Todos los días son domingo, pero sin descanso. No importa que la Biblia o la legislación impongan por decreto o mandato divino lo contrario. “Sin descanso” es la realidad de saber que la comida es escasa, la incertidumbre de si habrá qué comer mañana.
Durante el confinamiento solo se escucha el televisor, el teclado del computador, alguna serie o película pirateada que visitamos en algún rincón de Internet, a la que acudimos evadiendo anuncios porno y propaganda que invita a “reinventarse”, propaganda de superación personal traducida en cómo multitudes reinventan maneras de esconder y aguantar el hambre, la locura, la desesperación.
Ser de estrato tres, es ser de un estrato hecho a base de humo, que lo define la casa o el lugar que se habita, que se formula castrando lo vivido, que omite memorias de angustia o alegría, algunas silenciosas y clandestinas, otras públicas y ruidosas, pero todas, al fin y al cabo, imposibles de computar, de estratificar.
Así nació la clase media, de una fórmula sin posibilidad de reinvención, como una maldición levantada por la humareda de la inequidad, una fábrica de injusticias que despliega su crudeza contra quienes no existimos para ayudas o auxilios estatales. Somos la tragedia negada, dejada a su suerte por conveniencia, para ocultar el rumbo estúpido de una sociedad cobarde, arrodillada y fracasada.
De esa humareda se llegó a presumir. Muchos vivieron el enamoramiento de un espejismo que resquebrajó y estratificó la vida, y que murió cuando el dinero mostró su verdadera cara: solo arena escurriéndose entre manos plagadas de alcohol y gel desinfectante. Porque la pandemia llegó, sopló el humo, y solo dejó el tizne de la desigualdad social, y bajo éste, los intereses asesinos de bancos, matones y déspotas que siempre están turnándose el poder, con o sin vacuna, y perpetuamente con las manos bañadas en sangre.
Con el tizne también llegaron ritos que desafían la cordura. Sin importar lo absurdo de la rutina, a diario digitamos nuestro número de cédula en una búsqueda infructuosa, sabiendo que el Gobierno nunca fijará su mirada en ella con alguna de sus migajas. Luego viene la recriminación más cruel, la más implacable cuando de nosotros mismos se trata. Aún así, intentamos dar consuelo a nuestro ego inventando justificaciones, culpando a la necesidad y la rabia, a la impotencia que nubla la mente con engaños que nos lleva a imaginar situaciones e inventar historias, y que a veces terminamos contando o escribiendo.
Ya son las dos de la mañana. Por décima vez, la misma frase aparece en Facebook: “No, no estamos en el mismo barco, estamos en el mismo mar, unos en yate, otros en lancha, otros en salvavidas, y otros nadando con todas sus fuerzas”.
Cada mañana, una suma de complejidades para sobrevivir. Cada noche, alguna jugada del corazón nos salva el día, palpitando entre almas clandestinas que conspiran para doblegar la escasez, la distancia y el encierro, y que se agitan trenzando luchas que, hilando memorias, tejen un mundo distinto, aunque la adversidad ahora nos obligue a pausar el camino mientras subsistimos, mientras se enhebra la resistencia que hoy no permite improvisaciones.
Y sabemos que vamos nadando, pero también sabemos que vamos abrazados, en solidaridad hasta que la victoria sobre la tiranía desencadene la utopía y cure a la sociedad.