La calle principal de Charleston, Carolina del Sur, todavía se llama Calhourn, en honor al senador racista que afirmó que EE.UU. era el país de «la raza blanca».
Durante el feriado de Acción de Gracias recorrimos Nueva York. Mi hijo tenía una percepción idealizada de la ciudad de la vez que volvimos para participar de una charla en la ONU. Yo también tengo buenos recuerdos de Manhattan. Es una de la pocas ciudades del país donde la memoria urbana no es asesinada cada día con nuevos contenedores de Walmart, Target, McDonald’s, Chick-Fil-A, Dollar General y otras pocas cadenas que venden lo mismo con diferentes colores.
Luego de unas decenas de viajes en autobús y metro, queda una imagen bastante aproximada a la realidad del pueblo. Arriba, youtubers que se creen listos repitiendo estupideces; un frío acentuado por las eternas sombras y el mal humor de sus habitantes. Abajo, gente que debería estar recibiendo tratamiento en una institución psiquiátrica (un hombre amenazando con suicidarse otra vez; una indigente durmiendo en el frío que rechazó un desayuno completo de Starbucks que le llevó mi esposa diciendo que ya había desayunado); estaciones de metro que se llueven (Parsons, Queens) o llevan a túneles sucios y oscuros (14 St., etc.). Es como habitar en una película distópica de Terminator o de la serie Beauty and the Beast (no por casualidad, las dos con Linda Hamilton). Nada que un centésimo de los 14 trillones de la guerra en Afganistán no hubiesen solucionado.
Antes del reinicio de las clases en enero, recorrimos la costa de Georgia y Carolina del Sur. La simpatía de la gente del sur contrasta con la antipatía de los neoyorquinos. Pero las apariencias engañan. Cuando dejé las largas sombras de Pensilvania por Florida, a pesar de las promesas del oro y el moro, el director del programa de Lincoln University me advirtió: “Nadie deja un puesto como este. Los sureños te sonreirán antes de clavarte un cuchillo por la espalda”. Pero las burbujas de las universidades estadounidenses no se parecen mucho a las otras burbujas de la sociedad. Otro divorcio social que explica la obsesión por la Unión.
Diferentes teorías explican la costumbre de los estadounidenses de sonreírle a los extraños por su pasado de inmigrantes, cuando el lenguaje no verbal era el primer recurso. Lo cual se contradice con los provincianos sonrientes del sur y los cosmopolitas gruñones del norte. Para explicarlo, tal vez se debería recurrir al pasado esclavista y segregacionista y a la Cultura de las máscaras, sobre la cual ya he escrito extensamente una década atrás.
En Savannah y en Charleston saqué varias fotos de monumentos que honran a los generales y héroes de la Confederación, pero eran tantos que dejé de interesarme. En Charleston (la ciudad que en 1807 horrorizó a Simón Bolívar cuando vio con sus ojos el comercio de esclavos, lo que contradecía su admiración por la Revolución americana) no es raro ver gigantes 4×4 flameando banderas tamaño sábana de la Confederación, el único grupo terrorista que estuvo a punto de destruir el país para salvar la esclavitud y que ahora se consideran la flor y la nata del patriotismo y la libertad. Su calle principal todavía se llama Calhourn, en honor al senador que durante la guerra inventada contra México (para expandir la esclavitud, pero en nombre de la libertad y la civilización), afirmó en el Congreso:
“Ni en sueños hubiésemos aceptado integrar en nuestra Unión otra raza que no sea la caucásica. El nuestro, Señor, es un gobierno de la raza blanca, de la raza libre. Incorporar todo México sería incorporar una raza de indios y mestizos”.
Estas no eran solo sus ideas sino las ideas de todo el Sur blanco y de muy buena parte del norte. Tradición americana que inspiró al nazismo en Alemania (al decir de Hitler) y al mesianismo estadounidense, en simbiosis con el poderío económico y militar. Los amos y los fuertes de ayer son las corporaciones y las bases militares de hoy.
Ahora, desde varios profesores hasta Jimmy Carter han comenzado a advertir de una próxima dictadura en Estados Unidos, como si debiésemos asumir el mito nacional de que vivimos en el modelo superior, y exportable, de democracia. Como si el país de las máscaras y de la fe sobre la realidad alguna vez hubiese sido algo muy distinto. Lo distinto es (1) un fuerte sentimiento de frustración debido a su propio sistema socioeconómico, exportado como modelo de éxito, y (2) otra guerra perdida y la ausencia de una nueva, mediática, que alivie las profundas divisiones internas. Y violencia que no se exporta, se consume en el mercado interno.
La última encuesta de la Monmouth University revela que un tercio de la población (75 por ciento de los republicanos) cree que Joe Biden robó las elecciones de 2020. Según tantos millones de estadounidenses, incluidos representantes y senadores, Donald Trump fue el ganador. Nada diferente a los confederados esclavistas cuando perdieron la guerra en 1865.
Trump ni siquiera ganó las elecciones cuando fue electo presidente en 2016. Recibió tres millones de votos menos que su oponente, Hillary Clinton (sí, cuál peor). Como fue el caso de George Bush en 2000, el sistema electoral, heredado de los tiempos de la esclavitud para beneficiar a los estados del sur, llenos de negros sin derecho al voto, convirtió en presidente a dos candidatos que nunca lo habrían sido en cualquier otro país donde cada voto vale lo mismo.
El problema no es que Biden pudo haber manipulado el conteo de votos, lo cual es casi imposible. El problema es que el sistema electoral es anacrónico y muy poco democrático. Los estados despoblados del centro, rurales y conservadores, necesitan medio millón de votos para poner un poderoso senador en el Congreso. Los estados con mayoría de asiáticos, negros y latinos, necesitan entre diez y veinte millones de votos y el doble de votos por cada elector.
Por si eso fuese poco, ante el crecimiento de la diversidad étnica, se han revivido las estrategias de las leyes Jim Crow, cuando en 1868 los negros se convirtieron en ciudadanos: leyes que hacen más difícil el voto de las minorías con derecho a voto. Ahora las nuevas leyes aprobadas en estados como Texas consisten en hacer el voto más complicado para aquellos más pobres. Pobres que suelen ser negros o latinos, aunque no queda claro si son más odiados por negros, por latinos o por pobres. Por no entrar a considerar la vieja y ahora revivida estrategia de gerrymandering, por la cual se trazan las líneas de distritos electorales de forma de anular alguna minoría en cualquier distrito. (Si cortas un pastel de vainilla con corazón de chocolate, cada porción tendrá mayoría de vainilla, pero el chocolate tendrá cero representantes.)
En las últimas dos décadas, el sur de Estados Unidos se ha desarrollado más que el norte, justo cuando el país comienza a percibir la caída de su imperio. Esta caída, como toda crisis verdadera, traerá cambios impensados años atrás. El drama estará en una combinación de pérdida de poder geopolítico y un fortalecimiento de las raíces de esta nación, que no son la democracia, como se repite, sino el racismo y el sentido mesiánico de superioridad moral.
El profesor Richard Hasen ha advertido que una “democratic emergency” ya está aquí. Tienen en mente una especie de dictador estilo República Bananera. No es que algo así sea imposible, pero no es necesario. Estados Unidos nunca fue una democracia plena y los fanáticos que niegan la realidad y están dispuestos a tomar armas para “defender la libertad” no surgieron ahora sino siglos atrás.
Otra vieja máscara. La obsesión racial oculta el hecho de que las mayorías blancas son, en realidad, marginados económicos. Un puñado de multimillonarios, hombres y blancos, tiene más que todos sus rabiosos defensores sumados.
Que Trump sea el mesías de la empobrecida clase trabajadora no es casualidad.
Fotos tomadas por el autor de este artículo en NY y Charlestown, Carolina del Sur.
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