«Me encuentro bien, y con muy buena salud -escribe Juan de la Cruz, en 1591, desde La Peñuela- porque la enorme extensión del desierto es beneficiosa para el espíritu y el cuerpo». Y añade, en carta del mismo verano a Ana de Peñalosa, su discípula y protectora: «Esta mañana habemos ya venido de coger nuestros […]
«Me encuentro bien, y con muy buena salud -escribe Juan de la Cruz, en 1591, desde La Peñuela- porque la enorme extensión del desierto es beneficiosa para el espíritu y el cuerpo». Y añade, en carta del mismo verano a Ana de Peñalosa, su discípula y protectora: «Esta mañana habemos ya venido de coger nuestros garbanzos, y así las mañanas. Otro día los trillaremos. Es lindo manosear estas criaturas mudas, mejor que no ser manoseados de las vivas». Este hilo atraviesa los textos de Geografía de rebeldes, trilogía de la poeta portuguesa Maria Gabriela Llansol (1931-2008), que incluye sus libros más emblemáticos: El libro de las comunidades (1974), La vida restante (1977) y En la casa de Julio y Agosto (1979). Y digo que ese hilo de contacto solitario y directo con el mundo los recorre, por más que estén repletos de personajes y de movimiento; con la figura de Ana de Peñalosa como referencia intermitente que va articulando el texto, se cruzan en estas páginas nombres decisivos en la crisis de la espiritualidad europea de la Baja Edad Media y el Renacimiento, aunque nunca llegaran a convivir como aquí hacen: el propio Juan de Yepes, la carmelita Ana de Jesús, los místicos Eckhart y Hadewijch, el líder de la Reforma y de la revuelta campesina alemana, Thomas Müntzer, a los que, entre otros, se suma Nietzsche en un último salto cronológico. Libros los de Llansol que se vincularían a la poesía por su radicalidad, su osada capacidad expresiva y su falta de respeto por cualquier clase de reglas, aunque cueste calificar como poemas sus fragmentos o capítulos, y que han hecho de ella una autora de culto, uno de los episodios más deslumbrantes de la literatura reciente.
Pese a los nombres citados, no está propiamente la mística en el centro; se propone una investigación de espacios de espiritualidad que lo son también existenciales, conllevan modos de insertarse en lo real. Son formas a la vez de quietud e intenso movimiento interior, y sobre todo un ejercicio de atención que implica al cuerpo entero: «escuchaba tan atentamente lo que ella exponía que, pasadas dos horas, sentía dolores en la nuca y también en el cráneo; le parecía, como siempre que conversaba durante mucho tiempo, que las palabras le caían directamente en los ojos». Esta experiencia se descubre como necesidad de escritura: no como cauce de un contenido, sino trabajo de uno consigo mismo; no es cosa de libros, sino de los campos de energía que en ellos se convocan.
Llansol -siguiendo una costumbre de época, y rechazando también la clasificación en géneros- suele hablar de textualidad para estas páginas, que se componen como un fluir cinematográfico cuyo montaje se interrumpiera continuamente, se dejara cada vez inacabado y se retomara sin cuidarse del raccord; también las propias imágenes se rompen, los hablantes y los personajes se sustituyen sin previo aviso -incluso si se sigue diciendo yo o ella–. Y, sin embargo, una extraña transparencia, una capacidad insólita de luz, imprime los detalles y las sensaciones como huellas imborrables en quien se acerca a un texto que está suspendido entre la propia escritura y la lectura -texto de textos, frases con vértigo-. Se trataría de hablas no legibles, por lo ajenos que entre sí parecen el sentido y su cualidad cristalina, pero que a cada momento se hacen memorables por su manera de imponerse. Leer es, así, perderse, volver atrás, aceptar gozosamente una inmersión que resultará difícil transmitir a alguien con otras palabras.
Dice Llansol: «todo comunica por incomprensión», y reconozco esta clave en una nota de Apontamentos sobre a Escola da Rua de Namur, fragmentario texto de raíz autobiográfica: «El libro de las comunidades nació de la tentativa de reconducir al habla y a la convivencia de grupo a una niña española aparentemente autista que habían llevado a la escuela donde yo enseñaba». Se reúnen ahí voluntad extrema de comunicación y forzosa conciencia de que no sirven las formas habituales de representación y narración, ni los códigos del sentido. Las palabras de la escritura han de poder convocar lo que no son palabras: los cambios de luz y temperatura, los afectos y peligros, las potencias expresivas que no conocemos. «Primordial era el registro de una vibración pensante».
Pensamiento que vibra. No como una corriente de conciencia, con su connotación de curso unificado moviéndose hacia adelante, sino más bien una riada, un conjunto de cursos de agua que se entrecruzan y se superponen, que son simultáneos y divergentes, impetuosos; la linealidad del lenguaje se ablanda y hace borrosa, porosa, al intentar perseguirlos. Y esta sería su materialidad: «había visto los sermones de Eckhart penetrar en el agua gota a gota y escribirse en las ondulaciones de la pecera». O también: «en la secreta maduración / navegaba con un / denso libro de agua».
Toda la «investigación espiritual» de Llansol crece a partir de estas formas, que le son germinales. Así, las escenas-fulgor, como la autora las llama, con su «carácter irrecusable de evidencia» -dice Maria João Cantinho- que procede de la capacidad de autorrevelación de los hechos y seres que convoca. Así, el permanente juego de simultaneidades: «un punto de la tierra habitado por una casa donde no había personas sino seres vivos, cada uno perteneciente a un espacio o a un siglo», la concentración en un segmento de tiempo que incluye todos los tiempos. Esta fusión temporal encuentra su correspondiente espacio en la pluralidad de mundos que se superponen, y, ahí, «una vida de la que no se habla, y no se manifiesta, y que, sin embargo, llena, ocultamente real, el seno de la primera vida». El vivo detalle de las imágenes de esos mundos, por otra parte, nunca se fija, el ser de las cosas es inestable, ondulación continua en que se deslizan haciéndose otras; los libros de Llansol son «un proceso de mutantes». Y de este modo se constituyen también los personajes, sin límites que los separen, con desdoblamientos que provocan relaciones de extraña intensidad con quien es y no es uno mismo: fórmula, muy distinta de la pessoana, del drama em gente: «Cuando vienen Beatriz, Nietzsche, Hadewijch, Müntzer, el gato o Juan, ellos no son varios, ni muchos. Son / una parte de mí / que soy una parte de ellos».
Es este el fundamento de la comunidad: el título del libro más brillante de la trilogía, El libro de las comunidades, trae una cuestión a la que el pensamiento contemporáneo no ha cesado de acudir (Blanchot, Agamben, Nancy…). La comunidad de Llansol asume aquella desnuda soledad de Juan de la Cruz y una deconstrucción de lo social que permitiría su refundación; y comporta un sostenido análisis de la intimidad como abanico de experiencias espirituales que llevan a franquear los límites entre los individuos, sin que estos pierdan su luminosa singularidad. Son estos vínculos, los más íntimos que se puedan pensar, los que establecen la comunidad: no un grupo ni un sistema, sino un lugar de cruce constante, identidad de la atención, «sitios de obediencia sublevada»; la referencia final a las beguinas -comunidades medievales de mujeres, contemplativas y activas- viene a sintetizar esta inquietud.
Una comunidad como la que esboza Llansol, que bien podría llamarse líquida, incorpora entre sus necesidades la atención a su entorno, con el que no deja de estar en simbiosis. Esta mirada social toma como centro la figura de Müntzer: decapitado en mayo de 1525, tras la derrota de las revueltas campesinas, que aparece llevando su cabeza cortada de aquí para allá, y generando alrededor una corriente crítica que no se condensa en ideas, sino que cristaliza en tensión. El recuento de algunas formas europeas de persecución del pensamiento parece perfilar en la cadena histórica de las herejías una zona de resistencia antisistema: «nos ha quedado una concepción de lo real, una sombra, un espacio vacío y una virtualidad». Y quizá tanto la intimidad como la resistencia precisarían mejor su cualidad si se observara la delgada trama autobiográfica que Llansol va diluyendo en el texto -el exilio y las lenguas extrañas entre sí, la dialéctica entre Flandes y Portugal, que trae a la última página la evocación de Don Sebastián, aun sin nombrarlo. Pero hacer esto requeriría empezar de nuevo, como sin duda todo gran libro demanda.
Lecturas
Maria Gabriela Llansol, Geografía de rebeldes. Traducción de Atalaire. Madrid, Cinca, 2014.
-, O Livro das Comunidades, seguido de Apontamentos sobre a Escola da Rua de Namur. Lisboa, Relógio d’Água, 1999.
Juan de la Cruz, Obras completas. Madrid, Editorial de Espiritualidad, 1993 (5ª).
Ernst Bloch, Thomas Müntzer, teólogo de la revolución. Traducción de Jorge Deike. Madrid, Antonio Machado, 2002.
Maria João Cantinho, «Imagem e Tempo na obra de Maria Gabriela Llansol». Lisboa, Faces de Eva, 2003.
Silvina Rodrigues Lopes, Exercícios de Aproximação. Lisboa, Vendaval, 2003.
-, Teoria da des-possessão. Lisboa, Averno, 2013.
José Augusto Mourão, O fulgor é móvel. Lisboa, Roma Editora, 2003.
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