, periódicos, revistas, estacionamiento para visitas, personal militar a su servicio durante las veinticuatro horas, comidas especiales y vajilla extra. El escrito señala que «ha sido preocupación del mando que estas instalaciones dispongan el máximo de comodidades y áreas de esparcimiento, de manera de hacer más llevadera su permanencia». El general Izurieta pasa por alto que tales condiciones de lujo penal para homicidas y secuestradores contradicen el principio de igualdad ante la ley y son financiadas por todos los chilenos, lo que daña además la imagen de la totalidad de la institución frente a la ciudadanía y a una prensa cada vez más vigilante.
Frente a la petición de colaborar con los procesos en curso, Izurieta ha intentado ocultar información, como sucedió con el ministro Héctor Solís, el 19 de diciembre último, que inquirió nombres vinculados con la exhumación ilegal de cuerpos de detenidos desaparecidos lanzados al mar en helicópteros Puma. El Ejército argumentó que negaba la solicitud del ministro «por seguridad nacional». Es de suponer que los nombres de los delincuentes que comandaron esa operación reñida con el bien de la patria eran tan secretos para Izurieta por tratarse probablemente de generales en servicio activo bajo su mando. Pero en febrero último, bajo presión del ministro de Defensa, José Goñi, Izurieta se vio obligado a enmendar su primera respuesta y poner a disposición del juez Solís la información.
La crisis subterránea en la gestión de Izurieta detonó esos mismos días con el retiro del general Gonzalo Santelices Cuevas, al conocerse sus declaraciones de hace siete años ante el ministro Juan Guzmán. Señaló entonces que el 19 de octubre de 1973, al llegar el helicóptero enviado por Pinochet al norte, le ordenaron sacar a catorce prisioneros, subirlos a un camión y llevarlos a la quebrada del Way en las afueras de Antofagasta. En ese lugar del desierto bajó a los detenidos, los formó frente a la luz de los vehículos militares y -según su versión- los entregó al entonces coronel Adrián Ortiz Gutmann, quien los habría fusilado. Santelices reconoció que acto seguido retiró los cadáveres despedazados por balas y corvos, luego de rezar -según su testimonio- una oración por el descanso de sus almas. Después de la plegaria los soldados a su cargo subieron los cuerpos al camión y los llevaron a la morgue local.
A comienzos de este año, cuando la prensa publicó el testimonio judicial de Santelices, el general Izurieta levantó la tesis de «obediencia debida» y «presunción de inocencia». Siguiendo esta estrategia definida por su mando, el general Santelices se escudó en que tenía sólo diecinueve años en el momento de los asesinatos y que obedecía instrucciones de sus superiores en condiciones de estado de guerra. La idea de Izurieta era blindar de esta forma el actuar de todos los uniformados que participaron en las matanzas cuando tenían rango inferior a coronel, lo que presenta el problema de que los cuatrocientos militares actualmente procesados por estas causas están en esa situación, es decir, deberían ser exculpados según la tesis del actual Comandante en Jefe.
No era la única falla en el plan de Izurieta. En el cerrado ambiente de la familia castrense trascendió que su intención de fondo era proteger a otros miembros del cuerpo de generales con «yayitas» similares. En esa línea, el Ejército sacó una carta bajo la manga: la propia Michelle Bachelet estaba en pleno conocimiento de estos hechos cuando visó el ascenso a general de brigada de Santelices en el año 2003, y luego a general de división en el 2007. Cabe recordar que el expediente de ascenso de todo general incluye la totalidad de las citaciones a declarar en juicios de derechos humanos, las resoluciones judiciales que lo involucren, su historia conyugal y familiar, todo lo publicado por la prensa sobre el oficial y cualquier dato relevante sobre su vida pública y privada.
Si los ministros de Defensa Patricio Rojas, Mario Fernández (el mismo que prohibió la píldora del día después), Michelle Bachelet y Jaime Ravinet hicieron la vista gorda a estos detallitos en las hojas de vida, ya Vivianne Blanlot las miró con más detención, lo que causó la incomodidad del general Izurieta.
Pero el salto cualitativo lo dio el actual ministro de Defensa, José Goñi, que se propuso enfrentar de una vez este delicado nudo. Hizo volver a Izurieta de sus vacaciones y le sugirió tomar una decisión acorde con el honor militar. Luego de una serie de tiras y afloja, contradicciones entre ministros y silencio absoluto de la presidenta, Izurieta aceptó la renuncia del general Santelices -tras treinta y cuatro años de carrera militar- aún sin estar procesado ni condenado por violaciones a los derechos humanos.
De este modo, Goñi restituyó el principio castrense de que un militar -más aún si es general- tiene responsabilidad ética y política, con independencia del devenir judicial que lo afecte. «El punto acá es que sabemos de forma categórica que, lamentablemente, el subteniente Santelices participó de todo esto», sentenció Goñi. «El Alto Mando de las Fuerzas Armadas requiere de personas intachables, en toda su personalidad, en toda su carrera», afirmó, generando un precedente que hecha por tierra la postura de Izurieta y que puede impedir próximamente que otros altos oficiales sigan en las filas de esa rama armada.
Al interior del Ejército existe la percepción de que el errático manejo de Izurieta abrió un flanco crítico en el estamento superior de la institución, una espada de Damocles que pende sobre el alto mando, lo que es más dramático en el caso de aquellos generales que tendrían opción de suceder a Izurieta en la comandancia en jefe.
Es el caso del general de división Juan Miguel Fuente-Alba Poblete, comandante de Institutos y Doctrina del Ejército, casado con Ana María Pinochet Ribbeck, padre de tres hijos, oficial de brillante carrera militar, respetado por sus pares y por sus subalternos, de trato caballeroso y capacidad intelectual más que aceptable para el nivel de la institución.
Sus antecedentes parecían ideales para optar a suceder a Izurieta en dos años más. Fue el encargado de comunicaciones de Pinochet en la fase final de su mando, donde trabajó para generar relaciones fluidas con todos los sectores e incluir entre sus contactos a medios y periodistas opositores al régimen militar. Es reconocido como uno de los más entusiastas profesores de Inteligencia que haya tenido la Academia de Guerra y maneja excelentes vínculos con los más altos personeros de la Concertación.
Su historial incluye también hechos menos conocidos públicamente como su papel protagónico en la resolución del incidente conocido como «boinazo» ocurrido en mayo de 1993, cuando comandos del Ejército con sus rostros tiznados, portando lanzacohetes y lanzagranadas, vestidos de guerra, se instalaron a metros de La Moneda. A sólo tres años del fin de la dictadura, esa rebelión militar fue la respuesta de Pinochet – que todavía era Comandante en Jefe- al cuestionamiento de los cheques millonarios pagados por el Ejército a su primogénito.
Fuente-Alba formó parte de las negociaciones entre el gobierno y el Ejército en su calidad de representante de Pinochet y miembro del Comité de Crisis de la institución. En junio de ese año, Fuente-Alba llegó a La Moneda en compañía del general Fernando Torres Silva y del brigadier Jaime Lepe, ambos de triste memoria. El trío representaba las exigencias pinochetistas en la elaboración de un acuerdo reservado con el ministro Enrique Correa y el subsecretario de Guerra, Jorge Burgos, para lograr que la Corte Suprema emitiera un pronunciamiento para aplicar la amnistía en casos de derechos humanos sin investigación previa.
Tras esa misión, Fuente- Alba fue promovido en los tiempos correspondientes hasta llegar a situarse hoy como cuarta antigüedad del Ejército, después de Oscar Izurieta Ferrer, Alfredo Ewing Pinochet y Tulio Hermosilla Arriagada. Sin embargo, fuentes al interior del Ejército consideran que pueden jugar en contra del general Fuente-Alba ciertos elementos que se han hecho trascender y que lo vincularían al paso de la Caravana de la Muerte cuando estaba destinado en Calama.
El brigadier ® Pedro Espinoza habría declarado judicialmente que fue testigo ocular de la matanza ocurrida en 1973 en el desierto de Calama. Según Espinoza «cruzando el puente sobre el río Loa pude ver a la distancia al comandante Arredondo con otros oficiales y subtenientes del regimiento Calama». Y añade: «Respecto a los oficiales del regimiento, me acuerdo únicamente del subteniente Fuentealba, que después tuvo a su cargo Relaciones Públicas de la Comandancia en Jefe del Ejército», dijo al magistrado. El testimonio del subteniente Patricio Lapostol Amo, también situaría a Fuente-Alba en el lugar y fecha de los fusilamientos de Calama, cuando le ordenaron montar guardia y «vi los cuerpos que estaban amontonados, y algunos me impresionaron por lo deteriorados que estaban debido a varios disparos», según su declaración judicial.
Está por verse también qué ocurrirá con los miembros del cuerpo de generales involucrados en hechos de sangre en la Escuela de Infantería de San Bernardo. El juez Solís investiga la participación del director de Logística del Ejército, general Julio Baeza Von Bohlen, el director de Finanzas, general Cristian Le Dantec Gallardo; el jefe de la II División del Ejército, Guillermo Castro, y el jefe de División de Escuelas, Eduardo Aldunate, todos generales activos de la institución.
Por si fuera poco, en estos días el magistrado Víctor Montiglio efectúa careos entre los veinte militares del Regimiento Blindados de Antofagasta que declararon ya en el juicio. Es muy probable que el ministro someta a proceso no sólo a Santelices sino también a otros generales en servicio activo, en calidad de cómplice de los asesinatos. Un panorama lamentable que muestra el repliegue del Ejército en la demanda ciudadana de democratizar su mando y servir con honor a todos los chilenos