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El imparable relato del yo

Fuentes: Revista Debate

Empezaré esta primera crónica de 2012 corrigiendo al gran Norman Mailer. Me refiero a aquella apreciación suya en la que dice: «Yo, es la máxima palabra de nuestro siglo». Se refería al siglo pasado y su máxima referencia era Cassius Clay o Muhammad Ali, que había hecho de su «Yo» particular el yo del universo, […]

Empezaré esta primera crónica de 2012 corrigiendo al gran Norman Mailer. Me refiero a aquella apreciación suya en la que dice: «Yo, es la máxima palabra de nuestro siglo». Se refería al siglo pasado y su máxima referencia era Cassius Clay o Muhammad Ali, que había hecho de su «Yo» particular el yo del universo, al que hoy el Parkinson lo ha ido desvaneciendo. Todo yo, finalmente, acaba muriendo con su propietario. Menos uno: el de Dios. Él lo creó y fue el primero en difundirlo. Porque cuando Moisés preguntó de quién era la voz que hablaba desde la zarza ardiente, le dijo: «Ego sum qui sum». Yo soy el que soy. ¿Para qué más? Moisés con ese sólo yo se dio por notificado. Pero cuando los soldados norteamericanos encontraron a Saddam en la madriguera, ya casi irreconocible por su traza, él les dijo: «Yo soy Saddam Hussein, presidente de Irak». Pero igual tuvo que someterse a que le extrajeran saliva y así constatar su identidad por el ADN. Se supone que a tantos, como hay, personajes colmados de cirugías plásticas les llegará el momento en que también deberán someterse al registro de identidad porque sus caras ya no son ninguna garantía de las que eran. La de la duquesa de Alba, por ejemplo. ¿Qué garantías hay de que es la duquesa? No es la única inidentificable. Aquí hay actrices maduras que al verse en la televisión en filmes de hace sesenta años ignoran que son ellas y se critican como si fuesen otras. Al menos se evitan darse cuenta de cómo actuaban.

En cuanto a la corrección inicial a Norman Mailer, no es el yo, como dice él, la máxima palabra del siglo pasado, sino que se queda corto: ya que es también la máxima palabra de éste. Y tal vez de los siglos sucesivos. En una clase de literatura dictada en el viejo Instituto de Ciencias de la calle Viamonte, por Humberto Cacho Costantini, para dar un ejemplo de relato nombró uno publicado en uno de sus libros. «Disculpen que me cite -dijo-, pero yo soy el ejemplo que tengo más cercano». Y se tocó el pecho con la mano. En casos de «yos» irreparables no les basta con el pecho, hacen un ademán más grande como si se tocaran un aura. Otros son tan latifundistas del yo que tienen sirvientes que se lo van sirviendo en bandeja. Lacan sabe que el «Ego» marca una instancia del registro de lo imaginario; es la identidad de la máscara, no del sujeto que la lleva.
Todos conocemos y tratamos a «yoístas» impenitentes que si en una reunión no pueden imponer su yo porque hay otros más grandes que lo superan, se deprimen como adictos sometidos a la abstinencia.

Hubo yoístas famosos según las épocas y los géneros. Mientras aún jugaba, el arquero Hugo Gatti fue uno de ellos; y el más impúdico. Maradona no necesita el yo: es el yo el que lo necesita glotonamente a Maradona. En otra gama está Messi: su yo es invisible. Es que los demás lo «yoísan» tanto que él lo ameseta. No es que no lo tenga: sólo que no lo enrostra.

En la guía de teléfonos de la ciudad figura un Yo Jendes. Ese apellido y el yo personal son una redundancia. Las páginas amarillas también registran un «Yo inn» como marca. Aquí, hace unos años hubo una revista efímera que se llamó EGO. La dirigieron Lanata y Brascó. La revista cerró: pero los egos de ambos permanecen abiertos. Lo que sí existe corporalmente, es el escritor y periodista llamado Víctor Ego Ducrot.

Les voy a confesar algo: hace cuarenta y tantos años le llevé a leer un manuscrito a Ernesto Sabato. Era una novelita -el diminutivo describe su tamaño en páginas y su tamaño literario- que se titulaba Egocidio. Se suponía que ahí yo contaba mi suicidio (hipotético) y que lo consideraba muy importante. Con solamente leer de reojo el título Sabato me dijo hermosamente: «Demasiado para un suicidio: no es para tanto». La enseñanza prosperó: sigo vivo. También mi yo. Hace un tiempo publiqué un cuento breve, que en su momento creí histórico. El título es: «Biografía inconclusa». El cuento es éste: «Nací, pero no he muerto». Ah, por eso es biografía inconclusa. ¡Qué ingenio! Todos los vivos de este mundo son muertos inconclusos.

Definitivamente, el yo es una irreversible deidad, una patología o endemia asumida en todo el mundo. Algunos cronistas, para disimularlo, escriben cosas como éstas: «Según el criterio de este cronista…» o «quien esto escribe…» o «Para el autor de esta nota…». Se contienen como si no les interesara identificarse; pero un buen y directo «yo» en vez de tanto rodeo, les caería más franco. Los líderes y dirigentes políticos han encontrado el recurso de decir nosotros. Ese plural de la primera persona pretende mitigar el egocentrismo. Entre los grandes artistas el yo grande está en sus naturalezas. Salvador Dalí fue el más explícito. Andy Warhol también tuvo el suyo. Y aquí está Marta Minujín. Hasta el lunfardo argentino creó su eufemístico yo: se trata de «quía», el revés de aquí. El tipo que dice con jactancia: «Éste es el quía que te va cambiar la vida», está imponiendo su yo de puro guapo. Más actual es pronunciar «sho» con la ye de shopping; hay hasta quienes además se señalan con el dedo a sí mismos por las dudas que el otro no lo ubique.

El pronombre «yo» tiene en el mundo como siete mil millones de usuarios. Aunque algunos angurrientos acaparan y se apropian de los yo de muchos otros. Se les nota. Hay «yos» graciosos y otros menos. En la localidad de Marcos Paz, en el oeste de Buenos Aires, sobre la calle Sarmiento, hay una tradicional casa de deportes que se llama «Yosoide». Significa «yo soy deporte». Entre los nombres raros y rarísimos que se usan para darles a los recién nacidos, desconozco si existe el nombre «Yo». Sería interesante. Ya crecido le preguntarían: ¿Cómo te llamás? «Yo», respondería él. Y le contestarían: «ya sé que sos vos, pero te pregunto el nombre». Y él repitiría «Yo».

Sin exagerar la imaginación, el nombre «Yo» le caería varios talles más chico al escritor Martín Caparrós. Oigan cómo sonaría: «Yo, Caparrós». ¿Y qué, acaso no existe Yo el Supremo?. Para no herir a nadie de la literatura argentina, también quedaría bien «Yo, José Pablo». Sin apellido. Sin Feinmann. Él no cree que haga falta.

Se dice que la auténtica poesía es aquélla que la humanidad hizo tan suya que olvida el nombre del autor y la difunde como anónima. Pero nadie, para llegar a esa cúspide del anonimato, renunciaría a sus ingresos por derechos de autor. Yo sí. Las breves leyendas que están en los murales del estadio de Boca, que creara y pintara mi amigo Pérez Celis, las escribí yo a sus instancias. Y ahí están a la intemperie y anónimas. Cuando voy a la cancha con alguno de mis hijos o nietos y les cuento y señalo que esas leyendas son mías, me miran de reojo como si fuera un mitómano.

Palabra breve, yo, mínima; y sin embargo insoslayable de uno mismo. Freud la consagra en su teoría de la estructura mental: el «yo» freudiano actúa sobre el principio de realidad e intenta graficar de manera realista los impulsos del «ello» para tener un placer. El abuso empalaga. Diógenes, el griego al que llamaban «El perro» mucho antes que a Horacio Verbitsky, y que dicen que le dijo a Carlomagno que se apartara porque le estaba tapando el sol, desaconsejaba «el elogio de boca propia».
Lao Tsé dice que » cuanto más elevado es el sujeto más subterráneo es su yo».

Es un buen justificativo para petisos presumidos que lo llevan a su altura porque a más no llegan, como Sarkozy. O para pensadores chatos que lo confirman dejándose llamar impunemente «pensadores» como si éste fuera un título académico.
Y estemos atentos a un flamante «yo» político. Se propone jugar y ser aclamado en campos opuestos: en el oficialista y en el anti oficialista. Es un «yo» que nace rebelde y se va amansando para poder ser alabado en el ruedo del poder cultural. Ya van a ver a esos «yo» fluctuando narcisísticos por todos los espejos; por todos los suplementos culturales; por todos los soportes, estén éstos a favor del Gobierno o en contra. Sus yo son comodines. Lo saben y se dejan usufructuar poniendo cara de inocencia pluralista. Son, pero no son; aplauden acá, en su casa de origen; y abuchean allá a los de acá, para que allá los tengan en cuenta los dueños del canon.

Por no ser catalogados de talibanes populares les conceden argumentos a los más «talibanes talibanes» contrarios consiguiendo el ubicuo éxito bifronte. Y duplican el yo con ventajas mediáticas.

Ese «yoísmo» nace grande aunque su dueño sea chiquito. 
O precisamente por eso.

Y para no ser injustos conmigo: no estoy exento.

Fuente: http://www.revistadebate.com.ar//2012/01/06/4898.php