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El Islam político, al servicio del imperialismo

Fuentes: Comité de Solidaridad con la Causa Arabe

Todas las corrientes que prestan adhesión al Islam político proclaman la «especificidad del Islam». Según este criterio, el Islam nada sabe de la separación entre política y religión, algo supuestamente distintivo del cristianismo. Nada se lograría recordándoles, como yo he hecho, que sus observaciones reproducen, casi palabra por palabra, ¡lo que afirmaban reaccionarios europeos (como […]

Todas las corrientes que prestan adhesión al Islam político proclaman la «especificidad del Islam». Según este criterio, el Islam nada sabe de la separación entre política y religión, algo supuestamente distintivo del cristianismo. Nada se lograría recordándoles, como yo he hecho, que sus observaciones reproducen, casi palabra por palabra, ¡lo que afirmaban reaccionarios europeos (como Bonald y de Maistre) a comienzos del siglo XIX con el fin de condenar la ruptura que la Ilustración y la Revolución Francesa habían ocasionado en la historia del Occidente cristiano!

Sobre la base de esta postura, todas las corrientes del Islam político eligen llevar su lucha al terreno de la cultura, pero «cultura» reducida en realidad a la afirmación convencional de pertenecer a una religión particular. En realidad, los militantes del Islam político no están verdaderamente interesados en discutir los dogmas que configuran la religión. La afirmación ritual de pertenencia a la comunidad es su única y exclusiva preocupación. Esa visión de la realidad del mundo moderno no sólo es inquietante por la inmensa vacuidad de pensamiento que esconde sino que también justifica la estrategia del imperialismo de substituir el llamado conflicto de culturas por el que existe entre los centros imperialistas y las periferias dominadas. El énfasis exclusivo sobre la cultura permite al Islam político eliminar de todas las esferas de la vida las confrontaciones sociales reales entre las clases populares y el sistema capitalista globalizado que las oprime y explota. Los militantes del Islam político no tienen presencia real en las zonas en las que tienen lugar los conflictos sociales reales y sus dirigentes repiten incesantemente que esos conflictos carecen de importancia. Los islamistas solo están presentes en estos terrenos para abrir escuelas y clínicas de salud. Pero esto no supone más que una labor caritativa y de adoctrinamiento. No son medios de apoyo de las luchas de las clases populares contra el sistema responsable de su pobreza.

En el terreno de las cuestiones sociales de verdad, el Islam político se alinea en el campo del capitalismo dependiente y el imperialismo dominante. Defiende el principio del carácter sagrado de la propiedad y legitima la desigualdad y los requisitos de la reproducción capitalista. El apoyo prestado por los Hermanos Musulmanes en el parlamento egipcio a las recientes leyes reaccionarias que refuerzan los derechos de los propietarios en detrimento de los arrendatarios rurales (la mayoría del pequeño campesinado) no es más que un caso entre cientos. No hay ejemplo siquiera de una sola ley reaccionaria promovida en cualquier Estado musulmán a la que los movimientos islamistas se hayan opuesto. Además, esas leyes se promulgan con el acuerdo del sistema imperialista. El Islam político no es antiimperialista, ¡hasta sus militantes piensan que no lo es! Es un aliado inapreciable del imperialismo y éste lo sabe. Es fácil entender, por tanto, que el Islam político haya contado siempre en sus filas con la clase dominante de Arabia Saudí y Pakistán. Por ende, estas clases estaban entre sus más activos promotores desde su mismo principio. Las burguesías compradoras locales, los nuevos ricos, beneficiarios de la actual globalización imperialista, apoyan generosamente al Islam político. Y éste ha renunciado a una perspectiva antiimperialista y la ha reemplazado por una postura «antioccidental» (casi «anticristiana») que evidentemente sólo lleva a las sociedades afectadas a un callejón sin salida y no constituye por tanto un obstáculo al despliegue del control imperialista sobre el sistema mundial.

El Islam político no sólo es reaccionario en ciertas cuestiones (sobre todo en las referentes al estatus de la mujer) y acaso hasta responsable de los excesos del fanatismo contra ciudadanos no musulmanes (como los coptos en Egipto): es fundamentalmente reaccionario y por tanto no puede participar evidentemente en el progreso de liberación de los pueblos.

Tres argumentos principales son los que, con todo, se postulan para alentar a los movimientos sociales en conjunto a dialogar con los movimientos del Islam político. El primero es que el Islam político moviliza a nutridas masas populares, a las que no se puede ignorar o despreciar. Esta pretensión la refuerzan ciertamente numerosas imágenes. Con todo, hay que mantener la cabeza fría y valorar adecuadamente la movilización en cuestión. Los «éxitos» electorales registrados se sitúan en perspectiva tan pronto como se les somete a un análisis más riguroso. Mencionemos aquí, por ejemplo, la enorme proporción de la abstención -¡más del 75 %!- en las elecciones egipcias. El poder de la calle islamista es en buena medida tan solo el reverso de la debilidad de la izquierda organizada, ausente de las esferas en que se producen los actuales conflictos sociales. Aunque estuviéramos de acuerdo en que el Islam moviliza en realidad cifras considerables, ¿justifica eso concluir que la izquierda debe tratar de incluir a las organizaciones políticas islámicas en las alianzas para la acción política o social? Si el Islam político moviliza con éxito a gran número de personas, se trata sencillamente de un hecho y cualquier estrategia política efectiva debe incluir este hecho en sus consideraciones, propuestas y opciones. Pero buscar alianzas no es necesariamente el mejor medio de enfrentarse a este desafío. Habría que apuntar que las organizaciones del Islam político -los Hermanos Musulmanes, en particular- no buscan dicha alianza, de hecho incluso la rechazan. Si por casualidad algunas organizaciones izquierdistas llegan a creer que las organizaciones políticas islámicas los han aceptado, la primera decisión que éstas tomarían, una vez alcanzado con éxito el poder, sería liquidar a sus engorrosos aliado con extrema violencia, como sucedió en Irán con los muyaidín y los fedayín jalk. La segunda razón que postulan los partidarios del «diálogo» es que el Islam político, aunque sea reaccionario en lo que toca a sus propuestas sociales, es «antiimperialista». He oído decir que el criterio para esto que propongo (apoyo sin reservas a las luchas favorables al progreso social) es «economicista» y descuida las dimensiones políticas del reto al que se enfrentan los pueblos del Sur. No creo que esta crítica sea válida, considerando lo que he dicho sobre las dimensiones democráticas y nacionales de las respuestas deseables para enfrentarse a este reto. Estoy también de acuerdo en que, en su respuesta al desafío al que se enfrentan los pueblos del Sur, las fuerzas en acción no se muestran necesariamente coherentes en su manera de habérselas con sus dimensiones sociales y políticas. Así pues, resulta posible imaginarse un Islam político que sea antiimperialista, aunque regresivo en el plano social. Irán, Hamás en Palestina, Hizbolá en Líbano y ciertos movimientos de resistencia en Irak son ejemplos que vienen inmediatamente a la cabeza. Discutiré estas situaciones concretas posteriormente. Lo que sostengo, muy sencillamente, es que el Islam político en su conjunto no es antiimperialista sino que se alinea tras los poderes dominantes a escala mundial.

El tercer argumento llama la atención de la izquierda sobre la necesidad de combatir la islamofobia. Ninguna izquierda digna de ese nombre puede ignorar la question des banlieues, es decir, el tratamiento de las clases populares de origen inmigrante en las metrópolis del capitalismo desarrollado contemporáneo. Los análisis de este reto y las respuestas dadas por diversos grupos (los mismos partidos interesados, la izquierda electoral europea, la izquierda radical) quedan fuera del objeto de este texto. Me contentaré con expresar mi punto de vista en principio: la respuesta progresiva no puede basarse en la institucionalización del comunitarismo*, que está siempre esencial y necesariamente asociado con la desigualdad y en última instancia se origina en una cultura racista. Producto ideológico específico de la cultura política reaccionaria de los Estados Unidos, el comunitarismo (ya triunfante en Gran Bretaña) está empezando a contaminar la vida política del continente europeo. La islamofobia, sistemáticamente promovida por importantes sectores de la élite política y los medios, forma parte de una estrategia para gestionar la diversidad comunitaria en beneficio del capital, puesto que este supuesto respeto por la diversidad es, de hecho, sólo un medio para ahondar las divisiones entre las clases populares.

La cuestión del llamado problema de las barriadas (banlieues) es concreta y confundirla con la cuestión del imperialismo (es decir, de la gestión imperialista de las relaciones entre los centros imperialistas dominantes y las periferias dominadas), como se hace a veces, en nada contribuirá a lograr progresos en cada uno de estos terrenos completamente distintos. Esta confusión forma parte del instrumental reaccionario y refuerza la islamofobia, que, a su vez, hace posible legitimar tanto la ofensiva contra las clases populares en los centros imperialistas como la ofensiva contra los pueblos de las periferias afectadas. Esta confusión, así como la islamofobia, proporcionan por su parte un valioso servicio al Islam político reaccionario, dando credibilidad a su discurso político antioccidental. Afirmo, por tanto, que las dos campañas ideológicas reaccionarias promovidas, respectivamente, por la derecha racista en Occidente y el Islam político se apoyan mutuamente, en la medida en que apoyan prácticas comunitarias.

Modernidad, democracia, secularismo e Islam

La imagen que las regiones árabes e islámicas dan de si mismas es la de sociedades en las que la religión (el Islam) está al frente en todos los terrenos de la vida social y política, hasta el punto de que parece extraño imaginar que pudiera ser diferente. La mayoría de los observadores extranjeros (dirigentes políticos y medios de comunicación) concluyen que la modernidad, acaso incluso la democracia, tendrá que adaptarse a la fuerte presencia del Islam, excluyendo de facto el secularismo. O bien esta reconciliación es posible y será necesario apoyarla, o no lo es y será necesario tratar con esta región del mundo tal cual es. Yo no comparto en absoluto esta visión considerada realista. El futuro -en la visión prolongada de un socialismo globalizado- es, para los pueblos de esta región, como para los demás, democracia y secularismo. Este futuro es posible en estas regiones como en otras partes, pero no hay nada garantizado o seguro, en ningún lado. La modernidad supone una ruptura en la historia del mundo, iniciada en Europa durante el siglo XVI. La modernidad proclama que los seres humanos son responsables de su propia historia, individual y colectivamente, y rompe por consiguiente con las ideologías premodernas dominantes. La modernidad hace, pues, posible la democracia, al igual que exige secularismo, en el sentido de separación de lo religioso y lo político. Formulado por la Ilustración del siglo XVIII, puesto en práctica por la Revolución Francesa, la compleja asociación de modernidad, democracia y secularismo, sus avances y retrocesos, ha ido configurando el mundo contemporáneo desde entonces. Pero la modernidad no supone por si misma una revolución cultural. Deriva su significado solo a través de la estrecha relación que mantiene con el nacimiento y posterior crecimiento del capitalismo. Esta relación ha condicionado los límites históricos de la modernidad «realmente existente». Las formas concretas de la modernidad, la democracia y el secularismo que hoy encontramos deben ser, por tanto, consideradas como productos de la historia concreta del crecimiento del capitalismo. Están configuradas por las condiciones específicas en que se expresa la dominación del capitalismo, los compromisos históricos que definen los contenidos sociales de los bloques hegemónicos (lo que yo llamo el curso histórico de las culturas políticas).

Esta presentación condensada de mi comprensión del método del materialismo histórico la traigo aquí a colación simplemente para situar las diversas formas de combinar la modernidad capitalista, la democracia y el secularismo en su contexto teórico.

La Ilustración y la Revolución Francesa postularon un modelo de secularismo radical. Ateo o agnóstico, deísta o creyente (en este caso, cristiano), el individuo es libre de elegir, el Estado nada tiene que ver en ello. En el continente europeo -y en Francia al inicio de la Restauración- las retiradas y compromisos que combinaban el poder de la burguesía con el de las clases dominantes de los sistemas premodernos fueron la base de formas atenuadas de secularismo, entendido como tolerancia, sin excluir el papel social de las iglesias del sistema político. Por lo que se refiere a los Estados Unidos, su particular senda histórica tuvo como resultado la formación de una auténtica cultura política reaccionaria, en la que el auténtico secularismo es prácticamente desconocido. La religión es aquí un actor social reconocido y el secularismo se confunde con la multiplicidad de religiones oficiales (cualquier religión -o incluso secta- es oficial).

Existe un lazo evidente entre el grado de secularismo radical mantenido y el grado de apoyo para configurar la sociedad de acuerdo con el tema central de la modernidad. La izquierda, ya sea radical o moderada, que cree en la efectividad de la política para orientar la evolución social en las direcciones elegidas, defiende conceptos fuertes de secularismo. La derecha conservadora argumenta que debería dejarse que las cosas evolucionen por si mismas, ya se trate de la cuestión económica, política o social. Por lo que toca a la economía, la elección en favor del «Mercado» resulta evidentemente favorable al capital. En la política, la democracia de baja intensidad se convierte en la real, y la alternancia es reemplazada por la alternativa. Y en la sociedad, en este contexto, la política no tiene necesidad de un secularismo activo: las «comunidades» compensan las deficiencias del Estado. El mercado y la democracia representativa hacen historia y es eso lo que se les debería dejar que hicieran. En el actual momento de retroceso de la izquierda, esta versión conservadora del pensamiento social es ampliamente dominante, en formulaciones que recorren toda la gama que va de Touraine a Negri. La cultura política reaccionaria de los Estados Unidos va aún más allá al negar la responsabilidad de la acción política. La repetida afirmación de que Dios inspira a la nación «americana» y la masiva adhesión a esta «creencia» dejan en nada el concepto mismo de secularismo. Decir que Dios hace la historia es, de hecho, dejar que sea el Mercado solo el que la haga.

Desde este punto de vista, ¿dónde se sitúan los pueblos de la región de Oriente Medio? La imagen de barbudos postrados y mujeres con velo da lugar a apresuradas conclusiones sobre la intensidad de la adhesión religiosa entre los individuos. Los amigos «culturalistas» occidentales que piden respeto a la diversidad de creencias rara vez dan cuenta de los procedimientos utilizados por las autoridades para presentar una imagen que les resulte conveniente. Están desde luego los que son «locos de Dios». ¿Son proporcionalmente más numerosos que los católicos españoles que desfilan en procesión en Semana Santa? ¿Más que las enormes multitudes que prestan oídos a los teleevangelistas en los Estados Unidos?

En cualquier caso, la región no siempre ha proyectado esta imagen de si misma. Más allá de las diferencias de país a país, puede identificarse una extensa región que discurre de Marruecos a Afganistán, y que incluye a todos los pueblos árabes (con excepción de los de la Península Arábiga), a los turcos, iraníes, afganos y otros pueblos de las antiguas repúblicas soviéticas de Asia Central, en las que las posibilidades de desarrollo del secularismo distan de ser despreciables. La situación es diferente entre otros pueblos vecinos, los árabes de la Península o los paquistaníes.

En esta región más extensa, las tradiciones políticas se han visto fuertemente marcadas por las corrientes radicales de la modernidad: las ideas de la Ilustración, la Revolución Francesa, la Revolución Rusa y el comunismo de la Tercera Internacional estaban presentes en la imaginación de todos y fueron mucho más importantes que el parlamentarismo de Westminster, por ejemplo. Estas corrientes dominantes inspiraron los modelos principales de transformación política aplicados por las clases dominantes, que podrían describirse, en ciertos aspectos, como formas de despotismo ilustrado. Este fue desde luego el caso del Egipto de Mohammed Ali o Jedive Ismail. El «kemalismo» en Turquía y la modernización en Irán fueron similares. El populismo nacional de estadios más recientes de la historia pertenece a la misma familia de proyectos políticos de modernidad. Fueron numerosas las variantes del modelo (el Frente de Liberación Nacional argelino, el «burguibismo» tunecino, el «nasserismo» egipcio, el «baazismo» de Siria e Irak), pero la dirección del movimiento era análoga. Experiencias aparentemente extremas – los llamados regímenes comunistas de Afganistán y Yemen del Sur- no eran realmente muy distintos. Todos estos regímenes lograron muchas cosas y por esta razón disfrutaron de amplio apoyo popular. Esta es la razón por la cual, aun cuando no fueran verdaderamente democráticos, abrían el camino a un posible desarrollo en esta dirección. En ciertas circunstancias, como las de Egipto entre 1920 y 1950, se intentó un experimento de democracia electoral, apoyado por el centro antiimperialista moderado (el partido Wafd), al que se oponía la potencia imperialista dominante (Gran Bretaña) y sus aliados locales (la monarquía). El secularismo, aplicado en versiones moderadas, no sería a buen seguro «rechazado» por el pueblo. Por el contrario, era la gente religiosa la que la opinión pública general consideraba obscurantista, y la mayoría lo era.

Los experimentos de modernización, del despotismo ilustrado al populismo nacional radical, no eran producto de la casualidad. Los crearon potentes movimientos que eran dominantes en las clases medias. De esta forma expresaban estas clases su voluntad de ser vistas como socios hechos y derechos en la globalización moderna. Estos proyectos, que pueden describirse como nacional-burgueses, eran portadores potenciales, modernizantes y secularizadores, de un desarrollo democrático. Pero precisamente porque estos proyectos entraban en conflicto con el imperialismo dominante, éste los combatió implacablemente, movilizando de forma sistemática a fuerzas obscurantistas en declive con este propósito. La historia de los Hermanos Musulmanes es bien conocida. La Hermandad la crearon los británicos y la monarquía en la década de 1920 a fin de cerrar el paso al Wafd, secular y democrático. Su regreso en masa de su refugio saudí tras la muerte de Nasser, organizado por la CIA y Sadat, es también bien conocido. Todos estamos familiarizados con la historia de los talibán, formados por la CIA en Pakistán para luchar contra los «comunistas» que habían abierto escuelas para todos, chicos y chicas. También es de sobra sabido que Israel apoyó a Hamás en un principio como forma de debilitar las corrientes seculares y democráticas de la resistencia palestina. El Islam político habría tenido muchas más dificultades para moverse fuera de las fronteras de Arabia Saudí y Paquistán sin el potente apoyo continuado y resuelto de los Estados Unidos. La sociedad de Arabia Saudí no había comenzado siquiera a moverse más allá de sus límites tradicionales cuando se descubrió petróleo bajo su suelo. Se concluyó entre las dos partes una alianza entre el imperialismo y la clase dominante tradicional, sellada de inmediato, que dio un nuevo arriendo de vida al Islam político wahabí. Por su parte, los británicos tuvieron éxito al quebrar la unidad de la India, persuadiendo a los líderes musulmanes de que creasen su propio Estado, atrapado en el Islam político desde su mismo nacimiento. Hay que hacer notar que la teoría con la que se legitimó esta curiosidad -atribuida a Mawdudi- había sido esbozada por anticipado por los orientalistas ingleses al servicio de Su Majestad.**

Resulta fácil, por tanto, comprender, la iniciativa tomada por los Estados Unidos para romper el frente unido de los estados asiáticos y africanos establecido en Bandung (1955), creando una «Conferencia Islámica» inmediatamente promovida (desde 1957) por Arabia Saudí y Pakistán. El Islam político penetró en la región por estos medios. La mínima conclusión que puede extraerse de las observaciones aquí realizadas es que el Islam político no es el resultado espontáneo de la afirmación de las auténticas convicciones religiosas por parte de los pueblos afectados. El Islam político lo erigió la acción sistemática del imperialismo, apoyada, por supuesto, por fuerzas obscurantistas reaccionarias y las clases compradoras subordinadas. Que este estado de cosas es también responsabilidad de las fuerzas de izquierda que ni vieron ni supieron cómo enfrentarse a este desafío sigue siendo algo indiscutible.

Cuestiones relativas a los países de la Línea del Frente (Afganistán, Irak, Palestina e Irán)

El proyecto de Estados Unidos, apoyado en grado diverso por sus aliados subalternos en Europa y Japón, consiste en establecer un control militar sobre todo el planeta. Con esta perspectiva en mente, se eligió Oriente Medio como región para el «primer golpe» por cuatro razones: (1) mantiene los recursos petrolíferos más abundantes del mundo y su control directo por parte de las fuerzas armadas norteamericanas otorgaría a Washington una posición privilegiada, situando a sus aliados -Europa y Japón- y posibles rivales (China) en una incómoda posición de dependencia en su suministro energético; (2) se encuentra en la encrucijada del Nuevo Mundo y facilita poner en pie una amenaza militar contra China, India y Rusia; (3) La región está experimentando un momento de debilidad y confusión que permite al agresor asegurarse una victoria fácil, al menos por el momento; y (4) la presencia de Israel en la región, aliado incondicional de Washington. Esta agresión ha colocado a los países y naciones ubicados en la línea del frente (Afganistán, Irak, Palestina e Irán) en la particular situación de ser destruidos (los tres primeros) o amenazados de destrucción (Irán).

Afganistán

Afganistán experimentó el mejor período de su historia moderna durante la llamada república comunista. Se trataba de un régimen de despotismo ilustrado que abrió el sistema educativo a los niños de ambos sexos. Tenía por enemigo al obscurantismo y por esta razón disfrutó de un apoyo decisivo en la sociedad. La reforma agraria que había llevado a cabo consistió, en su mayor parte, en un grupo de medidas destinadas a reducir los poderes tiránicos de los líderes tribales. El apoyo -al menos tácitamente- de la mayoría del campesinado garantizaba el éxito probable de este cambio que había empezado bien. La propaganda que transmitían los medios occidentales, así como el Islam político, presentaba este experimento como un totalitarismo comunista y ateo rechazado por el pueblo afgano. En realidad, el régimen distaba de ser impopular, en buena medida como Ataturk en su época.

El hecho de que los dirigentes de este experimento, ambos provenientes de las facciones principales (jalk y parcham), se describieran a si mismos como comunistas no resulta sorprendente. El modelo de progreso logrado por los vecinos pueblos de Asia Central (pese a todo lo que se ha dicho sobre el tema, no obstante las prácticas autocráticas del sistema) en comparación con los desastres sociales de la gestión imperialista británica que aún se dejan ver en los países vecinos (incluyendo India y Pakistán) tuvo el efecto, aquí como en muchos otros países de la región, de animar a los patriotas a valorar en toda su extensión el obstáculo que representa el imperialismo para cualquier intento de modernización. La invitación enviada por una facción a los soviéticos para que intervinieran con el fin de librarse de las demás tuvo desde luego un efecto negativo e hipotecó las posibilidades del proyecto modernizador nacional populista. Los Estados Unidos, en particular, y sus aliados de la Tríada, en general, han sido siempre tenaces opositores de los modernizadores afganos, comunistas o no. Son ellos los que movilizaron a las fuerzas obscurantistas del Islam político al estilo de Pakistán (los talibán) y los señores de la guerra (los líderes tribales neutralizados con éxito por el llamado régimen comunista), y quienes les entrenaron y armaron. Incluso después de la retirada soviética demostró el gobierno de Nayibulá capacidad de resistencia. Y probablemente se habría mantenido de no ser por la ofensiva militar paquistaní que vino en apoyo de los talibán y la ofensiva posterior de las fuerzas reconstituidas de los señores de la guerra, que hicieron aumentar el caos. Afganistán quedó destrozado como resultado de la intervención de los Estados Unidos y sus aliados y agentes, sobre todo de los islamistas. No se puede reconstruir Afganistán bajo su autoridad, apenas disfrazada tras un fantoche sin raíces en el país, propulsado allí por la transnacional de Texas de la que era empleado. La supuesta «democracia», en nombre de la cual Washington, la OTAN y la ONU, llamadas al rescate, pretendieron justificar la continuación de su presencia (de hecho, ocupación), fue una mentira desde el principio y se ha convertido en una inmensa farsa. Hay una única solución al problema afgano: que todas las fuerzas extranjeras abandonen el país y todas las potencias se vean obligadas a dejar de financiar y armar a sus aliados. A los bienintencionados que expresan sus temores de que el pueblo afgano tolere entonces la dictadura de los talibán (o los señores de la guerra), yo les respondería que ¡la presencia extranjera ha sido hasta ahora y sigue siendo el mejor sostén de esta dictadura! El pueblo afgano se ha ido moviendo en otra dirección -potencialmente la mejor posible-en un momento en el que Occidente se ha visto forzado a tomar menos interés en sus asuntos. Al despotismo ilustrado de los «comunistas», el Occidente civilizado ha preferido siempre el despotismo obscurantista, ¡infinitamente menos peligroso para sus intereses!

Irak

La diplomacia armada de los Estados Unidos tenía el objetivo de destruir literalmente Irak mucho antes de que se adujeran realmente pretextos para llevarlo a cabo en dos ocasiones diferentes: la invasión de Kuwait en 1990 y el período posterior al 11 de septiembre de 2001, explotado con este propósito por Bush con un cinismo y mentiras dignos del estilo de Goebbels («Si cuentas una mentira lo bastante gorda y sigues repitiéndola, la gente terminará por creérsela). La razón de este objetivo es sencilla y nada tiene que ver con el discurso que convoca a la liberación del pueblo iraquí de la sangrienta dictadura (lo cual ciertamente era) de Sadam Hussein. Irak posee una gran parte de los mejores recursos petrolíferos del planeta. Pero, lo que es más, Irak había conseguido formar cuadros científicos y técnicos que eran capaces, mediante su masa crítica, de apoyar un proyecto nacional substancial y coherente. Ese peligro debía eliminarse mediante una guerra preventiva que los Estados Unidos se otorgaron el derecho de librar dónde y cuándo decidieran, sin el menor respeto por el Derecho internacional.

Más allá de esta observación evidente, habría que examinar varias cuestiones graves: (1) ¿Cómo pudo parecer tan fácilmente que el plan de Washington -aunque no fuese más que por un momento- sería un éxito tan deslumbrante? (2) ¿Qué situación nueva es la que se ha creado y a la que se enfrenta la nación iraquí hoy? (3) ¿Qué respuestas dan los diversos elementos de la población iraquí a este desafío? y (4) ¿Qué soluciones pueden promover las fuerzas democráticas y progresistas iraquíes, árabes e internacionales?

La derrota de Sadam Hussein era predecible. Enfrentado a un enemigo cuya principal ventaja consiste en su capacidad de proceder a un genocidio con impunidad mediante bombardeos aéreos (el uso de armas nucleares está por llegar), la gente solo dispone de una respuesta efectiva: presentar resistencia en su territorio invadido. El régimen de Sadam se dedicó a eliminar cualquier medio de defensa al alcance de su pueblo mediante la destrucción sistemática de toda organización y partido político (empezando por el Comunista) que hubiera contribuido a la historia del moderno Irak, sin descontar al mismo Baaz, que había sido uno de los protagonistas principales de esta historia. No es sorprendente que en estas condiciones el pueblo iraquí permitiera que su país fuera invadido sin lucha, ni siquiera que algunos comportamientos (como la aparente participación en las elecciones organizadas por el invasor o el estallido de luchas fratricidas entre kurdos, árabes suníes y chiitas) parecieran ser signos de una posible aceptación de la derrota (sobre la que Washington había basado sus cálculos). Pero lo que es digno de nota es que la Resistencia sobre el terreno cobra cada día mayor fuerza (pese a todas las graves flaquezas mostradas por las diversas fuerzas de resistencia), que ya ha hecho imposible establecer un régimen de lacayos capaz de mantener la apariencia de orden; en cierto modo, ha demostrado ya el fracaso del proyecto de Washington. Se ha creado, sin embargo, una nueva situación a causa de la ocupación militar extranjera. La nación iraquí se halla de veras amenazada. Washington es incapaz de mantener su control sobre el país (dirigido a esquilmar sus recursos petrolíferos, que es el objetivo número uno) teniendo como intermediario a un gobierno aparentemente nacional. El único modo en que puede continuar este proyecto supone, por tanto, deshacer el país. La división del país en al menos tres estados (kurdo, árabe suní y árabe chiita) fue acaso desde el principio mismo el objetivo de Washington, alineado con Israel (los archivos revelarán la verdad en un futuro). Hoy en día, es la guerra civil la carta con la que juega Washington para garantizar la continuidad de su ocupación. Está claro que la ocupación permanente es y sigue siendo el objetivo: es el único medio por el que Washington puede garantizarse el control de los recursos petrolíferos. Desde luego, no puede darse crédito a las declaraciones de intenciones de Washington, tales como «abandonaremos el país en cuanto hayamos restaurado el orden». Habría que recordar que los británicos nunca dijeron que su ocupación de Egipto, que tuvo su inicio en 1882, fuese otra cosa que provisional (¡duró hasta 1956!). Mientras tanto, por supuesto, los Estados Unidos destruyen el país, sus escuelas, sus fábricas y capacidades científicas, usando todos los medios, hasta los más criminales.

Las respuestas dadas por el pueblo iraquí a este reto – hasta ahora, por lo menos- no parecen estar a la altura de la situación. Esto es lo mínimo que se puede decir. ¿Qué razones hay para ello? Los medios dominantes de Occidente repiten ad nauseam que Irak es un país artificial y que la opresiva dominación del régimen «suní» de Sadam sobre chiitas y kurdos es el origen de la inevitable guerra civil (que solo puede suprimirse, si acaso, continuando con la ocupación extranjera). La resistencia, por tanto, se limita a un núcleo duro de unos pocos islamistas pro-Sadam del triángulo suní. Seguro que sería difícil poner más falsedades juntas.

Tras la Primera Guerra Mundial, los británicos tuvieron grandes dificultades para quebrar la resistencia del pueblo iraquí. Absolutamente coherentes con su tradición imperial, los británicos importaron una monarquía y crearon una clase de grandes terratenientes que apoyara su dominio, otorgando así una posición privilegiada a los suníes. Pero a pesar de sus esfuerzos sistemáticos, los británicos fracasaron. El Partido Comunista y el Partido Baaz constituían las principales fuerzas políticas organizadas que derrotaron al poder de la monarquía «suní» detestada por todos, suníes, chiitas y kurdos. La violenta competencia entre estas dos fuerzas, que ocuparon el centro de la escena entre 1958 y 1963, terminó con la victoria del Partido Baaz, recibida con alivio en aquel entonces por las potencias occidentales. El proyecto comunista llevaba en si mismo la posibilidad de una evolución democrática; no sería cierto decir lo mismo del Baaz. Este último era nacionalista y panárabe en principio, admiraba el modelo prusiano de construcción de la identidad alemana, y reclutaba a sus miembros entre la pequeña burguesía secular y moderna, hostil a las expresiones obscurantistas de la religión. El Baaz evolucionó en el poder, de manera predecible, hasta convertirse en una dictadura sólo a medias antiimperialista, entendiendo por ello que, dependiendo de las coyunturas y circunstancias, podía aceptar un compromiso entre dos socios (el poder baazista de Irak y el imperialismo norteamericano, dominante en la región). Este acuerdo alentó los excesos megalómanos de su líder, que imaginó que Washington haría de él su principal aliado en la región.

El apoyo de Washington a Bagdad (la entrega de armas químicas es buena prueba de ello) en la absurda y criminal guerra contra Irán entre 1980 y 1989 pareció dar crédito a este cálculo. Sadam nunca imaginó el engaño de Washington, que la modernización de Irak era inaceptable para el imperialismo y ya se había tomado la decisión de destruir el país. Sadam cayó en la trampa cuando recibió luz verde para anexionarse Kuwait (sumada en época otomana a las provincias que constituyen Irak y desgajada por los imperialistas británicos con el fin de convertirla en una de sus colonias petrolíferas). Irak fue sometido a diez años de sanciones destinadas a desangrar el país para así poder facilitar la conquista del consiguiente vacío por parte de las fuerzas armadas de los Estados Unidos.

A los sucesivos régimenes baazistas, incluido el último en su fase de declive bajo la dirección de Sadam, se les puede acusar de todo menos de haber atizado el conflicto entre suníes y chiitas. ¿Quién es responsable entonces de los sangrientos choques entre las dos comunidades? Algún día sabremos de cierto cómo la CIA (y sin duda el Mossad) organizaron muchas de estas masacres. Pero más allá de ello, es verdad que el desierto político creado por el régimen de Sadam y el ejemplo que dio de métodos oportunistas sin principios a los aspirantes al poder de todo pelaje que se han sucedido para seguir su camino, a menudo protegidos por el ocupante. A veces, quizá, fueron ingenuos hasta el punto de creer que podrían ser útiles al servicio del ocupante. Los aspirantes en cuestión, ya se trate de dirigentes religiosos (suníes o chiitas), supuestamente «notables» (paratribales), u hombres de negocios notoriamente corruptos exportados por los Estados Unidos, nunca tuvieron en realidad ningún ascendiente político sobre el país. Ni siquiera aquellos líderes religiosos respetados por los creyentes tenían una influencia política aceptable para el pueblo iraquí. Sin el vacío creado por Sadam, nadie sabría ni pronunciar sus nombres.

Enfrentados al nuevo universo político creado por el imperialismo de la globalización liberal, ¿tendrán medios para reconstruirse otras fuerzas políticas auténticamente populares y nacionales, posiblemente hasta democráticas?

Hubo una época en que el Partido Comunista era el núcleo organizativo de lo mejor que podía producir la sociedad iraquí. El Partido Comunista se estableció en todas las regiones del país y dominaba el mundo de los intelectuales, a menudo de origen chiita (¡hagamos notar de pasada que los chiitas producían sobre todo revolucionarios o líderes religiosos, raramente burócratas o compradores!). El Partido Comunista era auténticamente popular y antiimperialista, poco inclinado a la demagogia y potencialmente democrático. Tras la matanza de miles de sus mejores militantes por las dictaduras baazistas, el derrumbe de la Unión Soviética (algo para lo que el Partido Comunista de Irak no estaba preparado), y el comportamiento de aquellos intelectuales que creían aceptable el retorno del exilio como palanganeros de las fuerzas armadas de los Estados Unidos, ¿se encuentra el Partido Comunista destinado a partir de ahora a desaparecer permanentemente de la historia? Por desgracia, resulta perfectamente posible, pero no inevitable, ni mucho menos.

La cuestión kurda es real, lo mismo en Irak que en Irán y Turquía. Pero en este asunto habría que recordar nuevamente que las potencias occidentales han desplegado siempre, con gran cinismo, su doble rasero. La represión de las demandas kurdas nunca llegó al nivel de la violencia policial, militar, política o moral ejercida por Ankara. Ni Irán ni Irak han llegado al extremo de negar la propia existencia de los kurdos. Sin embargo, a Turquía se le perdona todo por ser miembro de la OTAN, una organización de naciones democráticas, como nos recuerdan los medios informativos. Entre los eminentes demócratas proclamados por Occidente estaba Salazar, de Portugal, uno de los miembros fundacionales de la OTAN, y esos admiradores no menos ardorosos de la democracia, ¡los coroneles griegos y los generales turcos! Cada vez que los frentes populares iraquíes, formados en torno al Partido Comunista y el Baaz en los mejores momentos de su turbulenta historia, ejercieron el poder, encontraron siempre un terreno de acuerdo con los principales partidos kurdos. Estos últimos, además, han sido siempre sus aliados.

Ciertamente se produjeron excesos contra chiitas y kurdos bajo el régimen de Sadam: así, por ejemplo, el bombardeo de la región de Basora por el ejército de Sadam tras su derrota en Kuwait en 1991 y el uso de gases contra los kurdos. Estos excesos se produjeron como respuesta a las maniobras de la diplomacia armada de Washington, que había movilizado a sus aprendices de brujo entre chiitas y kurdos. No por ello dejan de ser excesos criminales, y además estúpidos, puesto que el éxito de los llamamientos de Washington fue bastante limitado. Pero, ¿qué otra cosa podía esperarse de dictadores como Sadam? La fuerza de la resistencia a la ocupación extranjera, inesperada en estas condiciones, parecería ser milagrosa. No es éste el caso, pues la realidad básica es que el pueblo iraquí en su conjunto (árabes y kurdos, suníes y chiitas) detesta a los ocupantes y está familiarizado a diario con sus crímenes (asesinatos, bombas, matanzas, torturas). Considerando todo esto, se podría hasta imaginar un frente unido de resistencia que se proclamase como tal, enunciando los nombres, listas de organizaciones y partidos que lo componen, así como su programa común. Este no ha sido, sin embargo, realmente el caso hasta hoy por todas las razones antes descritas, entre ellas la destrucción del tejido social y político a manos de la dictadura de Sadam y la ocupación. A despecho de tales razones, esta debilidad es un serio obstáculo, lo que hace más fácil dividir a la población, da pábulo a los oportunistas, hasta el punto de hacerles colaborar, y arroja confusión sobre los objetivos de la liberación. ¿Quién conseguirá vencer estos obstáculos? Los comunistas deberían estar situados para ello. Los militantes presentes sobre el terreno ya se están distanciando de los dirigentes del Partido Comunista (los únicos conocidos por los medios dominantes) que, confusos y azorados, intentan dar apariencia de legitimidad a su adhesión al gobierno colaboracionista, ¡pretendiendo incluso que se suman a la efectividad de la resistencia armada gracias a ello! Pero, en estas circunstancias, muchas otras fuerzas políticas podrían tomar iniciativas decisivas orientadas a la formación de este frente.

La cuestión sigue siendo que, pese a su debilidad, la resistencia del pueblo iraquí ha derrotado ya (política, si no militarmente) el proyecto de Washington. Precisamente esto es lo que preocupa a los atlantistas de la Unión Europea, aliados fieles de los Estados Unidos. Temen hoy en día una derrota norteamericana, puesto que fortalecería la capacidad de los pueblos del Sur de forzar al capital transnacional globalizado de la tríada imperialista a respetar los intereses de las naciones y pueblos de Asia, África y América Latina. La resistencia iraquí ha ofrecido propuestas que harían posible salir del callejón sin salida y ayudar a los Estados Unidos a librarse de su trampa. Propone: (1) La formación de una autoridad administrativa de transición establecida con apoyo del Consejo de Seguridad; (2) el cese inmediato de la acciones de resistencia y de las intervenciones militares y policiales de las fuerzas ocupantes; (3) la retirada en un plazo de seis meses de todas las autoridades militares y civiles extranjeras. Los detalles de estas propuestas se han publicado en la prestigiosa revista árabe Al Mustaqbal al Arabi (en su número de enero de 2006), que se edita en Beirut. El absoluto silencio con el que los medios de información europeos se oponen a la difusión de este mensaje testimonia la solidaridad de los socios imperialistas. Las fuerzas europeas democráticas y progresistas tienen el deber de desligarse de esta política de la tríada imperialista y apoyar las propuestas de la resistencia iraquí. Dejar que el pueblo iraquí se enfrente solo a su oponente no es una opción aceptable: refuerza la peligrosa idea de que nada puede esperarse de Occidente y sus pueblos, y en consecuencia alienta los excesos -incluso criminales- de las actividades de algunos de los movimientos de resistencia. Cuanto antes abandonen el país las tropas de ocupación extranjeras y mayor sea el apoyo al pueblo iraquí de las fuerzas democráticas en el mundo y en Europa, mayores serán las posibilidades de un futuro mejor para este pueblo martirizado. Cuanto más dure la ocupación, más penosas serán las secuelas de su inevitable final.

Palestina

El pueblo palestino ha sido víctima, desde la Declaración Balfour durante la Primera Guerra Mundial, del proyecto de colonización de una población extranjera, que le reserva el destino de los «pieles rojas», se reconozca esto o se pretenda ignorancia. Este proyecto ha disfrutado siempre del apoyo incondicional de la potencia imperialista dominante en la zona (ayer Gran bretaña, hoy los EE.UU.), puesto que el estado extranjero de la región formado por ese proyecto sólo puede ser aliado incondicional, a su vez, de las intervenciones que se precisan para forzar al Oriente Medio árabe a someterse a la dominación del capitalismo imperialista. Se trata de un hecho evidente para todos los pueblos de África y Asia. Por consiguiente, en ambos continentes se encuentran espontáneamente unidos en la afirmación y defensa de los derechos del pueblo palestino. En Europa, sin embargo, la «cuestión palestina» provoca divisiones producidas por las confusiones que mantiene vivas la ideología sionista, que goza con frecuencia de un eco favorable. Hoy más que nunca, en conjunción con la puesta en práctica del proyecto norteamericano del «Gran Oriente Medio», se han abolido los derechos del pueblo palestino. De igual modo, la OLP aceptó los planes de Oslo y Madrid, así como la Hoja de Ruta redactada por Washington. Israel es quien se ha echado abiertamente atrás respecto al acuerdo, y ha puesto en práctica un plan expansionista aún más ambicioso. Como resultado, la OLP se ha visto minada, y la opinión pública puede reprocharle con justicia que haya creído ingenuamente en la sinceridad de sus adversarios. El apoyo proporcionado por las autoridades de Ocupación a su adversario islamista (Hamás), en un principio al menos, y la extensión de las prácticas de corrupción en la administración palestina (sobre las que guardan silencio los donantes de fondos -el Banco mundial, Europa y las ONGs-, si es que no son parte de ello) tenía que conducir a la victoria electoral de Hamás (predecible). Esto se convirtió entonces en un pretexto adicional postulado para justificar el alineamiento incondicional con las políticas de Israel, cualesquiera que éstas pudieran ser. El proyecto colonial sionista ha constituido siempre una amenaza, más allá de Palestina, para los pueblos árabes vecinos. Sus ambiciones de anexionarse el Golán sirio son testimonio de ello. En el proyecto del Gran Oriente Medio se le otorga un lugar especial a Israel, a su monopolio de la tecnología nuclear militar y a su papel de «socio indispensable» (con el falaz pretexto de que Israel posee una pericia de la que los pueblos árabes son incapaces de alcanzar.¡Vaya indispensable racismo!). No es nuestra intención ahora ofrecer análisis referentes a las complejas interacciones entre las luchas de resistencia contra la expansión colonial sionista y los conflictos y opciones políticas de Líbano y Siria. Los regímenes baazistas de Siria han resistido a su modo las exigencias de los poderes imperialistas e Israel. Que esta resistencia haya servido también para legitimar ambiciones más cuestionables (como el control del Líbano) está fuera de discusión. Además, Siria ha escogido cuidadosamente a los aliados menos peligrosos del Líbano. Es bien sabido que el Partido Comunista Libanés había organizado la resistencia a las incursiones israelíes en el sur del Líbano (desvío de aguas incluido). Las autoridades sirias, libanesas e iraníes cooperaron estrechamente para destruir esta peligrosa base y reemplazarla por Hizbolá. El asesinato de Rafik al-Hariri (un caso aún por resolver) dio evidentemente oportunidad a las potencias imperialistas (los Estados Unidos, frontalmente; Francia, por detrás) de intervenir con dos objetivos implícitos: (1) forzar a Damasco a alinearse de modo permanente con los estados árabes vasallos (Egipto y Arabia Saudí) -o, en caso de fracasar esto, eliminar los vestigios de un deteriorado poder baazista-; y (2) demoler lo que queda de la capacidad de resistir a las incursiones israelíes (exigiendo el desarme de Hizbolá). Se puede invocar la retórica de la democracia en este contexto, caso de resultar útil. Aceptar hoy la puesta en práctica del proyecto israelí en desarrollo supone ratificar la abolición del derecho primario de los pueblos: el derecho a existir. Este es el supremo crimen contra la humanidad. La acusación de «antisemitismo» dirigida a quienes rechazan este crimen es solo un medio de detestable chantaje.

Irán

No tenemos intención aquí de desarrollar los análisis que exige la Revolución Islámica. ¿Fue, tal como han proclamado los partidarios del Islam político así como algunos observadores extranjeros, la manifestación y el punto de partida de un cambio que últimamente debe abarcar a toda la región, quizás a todo el mundo musulmán, rebautizado como umma para la ocasión (la «nación,» lo que nunca sido)? ¿O se trataba de un hecho singular, sobre todo porque era una combinación única de las interpretaciones del Islam chiita y la expresión del nacionalismo iraní? Desde la perspectiva que aquí nos interesa, quiero hacer tan solo un par de observaciones. La primera es que el régimen del Islam político en Irán no es por naturaleza incompatible con la integración del país en el sistema capitalista globalizado tal cual es, puesto que el régimen se basa en principios liberales para la gestión de la economía. La segunda es que la nación iraní como tal es una «nación fuerte», cuyos principales componentes, si no todos, se niegan a aceptar la integración de su país en el sistema globalizado en una posición subordinada. Hay, por supuesto, una contradicción entre estas dos dimensiones de la realidad iraní. La segunda se refiere a las tendencias de la política exterior de Teherán, que testimonian la voluntad de resistir los dictados foráneos. El nacionalismo iraní -poderoso y, en mi opinión, históricamente positivo en conjunto- es lo que explica el éxito de la modernización de las capacidades científicas, industriales, tecnológicas y militares desarrolladas por el régimen del Shah y el de Jomeini que le siguió. Irán es uno de los pocos estados del Sur (junto a China, India, Corea, Brasil, y acaso unos cuantos más, ¡pero no muchos!) que dispone de un proyecto nacional burgués. Si es posible o no realizar este proyecto a largo plazo (mi opinión es que no) no es ahora el núcleo del debate. Hoy en día, este proyecto existe y está en vigor. Precisamente porque Irán forma una masa crítica capaz de intentar afirmarse como socio respetado es por lo que los Estados Unidos han decidido destruir el país mediante una nueva guerra preventiva. Como es bien sabido, el conflicto se centra en las capacidades nucleares que está desarrollando Irán. ¿Por qué no tendría derecho este país, como otros, a buscar esas capacidades incluyendo el llegar a ser una potencia militar nuclear? ¿Se puede dar crédito al discurso que sostiene que las naciones «democráticas» nunca utilizarían esas armas como sí lo harían los «estados díscolos», cuando es cosa sabida que las naciones democráticas en cuestión son responsables de los mayores genocidios de los tiempos modernos, incluido el perpetrado contra los judíos, y que los Estados Unidos han hecho ya uso de las armas nucleares y rechazan hoy en día una prohibición general y absoluta de su uso?

Conclusión

En la actualidad, los conflictos políticos de la región mantienen a tres grupos de fuerzas opuestas unas a otras: las que proclaman su pasado nacionalista (pero no son en realidad nada más que herederas degeneradas y corruptas de las burocracias de la era nacional-populista); las que proclaman el Islam político; y aquellas que tratan de organizarse en torno a exigencias «democráticas» que sean compatibles con el liberalismo económico. La consolidación del poder de cualquiera de estas fuerzas no resulta aceptable para una izquierda que se muestre atenta a los intereses de las clases populares. De hecho, los intereses de las clases compradoras, ligados al actual sistema imperialista, se expresan a través de estas tres tendencias. La diplomacia norteamericana mantiene esos tres hierros en la forja, puesto que se concentra en utilizar los conflictos entre ellas para su exclusive beneficio. Para la izquierda, intentar comprometerse en estos conflictos a través tan solo de alianzas con una u otra de las tendencias* (prefiriendo los regímenes ya existentes a fin de evitar lo peor) es algo destinado a fracasar. La izquierda debe afirmarse adoptando luchas en terrenos en los que encuentra su lugar natural: defensa de los intereses económicos y sociales de las clases populares, democracia y afirmación de la soberanía nacional, todo ello conceptualizado en conjunto como inseparable. * Otra cosa son las alianzas tácticas surgidas de la situación concreta, a saber, la acción conjunta del Partido Comunista Libanés con Hizbolá para resistir la invasión israelí del Líbano en el verano de 2006 [Ed]. La region del Gran Oriente Medio es hoy central en el conflicto entre el líder imperialista y los pueblos de todo el mundo. Derrotar el proyecto del estamento político de Washington es la condición que proporcionaría la posibilidad de éxito para avanzar en cualquier región del mundo. Si esto fracasa, estos avances seguirán siendo vulnerables en extremo. Eso no significa que la importancia de las luchas llevadas a cabo en otras regiones del mundo, en Europa, América Latina u otros lugares, deban subestimarse. Significa solo que deberían formar parte de una perspectiva totalizadora que contribuya a derrotar a Washington en la región que ha elegido para su primer golpe criminal de este siglo.

* Teoría política basada en las «identidades culturales colectivas» como algo central para la comprensión de la realidad social dinámica. -Nota del editor.

** El origen de la fuerza del Islam político en Irán no responde a la misma conexión histórica con la manipulación imperialista, por razones que se discuten en el siguiente apartado. – N. del e.

Samir Amin, economista egipcio de prestigio internacional y larga trayectoria antiimperialista, es director del Foro del Tercer Mundo en Dakar, Senegal.

Traducción: Lucas Antón