En el último siglo son dos los líderes colombianos caracterizados por su virulencia, por su estilo de concebir el poder exclusivamente como proyección sofisticada del crimen. El primero, Laureano Gómez, un tipo empeñado en bañar el país de sangre durante los años 50, colaboró funestamente en enterrar la historia colombiana en oleadas sucesivas de violencia, […]
En el último siglo son dos los líderes colombianos caracterizados por su virulencia, por su estilo de concebir el poder exclusivamente como proyección sofisticada del crimen. El primero, Laureano Gómez, un tipo empeñado en bañar el país de sangre durante los años 50, colaboró funestamente en enterrar la historia colombiana en oleadas sucesivas de violencia, matanzas y arbitrariedades.
El segundo es Álvaro Uribe, obsesionado a toda costa en continuar el desangre iniciado por el primero. La trayectoria vertiginosa y meteórica de Uribe tiene una cualidad: quizá sea el personaje que más alianzas con delincuentes haya hecho en Colombia, donde hay demasiados delincuentes y demasiados dispuestos a aliarse con ellos. Tiene un record inmenso.
El exitoso político lleva décadas usando las herramientas institucionales y la ilegalidad, que frecuentemente son la misma cosa, para profundizar un conflicto donde el despojo es el mejor negocio de los suyos. Ingenuos quienes consideran la política asunto de individuos o personalidades: Uribe, el único que superó a Laureano en salvajismo, es un producto de su tiempo.
Nunca tuvo la bendición completa de los norteamericanos, aunque lo usaron como mascota ocho años. Cuánta fidelidad de perro. Ahora el Departamento de Estado declara en público que colaborará en el post-conflicto e incluso que ayudará a «reorientar» las Fuerzas Militares para la paz. Ahora el Washington Post revela secretos desagradables del exmandatario tildándolo de vínculos con grupos ilegales. Ahora la justicia norteamericana captura y enjuicia a la sobrina y la cuñada de Uribe por su larguísima trayectoria mafiosa entre los carteles de Cali y Medellín. Ahora la Corte Penal Internacional escarba su responsabilidad en crímenes de lesa humanidad.
En Colombia, en cambio, sale electo senador con dos millones de votos.
El expresidente cometió un error grave de cálculo al no sopesar los diálogos de La Habana como lo que son, una jugada que lo deja por fuera del escenario. Apostando al guerrerismo y la virulencia sorda con que hace campaña desde que fue gobernador de Antioquia en los 90, no consiguió los resultados esperados por una razón obvia: la situación del país no es la misma. Con unas desproporcionadas Fuerzas Militares que ya no necesitan escuadrones paralelos, con un Estado que ha recuperado el poder para las multinacionales en amplias zonas del país, con una ciudadanía menos susceptible a esa doctrina del shock basada en el coco de la amenaza terrorista, pero sobre todo con una insurgencia más prudente y debilitada que la del 2002, una guerrilla que por primera vez supo calcular y no se prestó a la nefasta propaganda armada durante las elecciones, Uribe está sin discurso. En la capital ya no necesitan un Mesías. Hoy el caudillo aparece ante la opinión pública como el mezquino resentido que con su posición visceral impide la esperanza nacional, la reconciliación, el progreso.
Ahora sólo le quedan dos salidas. La primera es negociar con los dueños del país su retiro decoroso del escenario político, a cambio de impunidad, como hizo Laureano Gómez cuando pactó el Frente Nacional. Parece improbable esa impunidad cuando en su carrera por aferrarse al poder se magnificaron todos los escándalos y se revelan gota a gota sus canalladas, pero nuestra nación ha perdonado a todos los criminales de cuello blanco desde Abadía Méndez hasta Belisario.
La segunda, proseguir la visceralidad desesperada que lo tiene convertido más que nunca en pistolero declarado. Uribe se torna cada vez más peligroso para un establecimiento que ve aumentar sus beneficios sin necesidad de empeñarle el poder a los mafiosos. La desestabilización, la incertidumbre, no le conviene a nadie que no sea él bajo las actuales circunstancias.
Ciego y sordo, enfermo de violencia, Álvaro Uribe no dimensiona tal encrucijada donde su figura sobra incluso dentro de sus propias filas, que gustosas recibirían un mártir. Delirante por el poder y el culto a su odiosa personalidad, Uribe no quiere entender que de persistir en ésta carrera suicida podría acabar sacrificado por esas oligarquías crueles, que ya lo desecharon como caudillo.
Con una señal macabra, de amenaza, el gobierno nacional acaba de reducirle considerablemente la escolta a Álvaro Uribe Vélez. Produce miedo recordar cómo hace dos décadas, en circunstancias similares pero bajo un gobierno muchísimo más débil que el de Juan Manuel Santos, el visceral hijo de Laureano Gómez comenzó queriendo derrocar un Presidente y terminó abaleado en una calle bogotana. Colombia es así. Se lleva por delante a los que aman la candela.
@camilagroso
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