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El imperialismo hegemónico, fase final del capitalismo y catalizador del socialismo del siglo XXI

Fuentes: Rebelión

Cuando en la primavera de 1916, hace casi 90 años, Lenin escribía en Zurich su folleto El imperialismo, fase superior del capitalismo, apuntaba: El imperialismo surgió como desarrollo y continuación directa de las propiedades fundamentales del capitalismo en general. Pero el capitalismo se trocó en imperialismo capitalista únicamente al llegar a un grado determinado, muy […]

Cuando en la primavera de 1916, hace casi 90 años, Lenin escribía en Zurich su folleto El imperialismo, fase superior del capitalismo, apuntaba:

El imperialismo surgió como desarrollo y continuación directa de las propiedades fundamentales del capitalismo en general. Pero el capitalismo se trocó en imperialismo capitalista únicamente al llegar a un grado determinado, muy alto, de su desarrollo, cuando algunas de las características fundamentales del capitalismo comenzaron a convertirse en sus antítesis, cuando tomaron cuerpo y se manifestaron en toda la línea los rasgos de la época de transición del capitalismo a una estructura económica y social más elevada.1

Y resaltaba como lo fundamental de este proceso, la sustitución de la libre concurrencia, como característica esencial del capitalismo y de la producción mercantil en general, por la formación de los monopolios que eran todo lo contrario. Sin embargo, hay un punto de su estudio en el que nos detendremos para las reflexiones que queremos hacer respecto al imperialismo hegemónico como enemigo y exterminador del capital que no ha logrado entrar a formar parte de las mega fusiones contemporáneas, es aquel en el que refiere que «los monopolios, que se derivan de la libre competencia, no la eliminan, sino que existen por encima de ella y al lado de ella, engendrando así contradicciones, rozamientos y conflictos particularmente agudos y bruscos».2

El imperialismo norteamericano se erigió como la única superpotencia mundial, luego del derrumbe del campo socialista y la desintegración de las URSS a causa de los errores de aplicación de la teoría marxista desde un enfoque reduccionista que la convirtió en dogma, y como consecuencia también del divorcio de la cultura y las traiciones de los oportunistas. Sin un poder real que contrarrestara sus hasta entonces mal reprimidos instintos expansionistas y dominadores, el imperialismo hegemónico concentró en sus manos un poder inconmensurable, ejercido a través de mecanismos económicos, militares y financieros internacionales dominados por ellos, como la Organización del Tratado del Atlántico Norte (OTAN), el Fondo Monetario Internacional (FMI), el Banco Mundial (BM), la Organización Mundial de Comercio (OMC), y especialmente de las Empresas Transnacionales, enemigas declaradas del pequeño y mediano capital privado a los que persiguen y absorben sin contemplaciones en aras de una centralización sin fronteras definidas, ni escrúpulos de ninguna clase. Son verdaderos colosos donde se reúnen todas las connivencias y complicidades tejidas a lo largo de dos siglos, y amasadas con la sangre y el lodo que no han dejado de chorrear durante ese tiempo. Nacidas de la acumulación del capital obtenido gracias a la explotación de la fuerza de trabajo, y las especulaciones financieras y de todo tipo, durante la etapa de la libre concurrencia, se vuelven contra ella y la aniquilan sin miramientos con su descomunal poderío.

Así, en las postrimerías del siglo XX, estaban ya creadas las condiciones políticas, militares, económicas y sociales para el inicio del proceso de globalización, que como consecuencia del desarrollo alcanzado por la ciencia y la tecnología, sobre todo en las ramas de la electrónica, la cibernética y las comunicaciones, se abrió paso aceleradamente bajo el signo de un nuevo orden mundial gestado en el seno de los países imperialistas y ensayado total o parcialmente en algunos países del Tercer Mundo: el neoliberalismo.

El neoliberalismo como doctrina del nuevo orden mundial, si bien se basa en un proyecto económico que exige, en lo fundamental, la libre circulación del capital, la propiedad privada como la panacea del desarrollo, y la no intervención del Estado en la economía, significa además un proyecto cultural que reducía la cultura universal a una vulgar caricatura diseñada para desmontar cualquier actividad intelectual dirigida a movilizar la fuerzas capaces de frenar su avance, somete a un proceso de desnaturalización las identidades nacionales y establece como patrones culturales la banalidad y el american way of life, representado en la McDonals y la Coca Cola. Todo esto apoyado por los grandes medios de comunicación de que disponen y a través de los cuales fabrican un tipo de mentalidad subordinada, una especie de colonizado cultural, sin iniciativa propia ni capacidad para desligarse del encantamiento producido por una sociedad de consumo vendida en revistas, periódicos, libros, y fundamentalmente a través de la pantalla de los televisores, vías por las que se construyen estereotipos de hombres y mujeres de éxito, triunfadores felices, y por donde jamás se ve la cara triste del desamparo, la pobreza y la muerte que asedia a millones cada día en todas partes. La realidad del mundo, por primera vez queda reducida, paradójicamente en la era de las comunicaciones, a un reportaje de la CNN.

El nuevo orden trae consigo además, un proyecto político encargado de reducir al mínimo la intervención de los Estados nacionales en la orientación de las actividades económicas de aquellos países penetrados por el capital de las grandes empresas transnacionales, las cuales ejercen un poder supranacional sobre sus entidades sin importar el país en que se encuentren, ni las disposiciones de sus instituciones y sus leyes. Sin embargo, por otra parte, no sólo acepta sino que exige la intervención total del Estado cuando se trata de defender los intereses de estas mega empresas, ante cualquier intento organizado por sus víctimas, es decir, por los trabajadores o los desempleados. Quedaba instituido de esa manera el tipo de Estado que necesitaba el nuevo orden: el estado gendarme.

Resulta significativo en todo el entramado neoliberal el hecho de que este modelo es solo «aplicable» a aquellos países destinados a mantener, a costa de sus recursos, de la felicidad de sus ciudadanos con las consecuentes revueltas y represiones, el «estado de bienestar» y la creciente opulencia-entiéndase disipaciones, vicios y despilfarros-de la clase dominante en las grandes potencias de donde procedían estas empresas transnacionales. En el seno de esas naciones desarrolladas, resplandecientes e injustas, continúa inmutable aquella gran verdad expresada por Carlos Marx y Federico Engels, hace ciento sesenta años en El Manifiesto Comunista: «El gobierno del Estado moderno no es más que una junta que administra los negocios comunes de toda la clase burguesa.»3

En este sentido vale la pena un breve repaso de la situación actual. Casi un 48% de las mayores compañías y bancos del mundo pertenecen a los Estados Unidos, el 30% son de la Unión Europea, y solo el 10% son japoneses. Es decir, el 90% de las mayores corporaciones que dominan la industria, la banca y los negocios, son estadounidenses, europeas o japonesas. El poder económico del mundo está en esas tres unidades geográfico económicas, no en conceptos sin sentido como «imperio» sin imperialismo o corporaciones multinacionales «desterritorializadas». 4Y si analizáramos el interior de este sistema imperial encontraríamos el poder dominante de los Estados Unidos a quien pertenece el 90% de las diez principales compañías del mundo. Al respecto, el académico norteamericano James Petras, en su libro Imperio vs. resistencia, refiere que: «Son estadounidenses, cinco de los diez principales bancos, seis de las diez principales compañías farmacéuticas y/o biotecnológicas, cuatro de las principales compañías de petróleo y gas, nueve de las diez principales compañías de software, cuatro de las diez principales compañías de seguros y nueve de las diez compañías de comercio minorista». 5

Al mismo tiempo, toda esta endiablada maquinaria puesta en marcha por el imperialismo en su fase hegemónica, está sustentada en un proyecto filosófico que enmascarado de «neoeclecticismo», cayó en lo más profundo del reduccionismo al apresurarse a establecer la «superación de la modernidad», reemplazándola por un postmodernismo frankesteineano, que bajo el disfraz de «pensamiento único» no ha hecho sino mostrar que de lo que realmente se trata es de una ausencia total de pensamiento. Bajo este condicionamiento postizo surgen las más insostenibles «teorías», pregonadas por los heraldos del Apocalipsis. Un connotado «ideólogo» proclamó «el fin de las ideologías»; en la moderna Francia se revivió el cadáver olvidado de «la condición posmoderna» (al momento de escribir estas reflexiones, la «iluminación trascendente» de Francia no la dan precisamente las ideas de los enciclopedistas, sino las llamaradas de la insurrección que, en respuesta a constantes e imperdonables olvidos, estalló en los suburbios de París y que hoy se extiende por 211 ciudades de la patria de Víctor Hugo); un representante de la reacción más conservadora alabó a la inevitable «sociedad tecnotrónica», y un mal negociante devenido en oráculo decretó sin miramientos «el fin de la historia».

Junto al golpe anonadador de los derrumbes que trajeron la unipolarización de fuerzas, las decepciones y deserciones de recientes devotos, la cobardía de otroras líderes intelectuales y políticos de la izquierda revolucionaria, ha estado siempre la reducción de los conceptos a simples palabras para sembrar más confusión. El meta relato prostituye, distorsiona y reemplaza conceptos, y los hace ver aparentemente superados por la realidad. Así, términos como democracia, derechos humanos, libertad, entre otros, que eran patrimonio de los revolucionarios y por los cuales hubieron de sufrir incontables prisiones, muertes y desapariciones, fueron reconceptualizados al no poderlos hacer desaparecer como a sus defensores, y hoy en nombre de estos conceptos se interviene en Haití y se secuestra a un presidente electo por su pueblo ante la indiferencia de un mundo a todas luces aún traumatizado; se arrojan bombas y metralla sobre Kosovo, Afganistán e Iraq; se destruyen invaluables e irrecuperables patrimonios de la cultura humana, huellas del devenir de nuestra especie, y se borran de un solo arranque de odio vidas inocentes que pudieron ser lumbreras orientadoras en el camino hacia un mundo mejor. Hoy a la invasión globalizadora de los cánones pseudoculturales de las grandes potencias, se le llama cándidamente intercambio intercultural; las más genuinas tradiciones nacionales son consideradas estereotipos; al mercantilismo de la educación se le llama reforma curricular; a la manipulación mediática se le llama construcción cultural; y la memoria popular es reducida a nostalgia simplona. Por no hablar de otras barbaridades como los «efectos colaterales», las «guerras preventivas» y la «lucha contra el terrorismo».

Si el concepto de «modernidad», o de lo moderno, ha sido siempre sinónimo de contemporaneidad, y la contemporaneidad es siempre presente, entonces el llevado y traído «posmodernismo» es simplemente un absurdo o un nuevo eufemismo con que encubrir una etapa decadente de la cultura humana, signada por el destrozo de la tradición ética y jurídica alcanzada con enormes dolores y gasto de tiempo por el hombre en su devenir histórico. Solo bajo esta absurda lógica determinista tendrían sentido aquellas ideas del fin de las ideologías y de la historia. No es preciso ser un filósofo de oficio para comprender que cada época trae consigo una «modernidad» diferente, en tanto contemporaneidad o ajuste a las condiciones histórico concretas en que transcurre. Entonces cabría hablar a lo sumo de una «nueva etapa de la modernidad», una especie de «segunda modernidad» que, gestada durante el proceso de decadencia del llamado «socialismo real», llega hasta nuestros convulsos y definitorios días, en los que se siente hervir en el subsuelo de la sociedad, los gérmenes de libertad incubados durante estos años sin fe ni esperanzas por millones de personas que, sobreviviendo a la catástrofe invisible y silenciosa provocada por el hambre y la pobreza, y a las otras, muy visibles y escandalosas, causadas por las guerras, no olvidan sus dolores ni tampoco a los culpables.

La «tercera etapa de la modernidad» comenzará cuando, aniquilado por sus propias torpezas y maldades, cercado sin tregua por los movimiento sociales que al tomar cada vez mayor conciencia de sus fuerzas golpearán sin descanso los frágiles fundamentos en que está basado su enorme poderío, y la acción oportuna de las reservas morales que sin duda perviven comprimidas en su propio seno, el imperialismo hegemónico sea superado por un «humanismo práctico» que impedirá la extinción de la vida en la Tierra, y reestructurará un orden universal armonizando las distintas culturas con la preservación de la naturaleza, como única vía de alcanzar el equilibrio necesario del mundo. Este nuevo orden podrá llamarse o no socialismo, pero sin duda no podrá concretarse sin tomar en cuenta, junto a lo particular de cada escenario en que actúe, lo mejor de la experiencia y el pensamiento universal acumulado hasta nuestros días, en cuyo caso tendrá un espacio determinante la doctrina científica de Marx y de Engels.

En este nuevo orden humano, profundamente creador, democrático, revolucionario y justo, que pondrá al servicio de todos los habitantes del planeta el inmenso caudal de inteligencia genéticamente recibido y todo el acervo cultural, científico y tecnológico acumulado hasta nuestros días; que tendrá en la ética, en el derecho y en la cultura, factores decisivos para la perfección constate; que hará por fin de la política el arte de hacer felices a los hombres, como querían José Martí y Simón Bolívar, es en lo que pensamos cuando, convocados por el presidente Chávez, hablamos del Socialismo del Siglo XXI.

Y en ese nuevo socialismo estarán presentes, sin miedos ni remilgos culpables, fijados en el pensamiento y el recuerdo agradecido de los jóvenes que vivirán y transformarán este siglo que recién comienza, y junto a la memoria del pensador incansable que hizo realidad el primer estado socialista de la historia, la de aquel Prometeo de Tréveris, que un día, en el verano de 1835, cuando iba a graduarse de bachiller, sin sospechar siquiera en lo que llegaría a convertirse, escribió para la historia esta maravillosa profecía:

Si hemos elegido la profesión en la que mejor podemos servir a la humanidad, no nos podrán doblegar las cargas, ya que sólo son sacrificios comunes; por tanto, no disfrutaremos de alegrías pobres, limitadas, egoístas, sino nuestra felicidad pertenecerá a millones, nuestras obras vivirán silenciosamente, pero para siempre, y nuestras cenizas serán bañadas con lágrimas ardientes de hombres íntegros.6 Carlos Marx.


1 V. I. Lenin. Obras Escogidas en tres tomos. Editorial Progreso, Moscú, 1961, t. 1, p. 764

2 íbidem.

3 C. Marx y F. Engels. El Manifiesto Comunista. Editorial de Ciencias Sociales, La Habana, 1971. p. 26

4 James Petras, Imperio vs. Resistencia. Casa Editora Abril, La Habana, 2004. p. 11

5 íbidem.

6 Paquita Armas Fonseca. Moro: el gran aguafiestas. Editorial Pablo de la Torriente, La Habana, 1989. p. 7