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El laberinto de nuestra soledad

Fuentes: Rebelión

Fue Turgot, 4 años antes que Kant, quien habló por primera vez de «Geografía Política»; incitaba a analizar la relación entre pueblo, cultura y climas. Parecía augurar lo que hoy se conoce como determinismo ambiental que, en síntesis, plantea que el medio en el que viven los grupos humanos forma su carácter espiritual. Según Aristóteles, […]

Fue Turgot, 4 años antes que Kant, quien habló por primera vez de «Geografía Política»; incitaba a analizar la relación entre pueblo, cultura y climas. Parecía augurar lo que hoy se conoce como determinismo ambiental que, en síntesis, plantea que el medio en el que viven los grupos humanos forma su carácter espiritual. Según Aristóteles, los habitantes de regiones frías tenían coraje, pero no inteligencia, a la inversa de las regiones asiáticas. Por su posición, los helenos concentraban una síntesis de ambos. Ibn Jaldún escribe que entre los paralelos 20° y 38° de latitud norte el planeta ofrece las mejores condiciones para el desarrollo de una civilización, Bodin las traslada a las latitudes 30 y 60°, y Kant las coloca entre las 31 y 52°.

Más allá de creer o no en las teorías deterministas, desprestigiadas, sobre todo, por las brutalidades del nacismo, es evidente que las coordenadas de Chile cuentan con las particularidades necesarias para crear nuestro propio laberinto de la soledad: un territorio angosto y largo, que cuelga del mapa, aislado por desierto, por mar y hielo. Abajo, bien abajo del mundo. Aislado, bien aislado. Una misteriosa geografía, moldeada por la más variada gama de catástrofes naturales.

Generalmente, la geografía política estudia las relaciones internacionales empelando solo tres escalas de análisis: la internacional, la nacional, y lo que suele ser un escala de ámbito urbano. Sin embargo, la geografía crítica cuestiona esta división, y no solo la cuestiona, sino que propone otras escalas: el cuerpo, la casa, la comunidad, lo urbano, etcétera. La escala de experiencia es la escala en la que se desarrollan nuestras vidas: ahí está el trabajo, la casa, la familia, la vida en general. Pero las actividades cotidianas no solo están determinadas por lo local, pertenecen, pues, a un todo mayor, a una globalidad que las influye. O sea: tanto la posición geografía -si aceptamos la lógica del determinismo ambiental-, como la intencionalidad que le demos al espacio influyen o determinan lo que somos, nuestros gustos, nuestras relaciones, nuestra comprensión de la vida.

Siguiendo a Wallerstein, podríamos decir que el destino de nuestras naciones, como sudamericanos en general y como chilenos en particular, nace con la invasión y el saqueo de Europa a América, momento que da comienzo a lo que este sociólogo denomina como economía-mundo, en la que se basa la economía capitalista. De hecho, la geografía política moderna nace de la mano con aquel etnocentrismo europeo, un etnocentrismo que el Historiador Joseph Fontana califica como una estrategia de los estados occidentales para justificar las políticas de expansión coloniales.

Fue esta visión la que permitió reducir el conjunto de la historia en un sólo esquema universalmente valido, situando a las sociedades mercantiles europeas en el punto culmine de la civilización. Siglos después, esta división deriva en la parcelación del mundo en tres: primero, segundo y tercer mundo. Arriba el progreso y la civilización, abajo el atraso y la barbarie.

Luego aparecieron esas teorías de la modernización que, amparadas en un modelo de desarrollo avanzando por etapas, especie de fordismo social, resumieron la historia en un esquema evolutivo, donde todos los países subdesarrollados, los países de la periferia o semiperiferia, si hacían lo que los países del centro dicían, algún día alcanzarían el desarrollo, y serían felices, y cultos, y buenos. Olvidando que las riquezas del primer mundo son todas a costa del saqueo y la invasión de sus colonias, lo que Wallerstein reduce analizando al mundo como un sistema, donde cada parte está relacionada con la otra. La historia se repite, la geografía no. Es decir, para que existan países ricos, deben existir países pobres, para que unos consuman de más, muchos deben consumir de menos. Nada se escapa a un sistema histórico. Sistema, en tanto son partes distintas que conforman un todo. Históricos, en tanto están condenadas al cambio.

De cierto modo, el neoliberalismo, con su necesidad de abrir fronteras para la penetración en nuevos mercados, resulta ser la conclusión de ese esquema de la modernidad positivista occidental que partió hace ya varios siglos, y que hoy se presenta en su nueva versión. Como diría Harvey: «Viejas lógicas con nuevos métodos». En este punto, otra vez llegamos a Chile, pues acá llegaron los misioneros del primer mundo a enseñar el camino hacia el progreso: el laboratorio del neoliberalismo más fundamentalista del mundo se instaló acá abajo, en este país que cuelga del mapa.

Como se sabe, el señor Friedman necesitaba un país para su experimento de privatización total. Pinochet, siempre tan humano y gentil, se lo prestó. Dos formas tuvo aquel modelo neoliberal, sustento filosófico del capitalismo, para instalarse en Chile primero y en el mundo después: convencer o reprimir. Chile, como chivo expiatorio, sufrió ambas. De la represión se encargaron los militares. Pero luego vino la segunda parte, la más sutil: el convencimiento. El «soft power», en terminología de Jospeh Nye. Y para convencer, primero había que controlar los medios de comunicación (Agustín Edwards recibiendo dinero de la CIA), había que crear universidades que formen para la empleabilidad (Universidad Católica y sus Chicago Boys), había que despolitizar a la sociedad (no existía parlamento, ni partidos políticos, ni nada que se opusiera a la política del fusil), había que adelgazar lo público (privatización de todos los ámbitos de la vida). Había que fortalecer el interés del mercado y lo privado por sobre lo público y lo social. La apuesta del liberalismo fue esa: privatizarlo todo y llenar el espacio individual con cosas, con el consumo de cosas, cosas y más cosas, los dolores del alma se llenarían comprando cosas. El 11 de septiembre de 1980, Pinochet, con ese espíritu tan estadista y sutil que lo caracterizaba, declaró la apuesta política para Chile: «De cada siete chilenos, uno tendrá automóvil; de cada cinco, uno tendrá televisor, y de cada siete, uno dispondrá de teléfono».

Si: fue la escala global, ese modelo foráneo que tras siglos y siglos actuando bajo la lógica de la dependencia, la que determinó en la apuesta política para Chile, y que luego moldeó nuestras conductas. Esto porque en una economía mundo, siguiendo otra vez a Wallerstein, los hechos más importantes suceden a escala global, que es la escala final de la acumulación en la que el mercado mundial define los valores que acabaran imponiéndose en las comunidades locales. Creo que, a estas alturas, no resulta necesario explicar que acá no llegó el espíritu del capitalismo de Weber, acá llegaron los rastrojos de aquel refinado ideal, acá llegó la simple adoración por las cosas, la deuda, el miedo, la depredación del medio ambiente y el sálvese quien pueda. Pero, en fin… el punto es que desde la escala geográfica global se permeó lo de abajo, nuestra biopolítica, nuestros cuerpos, nuestro sentido común. Y no es inocente que así haya sido, porque ningún espacio es inocente en geografía política, todos están atravesados por el poder y el tiempo.

Cuando decimos que las AFP nos estafan, debemos entender que el sistema de pensiones privatizadas vino desde afuera, desde otra escala, la escala del centro, no de la periferia. Es parte de una ideología neoliberal. Al igual como el entendimiento de la educación como un negocio que modela para la empleabilidad, al igual como el plan laboral de José Piñera implantado en 1979, que excluyó la negociación por área de actividad económica, y que hoy tiene a sólo el 8,4% de los trabajadores chilenos negociando contratos colectivos, al igual como la privatización del agua, de la tierra, y todo cuanto nos rodee. Es ese modelo el que nos aísla, el que genera nuestro propio laberinto de la soledad. Es más, ese modelo necesita de una agregación caótica de seres humamos compitiendo entre si, ¿quien, en una sociedad cohesionada, podría permitir que el del lado deba vender su mano de obra por sueldos de hambre?

En fin, la escala de nuestras experiencias, habitando este rincón del mundo, está determinada por un sistema-mundo que opera bajo una lógica capitalista, lógica que fuimos los primeros en cumplir sin restricciones. Y quizás por eso hoy estemos tan solos, quizás por eso el último Informe de Desarrollo Humano del PNUD dice que no confiamos en nuestra elite, ni en nadie. Quizás esta geografía solitaria y los desastres naturales han determinado un carácter reservado y cuidadoso. Y quizás ese carácter reservado, producto de nuestro aislacionismo, resultó perfecto para la etapa de convencimiento. Más aún, quizás la soledad del hombre se transformó en la mejor mercancía para la publicidad, que convenció que las carencias espirituales se llenarían comprando cosas, y este sistema si que supo, y sigue sabiendo, ofrecer cosas, como Colón ofreciendo chucherías los aborígenes. Lo cierto es que acá abajo, bien abajo, colgando del mapa, temblando de frio, hemos creado nuestro propio «laberinto de la soledad».

Pero quizás algún día reconozcamos la otra cara de la soledad, esa que cuentan las leyendas de Mapuche que detuvieron a un imperio. Esa otra cara de la soledad que cuenta que somos seres desprotegidos y aislados, que vivimos a expensas de los constantes caprichos del medio: terremotos, inundaciones, volcanes. Pero por eso también podemos llegar a ser los más aguerridos y valientes. Capaces de sortear cualquier catástrofe, y, pase lo que pase, siempre salir adelante. Parece que mirara los rostros de la gente tras el aluvión del norte o las fumarolas del sur, repitiendo siempre lo mismo:

-«Está no me la va a ganar, voy a salir adelante».

Ojalá algún día ese coraje se manifieste en sentido común, en una idea de sociedad, y, por fin, detengamos ese sentido común implantado que creó (y sigue creando) a millones de hombres en serie, Épsilones o Gamas, hijos y víctimas de las gigantescas y obligatorias pautas del consumo, que necesitan e imponen un modo de vida que reproduce a seres humanos como fotocopias del consumidor ideal. Ojalá comprendamos la intencionalidad de este modo de ser. Ojalá algún día escuchemos el otro laberinto de la soledad, el de Octavio Paz, cuando dice que «allí, en la soledad abierta, nos espera también la trascendencia: las manos de otros solitarios». Y quizás, entre solitario y solitario, nos dispongamos a dotar de nuevos sentidos a esta realidad, a esto que nos hicieron creer que es la vida. Pero para imaginar ese Chile, es imperioso saltar la geografía del tiempo y del espacio, para clavar los ojos en un tiempo más allá del tiempo, y preguntarnos: ¿qué somos hoy?, ¿y que hacemos para ser lo que seremos?…

Rebelión ha publicado este artículo con el permiso del autor mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.