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El laberinto de la elite

Fuentes: Rebelión

La DC amenaza con salir de la Nueva Mayoría. La derecha reclama más crecimiento. Bachelet, la última carta de la elite, no repunta. Nadie confía en nadie. Al parecer, algo se resquebraja en la estructura de poder que sostiene el espacio político. Para indagar en los mecanismos y redes del poder, es imprescindible no retronar […]

La DC amenaza con salir de la Nueva Mayoría. La derecha reclama más crecimiento. Bachelet, la última carta de la elite, no repunta. Nadie confía en nadie. Al parecer, algo se resquebraja en la estructura de poder que sostiene el espacio político. Para indagar en los mecanismos y redes del poder, es imprescindible no retronar a su génesis.

En el libro «La Doctrina del Shock», Naomi Klein identifica a Chile como el país donde se inauguró el capitalismo más fundamentalista del mundo. No entraré en los detalles de aquel record. Sí en otro concepto, lo que define como «Estado corporativista». Dice: «En todos los países en que se han aplicado las recetas económicas de la Escuela de Chicago durante las tres últimas décadas, se detecta la emergencia de una alianza entre unas pocas multinacionales y una clase política compuesta por miembros enriquecidos; una combinación que acumula un inmenso poder, con líneas divisorias confusas entre ambos grupos«…

Y continúa: «en lugar de liberar al mercado del Estado, estas élites políticas y empresariales sencillamente se han fusionado, intercambiando favores para garantizar su derecho a apropiarse de los preciados recursos que anteriormente eran públicos«… «El término más preciso para definir un sistema que elimina los límites en el gobierno y el sector empresarial no es liberal, conservador o capitalista sino corporativista. Sus principales características consisten en una gran transferencia de riqueza pública hacia la propiedad privada -a menudo acompañada de un creciente endeudamiento-, el incremento de las distancias entre los inmensamente ricos y los pobres descartables, y un nacionalismo agresivo que justifica un cheque en blanco en gastos de defensa y seguridad. Para los que permanecen dentro de la burbuja de extrema riqueza que este sistema crea, no existe una forma de organizar la sociedad que dé más beneficios. Pero dadas las obvias desventajas que se derivan para la gran mayoría de la población que está excluida de los beneficios de la burbuja, una de las características del Estado corporativista es que suele incluir un sistema de vigilancia agresiva (organizado mediante acuerdos y contratos entre el gobierno y las grandes empresas), encarcelamientos en masa, reducción de las libertades civiles y a menudo, aunque no siempre, tortura».

En Chile, ese Estado corporativista se generó por medio de tres shock: el de los militares y civiles en el golpe de Estado, el shock de la elite que instaló el modelo neoliberal y el shock de las torturas contra los disidentes. Deslegitimados (para casi todos, claro) está el primer y tercer shock. El shock económico, sin embargo, sigue funcionando. Alguna vez Pinochet declaró que quería construir «un país de propietarios, no de proletarios«. Lo logró. Y en esa apuesta que comenzó hace muchos años parece hoy descansar la deslegitimidad del modelo.

EL SAQUEO

Está en La Florida, se llama Panúl, es el último bosque que le queda a Santiago. Hasta la dictadura, pertenecía al Estado y estaba a cargo de la Universidad de Chile, que lo utilizaba como su instituto bacteriológico. Salió a remate; se lo adjudicó el señor Vicente Navarro, amigo personal de Pinochet y único asistente a dicho remate. Compró el bosque entero al precio de lo que costaba una citroneta de la época. Sabemos que Pinochet repartió lo público, pero también él aprovechó de meterle la mano al bolsillo del FISCO, embolsándose activos con un valor cercano a los U$ 26 millones tras sus 17 años como «servidor público». En el libro «EL SAQUEO de los grupos económicos al Estado chileno», María Olivia Mönckeberg detalla ese proceso que llevó al Estado chileno a convertirse en un Estado corporativista, es decir, al momento en que los poderes económicos y políticos se fusionan en una sola elite. Algunas compañías repartidas entre empelados públicos de la dictadura: la Industria Azucarera Nacional IANSA, ENDESA, la Compañía de Teléfonos de Chile (CTC), Compañía de Acero del Pacífico (CAP), SOQUIMICH, y, en fin, un largo, triste e impresionante etcétera. El libro también cuenta que Agustín Edwards, para la crisis del 82, adeudaba cerca de cien millones de dólares con El Mercurio. Como no, la dictadura salvó a su medio más leal con 53 millones de dólares en créditos a través del Banco del Estado. ¿El intermediario?… Jovino Novoa, que salía de la Subsecretaría General de Gobierno para desempeñarse como editor general de informaciones del periódico. El libro es imprescindible para entender la lógica de aquella elite formada al amparo del Estado, saqueando lo público, y que hoy, paradójicamente, se opone a cualquier intervención estatal. Por eso, cuando actualmente hablamos de la relación entre dinero y política, debemos entender cómo el Estado chileno se transformó en un Estado corporativista. Cuando analizamos el estrecho margen de maniobra de las fuerzas que exigen cambios en la matriz sociopolítica del país, hay que indagar en el gran poder que concentra esa elite político empresarial, indagar, por tanto, en el problema que subyace en el hecho que el dinero pudo (y puede) comprar poder político como si éste fuese otra mercancía más, indagar cómo y cuándo lo político pasó a ser parte de la esfera privada.

ELITE Y CRISIS

Digámoslo, el poder conservador de esas elites no son un patrimonio ni de Chile ni de este momento del tiempo. En sus Discursos, Maquiavelo decía que en las cúpulas de poder debía haber apenas unas cuantas personas. Augusto Comte proponía que esa cúpula fuese ocupada por una aristocracia científica. Los griegos desconfiaban de la democracia por estar sustentada en las mayorías, por eso se inclinaban por un gobierno de la aristocracias, entendida como el gobierno de los mejores. Pareto, el teórico de las elites más estudiado en ciencia política, decía que «la historia es un cementerio de aristocracias». Para Marx, en un análisis materialista, las elites que ocupan el poder político no son más que los representantes de la clase que posee los medios de producción. En el caso chileno, esta elite no es ni aristócrata (entendida como los mejores) ni científica, sí oportunista: se formó, pues, gracias a dos características que adquirió el Estado en tiempos de crisis: fue una mercancía a saquear, en tanto lo público debía tener dueño, y fue un aparato represivo, en tanto debía contener la disidencia. Con los gobiernos de la Concertación el Estado operó como una continuación de los procesos anteriores: las elites incluyeron a políticos en sus directorios, mientras financiaban las campañas de ambos lados.

Volviendo al momento de gestación de este Estado corporativista, es misterioso que jamás hayan sido tachados de «crímenes capitalistas» los golpes de Estado ni ninguna de las guerras que han instaurado y apoyado regímenes afines a los capitales privados. En su lugar, se considera la violencia como excesos de los dictadores de turno. Con esto no quiero, en el caso chileno, relativizar la culpa de Pinochet, pero si indagar en el rol que tuvieron los civiles que instalaron el modelo que hoy se resquebraja. Los «cómplices pasivos», como los catalogó el ex presidente Piñera, los mismos que hoy niegan a los militares y torturadores que los ayudaron a enriquecerse. Después de todo, basta escuchar a Pinochet (alguna vez me di el trabajo de leer «Política, Politiquería y Demagogia») para entender que nunca fue un ser muy brillante. Fue en 1933 cuando Pinochet logró por fin entrar en la Escuela Militar, tras dos intentos fallidos, uno por no superar los exámenes y otro por una prueba física. Era un hombre intelectualmente limitado y académicamente mediocre, muchas veces menospreciado por sus pares militares. A diferencia, por ejemplo, del general Prats, modelo del militar brillante en términos académicos, figura que siempre quiso imitar Pinochet. Por eso, Juan Cristóbal Peña en su obra «La secreta vida literaria de Augusto Pinochet», plantea que el asesinato del general Prats tuvo más de envidia irracional que de estrategia militar. En síntesis, sospechó que Pinochet jamás entendió mucho de las reuniones que sostuvo con Milton Freedman, menos de la «Política del Ladrillo». De igual modo, el 11 de septiembre de 1980 resumió su programa político de este modo:

«De cada siete chilenos, uno tendrá automóvil; de cada cinco, uno tendrá televisor, y de cada siete, uno dispondrá de teléfono».

Para Pinochet, la liberalización de la economía era sinónimo de que la gente tuviese acceso a cosas (lógica que, hasta cierto punto, aún mantiene la derecha). Sin embargo, para los temas de fondo estaba la elite, que no era militar sino qué política (casi todos eran economistas, pero tomando decisiones políticas). Büchi, Cahuas, De Castro, José Piñera, Manuel Cruzat y muchos otros si entendían lo que estaban haciendo: conocían perfectamente las diferencias entre un modelo neoliberal clásico al estilo Freedman a una economía mixta al estilo Keynes, sabían que privatizando lo público transformarían todo en mercancía, por tanto, negaron cualquier derecho social. El modelo instalado fue (es) mucho más profundo que los teléfonos, los autos y los televisores que Pinochet prometía. No fue inocente el plan laboral de José Piñera implantado en 1979, que excluyó la negociación por área de actividad económica, y que hoy tiene a sólo el 8,4% de los trabajadores chilenos negociando contratos colectivos. No fue inocente el sistema de pensiones al que los militares no adscribieron. Tampoco fue inocente el modelo de mercado, profundamente segregador, que se instaló en educación.

Tras el huracán Katrina, a sus noventa y tres años, Milton Freedman, ideólogo del modelo chileno, escribió un artículo de opinión:

«La mayor parte de las escuelas de Nueva Orleans está en ruinas, al igual que los hogares de los alumnos que asistían a clase. Los niños se ven obligados a ir a escuelas de otras zonas, y esto es una tragedia. También es una oportunidad para emprender una reforma radical al sistema educativo».

Y eso sucedió: se crearon miles de «escuelas chartes», construidas por el Estado, pero gestionadas bajo reglas de instituciones privadas.

¿ES LIBRE NUESTRO LIBRE MERCADO?

Ante la crisis, la elite propone la salida institucional. Ante los casos de corrupción, la elite invoca la codicia individual. Ante la imposibilidad de los cambios, vuelve la Concertación de la DC y se anuncia el retorno de Lagos. Ante la crisis total, la elite propone perdonazos y así volver a auto-reproducirse. Sin embargo, la elite olvida que debajo de la transición política se mueve la transición social. Hoy, ese modelo, así, tal cual como está, no da para más, no es sostenible, y, claro, no se mejora volviendo al voto obligatorio. La crisis está en las entrañas del sistema, es la costra de una herida que nació con la implantación a sangre y fuego de un libre mercado como estructura que sostiene a los demás subsistemas del modelo. La crisis, por tanto, está en el poder que concentra una pequeña elite político empresarial que se formó y legalizó (a través de una constitución fraudulenta) utilizando el aparato estatal como un botín a repartir, una elite que fortaleció el interés del mercado y lo privado por sobre lo público y lo social. La crisis es la crisis del nepotismo, del financiamiento ilegal a campañas políticas, del saqueo estatal, de la transición pactada, de un sistema electoral pensado para la estabilidad y no para la representación.

A más de 25 años del retorno de la democracia (el retorno del derecho a renovar la elite por medio del voto, o la democracia como medio) el modelo se filtra, se despedaza, se cae en la práctica y en su génesis. Quizás sirvió para algún momento de la historia (eso habría que analizarlo en otra columna), pero ya no se sostiene, por una razón simple: el crecimiento (el chorreo, traducido en los autos y televisores de Pinochet) debe ir de la mano de justicia social; son vergonzosos los niveles de desigualdad en un país pequeño y riquísimo. En definitiva, este país necesita de una refundación legítima y, por sobre todo, legal. En ese sentido, es dudoso escuchar que el triunfo del capitalismo nace de la libertad, o que el libre mercado es consustancial a las democracias. Esta afirmación no es cierta, atenta contra el sentido común y, sobre todo, contra las víctimas de la represión de Estado: en Chile, el modelo necesitó del shock y la crisis, necesitó desorientación y torturas, necesito, en definitiva, no tener oposición política, lo que, sea positivo o no, haya tenido avances o no, lo convierte en una imposición. Es decir: el modelo arrastra una naturaleza esencialmente violenta. Por eso: ¿es realmente libre este libre mercado? Si es así, tendrá que legitimarse de algún modo (en eso están los intelectuales de derecha). Sino, tendrá que caer para ser remplazado por otro modelo, un modelo que no transforme a cada persona en una amenaza, y a cada cosa en mercancía. Lo que sí es claro, es que la crisis actual está estrechamente ligada al modelo instaurado por las elites y protegido por los militares: SQM fue una empresa arrebatada al Estado, CAVAL es la reproducción de una visión mercantilista de la tierra y PENTA funciona como subsistema del modelo.

 

Rebelión ha publicado este artículo con el permiso del autor mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.