Un cuchillo puede servir para cortar la comida…., o para apuñalar a alguien. Del mismo modo, la energía nuclear puede servir para alumbrar toda una ciudad, o para hacerla volar por el aire. Conclusión: la tecnología en sí misma, permítasenos apelar a este maniqueísmo un tanto reduccionista, no es ni «buena» ni «mala». El aprovechamiento […]
Un cuchillo puede servir para cortar la comida…., o para apuñalar a alguien. Del mismo modo, la energía nuclear puede servir para alumbrar toda una ciudad, o para hacerla volar por el aire. Conclusión: la tecnología en sí misma, permítasenos apelar a este maniqueísmo un tanto reduccionista, no es ni «buena» ni «mala». El aprovechamiento de los avances técnicos está en función del proyecto humano en que se despliegan. Los instrumentos que el ser humano va creando, desde la primera piedra afilada del Homo Habilis hasta la más sofisticada estación espacial actual, son herramientas que ayudan a la vida. Las herramientas no tienen un valor por sí mismas: son la perspectiva ética, el modelo de ser humano y de sociedad a la que sirven, quienes les da su valor.
Es importante empezar diciendo esto para aclarar un mito que se ha venido dibujando en el mundo moderno, el mundo de la industria basado en la siempre creciente revolución científico-técnica: el mito de la tecnología y del progreso sin par. Las herramientas, los útiles que nos ayudan y hacen más cómoda la vida cotidiana -el tenedor, la presa hidroeléctrica, el calzador para ponernos un zapato o el microscopio electrónico- son pasos que nos van distanciando cada vez más de nuestra raíz animal. Pero con la aceleración fabulosa de estos últimos dos siglos que se da con la industria surgida en Europa y hoy ya globalizada ampliamente, el poder técnico pareciera independizarse obteniendo un valor intrínseco: la tecnología pasa a ser un nuevo dios ante el que nos prosternamos. En muchas ocasiones terminamos por adorar la herramienta en sí misma, independientemente de su real utilidad o de las consecuencias nocivas que pueda acarrear. Una vez más entonces: la tecnología no es «buena» ni «mala». Es el proyecto político-social en la que se inscribe lo que debe cuestionarse. Los motores de combustión interna, por ejemplo, facilitaron las comunicaciones de un modo espectacular, pero al mismo tiempo pasaron a ser los principales contaminantes del mundo contribuyendo a provocar la catástrofe medioambiental que vivimos destruyendo la capa de ozono. ¿Son los automóviles la «causa» de ese desastre? Obviamente no, sino el proyecto social al que sirven. Y es claro que el mismo está decidido e implementado por grandes poderes que obligan a seguir determinados criterios y no otros: ¡todo el mundo consume automóviles alimentados con gasolina hasta que se termine la última gota de petróleo que hay en el subsuelo! ¿Se consultó a alguien, a los ciudadanos comunes, si estábamos de acuerdo con eso?
El mito tecnológico alimenta generosamente esas construcciones culturales borrando la reflexión crítica al respecto: «tener auto da estatus…, y si es una Ferrari, ¡mejor!» Los mitos tienen esa función: dan explicaciones convincentes del mundo, eximen de seguir interrogándonos porque «resuelven» el origen de todas las cosas. En la sociedad planetaria actual, marcada por la gran industria que transformó radicalmente la vida en estos últimos 200 años, hoy por hoy el desarrollo técnico ha llevado a entronizar la acumulación y procesamiento de información como el bien más importante. Tanto, que se puede hablar de una «sociedad de la información». En esta nueva «aldea global», las tecnologías de punta ligadas a las comunicaciones marcan el ritmo: sociedad digital, sociedad basada en la inteligencia artificial y en la virtualidad, donde quien no puede seguir ese ritmo -y de hecho, es la gran mayoría planetaria- queda en una situación de desventaja comparativa cada vez mayor con quien sí lo impone. De más está decir que son unos pocos centros de poder mundial los que detentan esas tecnologías. Las diferencias, por tanto, se aumentan exponencialmente. Las sociedades agrarias que por milenios se desarrollaron en los distintos puntos del planeta, con diferencias sin dudas, tenían no obstante una cierta paridad entre sí. Hoy día, estas tecnologías hiper desarrolladas que combinan ámbitos diversos como la navegación aeroespacial, la inteligencia artificial y la búsqueda de nuevos materiales, han creado brechas (abismos mejor dicho) tan enormes que el mundo que se perfila para más adelante nos presenta en realidad la perspectiva de dos mundos: quienes siguen con el arado de bueyes… y quienes están en la ampulosamente llamada «post modernidad». «La tecnología de la información y las comunicaciones entraña innovaciones en microelectrónica, computación (equipo y programas informáticos), telecomunicaciones y óptica electrónica (microprocesadores, semiconductores, fibra óptica).
Esas innovaciones hacen posible procesar y almacenar enormes cantidades de información así como distribuir con celeridad la información a través de las redes de comunicación. La ley de Moore predice que la capacidad de computación se duplicará cada período de 18 a 24 meses gracias a la rápida evolución de la tecnología de microprocesadores. La ley de Gilder augura que cada seis meses se duplicará la capacidad de las comunicaciones, una explosión en la amplitud de banda, debido a los avances de la tecnología de redes de fibra óptica», alertaba Naciones Unidas en su Informe de Desarrollo Humano algunos años atrás. Es allí donde entran a tallar los mitos: «La tecnología es como la educación: permite a las personas salir de la pobreza», dice el referido Informe. Sí y no. Las nuevas herramientas sirven, por supuesto; pero no resuelven la vida. Si hay pobreza -¡y por cierto la hay, y mucha!- ello responde a estructuras de base asentadas en la explotación de unos por otros. Allí hay una cuestión de ejercicio de poder, conflictos de clase, dominación. Ninguna herramienta, por más sofisticada que sea, puede cambiar esas relaciones. La tecnología ayuda a hacer el mundo más cómodo. Pero también puede transformarlo en un infierno. No hay dudas que para quienes están leyendo este texto en la pantalla de su computadora, habiéndolo descargado de internet, la tecnología digital es un paso adelante fabuloso. No dirán lo mismo los pobladores de República Democrática del Congo, que viven en situación de pobreza extrema y en guerra casi perpetua por ser el principal productor mundial de coltán, el material con el que se elaboran los microchips gracias a los cuales funcionan las computadoras y los satélites geoestacionarios que permiten estos prodigios técnicos, como estar leyendo esto ahora. Apurémonos a aclarar que este escrito no pretende ser, como en los tiempos de la revolución industrial en Inglaterra, un llamado a destruir las nuevas máquinas «endemoniadas». Bienvenidas las nuevas tecnologías, sin dudas. Pero no dejemos de ser críticos. Internet es un adelanto tecnológico espectacular, de eso no cabe la menor duda. Pero estemos alertas con los mitos que se van tejiendo al respecto. «Internet ha cambiado el mundo», «la historia está cambiando gracias al internet», «la vida antes y después del internet»….. Frases así se escuchan a diario, se han hecho comunes, populares.
Pero justamente por tan omnipresentes merecen ser, como mínimo, puestas en entredicho. No hay dudas que algunos desarrollos técnicos tienen una importancia mayor que otros en la historia humana. La agricultura, la rueda, los metales, la máquina de vapor -por poner algunos ejemplos- definitivamente han dejado marcas indubitables, más que otros. En la era de la revolución científico-técnica que vive el mundo desde hace doscientos años, ciertas invenciones, ciertos campos de descubrimiento posibilitaron saltos cualitativos de profundidades inéditas. Las comunicaciones, quizá más que ninguna, se inscriben en ese ámbito. Hoy, de hecho, ellas representan una de las áreas más dinámicas del quehacer humano, en todo sentido: por la celeridad con que crecen, por su calidad siempre en aumento, por las transformaciones socio-culturales a que dan lugar, por las fortunas que contribuyen a amasar. Internet hace parte de todo ese paquete, pero más aún: es su estandarte, su insignia.
El mundo post moderno es el mundo de la red de redes, del ciberespacio. Ahora bien: ¿en qué sentido internet ha cambiado el mundo? En este nuevo mundo digital, globalizado, hiper comunicado, por supuesto es la savia vital de la nueva economía basada en la información, en la velocidad rutilante, en la virtualidad del ciberespacio. Pero permítasenos dos observaciones. Por un lado, el número de seres humanos con acceso a esta tecnología todavía es mínimo a escala planetaria. Mucha población mundial todavía ni siquiera dispone de energía eléctrica o de acceso a un teléfono, y el analfabetismo (no el digital, sino el de la lectoescritura) sigue siendo una dura realidad para alrededor de 1.000 millones de personas. No hay dudas que internet llegó para quedarse, pero todavía estamos muy lejos de poder decir que sea un invento disfrutado por las mayorías. Y nada hace pensar que se esté por llegar rápidamente a ese punto. «Actualmente, de las computadoras conectadas con la Internet, el 93% están en los países de más altos ingresos, donde reside sólo un 16% de la población mundial. Hay en Finlandia más computadoras conectadas a la Internet que en toda la región de América Latina y el Caribe; hay más en la ciudad de Nueva York que en todo el continente de África», da como datos contundentes el Programa de Naciones Unidas para el Desarrollo. El mito del cambio del mundo en función de la llegada de internet, de momento no es sino la promoción mercadológica de quienes detentan estas tecnologías, y por supuesto las comercializan. En muchos países del Tercer Mundo hay ya más teléfonos celulares que población (y quizá pronto haya tantas computadoras conectadas con internet como personas), pero de todos modos el desarrollo no llega. Salir de la pobreza es algo más que una cuestión técnica.
Pero por otro lado -quizá esto es lo más importante para analizar críticamente- los cambios que puede traer aparejados, no necesariamente son transformaciones positivas vistas en términos de especie humana. Hoy día internet es cada vez más omnipresente en innumerables facetas de la vida: sirve para la comercialización de bienes y servicios, para la banca en línea, para la búsqueda de la más variada información (académica, periodística, de solaz), para el ocio y esparcimiento (siendo los videojuegos una de las instancias que más crece en el mundo de las nuevas tecnologías digitales, esto no hay que olvidarlo -preparación en los niños de los futuros consumidores del futuro-), en la gestión pública (algunos gobiernos están incorporando el uso de redes sociales como Twitter, Facebook o Youtube cuando las autoridades dan a conocer su posición sobre acontecimientos relevantes), habiendo incluso todo un campo relacionado al sexo cibernético. Hasta incluso podríamos agregar que da la posibilidad de espacios alternativos y de denuncia como éste donde ahora aparece el presente texto. Todo esto beneficia la vida cotidiana, la hace más cómoda, más placentera incluso, facilitando el acceso a fuentes de información insospechadas algún tiempo atrás. Sin embargo, no debemos olvidar que también esto ha creado una cultura de la «información de la pantalla»: breves resúmenes audiovisuales que en tres líneas explican todo, desde una receta de cocina a la «Fenomenología del Espíritu» de Hegel, desde la noticia puntual del momento al Corán. Cultura de la inmediatez, del flash. Internet contribuye también, visto en esta lógica, al triunfo de la imagen sobre la simbolización -¿evaporación del pensamiento crítico?- La imagen juega un papel muy importante en esta cultura cibernética. Lo visual, cada vez más, pasa a ser definitorio. La imagen es masiva e inmediata, dice todo en un golpe de vista. Eso seduce, atrapa; pero al mismo tiempo no da mayores posibilidades de reflexión. «La lectura cansa. Se prefiere el significado resumido y fulminante de la imagen sintética. Ésta fascina y seduce. Se renuncia así al vínculo lógico, a la secuencia razonada, a la reflexión que necesariamente implica el regreso a sí mismo», se quejaba amargamente Giovanni Sartori .
No hay dudas que «pega» más una imagen atractiva que un discurso sesudo, profundo; la fascinación hace parte medular de lo humano. Seguramente por eso pudo constituirse -y seguirá ahondándose- esa cultura de lo visual no crítico. Lo cual no es condenable; lo escandaloso es la manipulación con fines de control social que se pueda hacer de ello. Al respecto valen las palabras de Carlos Estévez: «en términos mayoritarios [los usuarios de internet] adquieren información mecánicamente, desconectada de la realidad diaria, tienden a dedicar el mínimo esfuerzo al estudio, necesario para la promoción, adoptan una actitud pasiva frente al conocimiento, tienen dificultades para manejar conceptos abstractos, no pueden establecer relaciones que articulen teoría y práctica». «¡No piense, mire la pantalla!» Así podría resumirse la tendencia cultural moderna, de la que internet es principal tributario, junto con la televisión. Según una investigación de la empresa de encuestas Gallup, nada sospechosa de posiciones críticas precisamente, el 85% de lo que «sabe» un adulto urbano término medio proviene de los mensajes asimilados en la televisión. ¿Realmente sabe?
La imagen atrapa, tiene un valor propio: fascina. La actual cultura cibernética, nada distinta a la televisiva, obliga a perpetuarse horas y horas ante una pantalla (de la computadora, o actualmente también de un teléfono móvil con acceso a internet, o de las tablets). Así como los insectos caen en la luz que los subyuga, así los humanos sucumbimos a las pantallas de las «máquinas vendedoras de sueños». Esto nos lleva preguntar: ¿estamos condenados a vivir siempre con un nivel de ilusión? ¿Por qué es más fácil dejarse invadir por las imágenes atractivas que desarrollar una lectura analítica? ¿Por qué gusta destinar tanto tiempo a la «recreación» simple que nos ofrecen las pantallas? Y nadie, absolutamente nadie podría decir que en internet no se ha desarrollado ya una fabulosa cultura del copia y pega que va marcando nuestro cotidiano modo de hacer. Una vez más, y para que no queden dudas: internet es un invento fabuloso y vale la pena aprovecharlo al máximo. Pero cuidado con los mitos que se puedan haber tejido al respecto. Las llamadas redes sociales, por ejemplo -más a-sociales que sociales, que obligan a estar en solitario ante la pantalla una buena parte del día- pueden contribuir a juntar gente, a establecer contactos. O también, enmascaradas en la ilusión de estar unidos -teniendo centenares de «amigos» en el perfil- pueden obligar a la soledad de la lectura en la pantalla. De todos modos es una falacia pensar que el espacio virtual reemplaza a lo humano de carne y hueso. ¿Reemplazará el sexo cibernético al otro? ¿Podrá haber revoluciones sociales hechas desde las pantallas? El debate está abierto.
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