Parto aclarando que Petro no es ningún santo de mi devoción. Sin embargo su destitución e inhabilitación por 15 años es un escándalo, un atropello, una desmesura, que debería hacer reaccionar a cualquier persona con un mínimo de criterio. Parto aclarando que Petro no es ningún santo de mi devoción. Le respeto su rol en […]
Parto aclarando que Petro no es ningún santo de mi devoción. Sin embargo su destitución e inhabilitación por 15 años es un escándalo, un atropello, una desmesura, que debería hacer reaccionar a cualquier persona con un mínimo de criterio.
Parto aclarando que Petro no es ningún santo de mi devoción. Le respeto su rol en denunciar los falsos positivos y la parapolítica cuando estuvo en el parlamento. También le respeto haber acabado con las bárbaras corridas de toros y haberse atrevido a reclamar el carácter público de ciertos servicios como alcalde. Pero me parece una persona desleal, que, como pocos, ha hecho un enorme daño a la izquierda con sus exabruptos, sus señalamientos y acusaciones temerarias (al Polo, a las protestas contra el Transmilenio, etc.), sus flirteos con la unidad nacional, su personalismo enfermizo, sus equívocas alianzas. Por mucho tiempo fue como una especie de «vedette de izquierda», exhibida al mundo para demostrar lo «democrática» que es la «democracia» colombiana, que permite hasta a un ex guerrillero llegar a alcalde en la capital del país, como si la lucha armada fuera una especie de aberración histórica fruto de bandoleros y enfermos mentales, dando así un barniz «progre» a la visión de la paz como desmovilización y no como un acto de transformación radical. De izquierdista nada; sus coqueteos con quien sea para hacer carrera política son notables, y con la misma facilidad que coquetea con uno y con otro, aliena a antiguos aliados como Daniel García-Peña. Todavía no se me olvida cuando como parlamentario votó por el Procurador Ordóñez, un hecho lamentable, cuyo significado fue mucho más allá del voto en sí: de alguna manera, su voto le dio un espaldarazo, generando una idea de consenso político amplio en torno a este siniestro personaje asociado a lo más retrógrado de la elite colombiana. Lo repito: Petro no es santo de mi devoción.
Sin embargo su destitución e inhabilitación por 15 años es un escándalo, un atropello, una desmesura, que debería hacer reaccionar a cualquier persona con un mínimo de criterio. Esta es una medida arbitraria que demuestra el poder que ha alcanzado la caverna uribista enquistada en ciertas instituciones estatales. Esto no tiene nada que ver con supuestas irregularidades administrativas durante el proceso de desprivatización de la recolección de basura. Esta no solamente es una muestra de que en Colombia el «modelo económico no se toca» (como tantas veces lo ha dicho el gobierno), y que la oligarquía está dispuesta a todo para defender las privatizaciones y su lucro desmedido. Ante todo, esta medida demuestra que el círculo dorado que gobierna a Colombia no acepta la intromisión de foráneos en la gestión de la res-pública y que la exclusión política que ha azotado a la «democracia» colombiana por dos siglos sigue tan viva como nunca. Sin ser un izquierdista (a lo sumo un centrista), resultó inaceptable para la oligarquía. Cruel paradoja, que es mismo Procurador-Inquisidor que él ayudó a poner en su cargo, sea hoy el que le dé una estocada honda a su carrera política. Herido, desde el balcón de la alcaldía, fustigó al «fascismo» y denunció este atropello de Ordóñez como un golpe al proceso de paz, diciendo que constituía un «mensaje de guerra sobre La Habana«.
Las FARC-EP han tomado nota de este hecho. En una declaración emitida desde La Habana por la delegación de paz, decían que «la decisión del ultramontano procurador (…) afecta la confianza y la credibilidad. Desde hace varios años el establecimiento ha insistido hipócritamente en que el éxito de la figura de Petro era la demostración que en Colombia es posible realizar actividad política de izquierda, sin armas. Ayer, de un solo plumazo, Ordóñez nos dio a los alzados en armas una lección sobre lo que para la oligarquía significa la democracia en Colombia, y sobre las nulas garantías para ejercer un ejercicio político independiente«[1]. Sobre este hecho también se pronunció el Estado Mayor de esta organización, confirmando esta posición: «son precisamente la intolerancia, la ausencia de garantías para el ejercicio de la oposición política y la violencia recurrente del Estado, las causas de la larga confrontación armada que se libra en nuestro país. El fallo del señor Procurador simplemente lo confirma. (…) No es a las FARC-EP a quien el señor Petro debe conminar a perseverar en el proceso de paz. Es al gobierno nacional, que todos los días declara la guerra de mil modos distintos al pueblo colombiano (…) La paz con justicia social implica sentar a la vez unas bases mínimas para desterrar la inequidad. Y eso significa reformas estructurales en la economía, la política, la institucionalidad y la sociedad colombianas. Lograrlo sólo será posible si la inmensa mayoría de colombianos afectados por las políticas del régimen se levantan unidos a luchar por ello. Son ellos los llamados a apropiarse de la bandera de la paz, a mantenerla en alto por encima de la demagogia, las amenazas y el terror oficiales«[2].
Tanto Petro como los comunicados de los guerrilleros están en lo correcto en su juicio sobre esta arbitrariedad. Este acto demuestra que la oligarquía no está dispuesta a abandonar sus mañas a las buenas ni así tan fácil. Mientras se habla de paz, Santos es mezquino con la declaratoria de un cese al fuego y aumenta la militarización del país. El gobierno habla de garantías democráticas y refuerza el fuero militar, implementa la ley de seguridad ciudadana para criminalizar la protesta, y se desencadena el asesinato vil, cobarde y artero de dirigentes populares. Siempre que la oligarquía ha negociado la paz, ha aumentado el paramilitarismo, la guerra sucia, los bombardeos, la muerte. Siempre la paz tuvo enemigos «agazapados». Pero hoy estos enemigos no tienen que agazaparse: vociferan y agreden a través del twitter, se enquistan en aparatos del Estado, como el Ministerio de Guerra, desde los cuales bombardean las negociaciones con todos los medios a su alcance. Ordóñez ha utilizado su poder en la Procuraduría para atacar a la izquierda, para favorecer a la ultraderecha y para poner en entredicho las resoluciones de la Corte Suprema que van a contravía de sus caprichos fascistas. ¿No es larga la lista de parapolíticos y corruptos por los que ha intercedido pidiendo «absolución disciplinaria», entre los que contamos, a vuelo de pájaro, a Álvaro Araújo, Mario Uribe, Pimiento Barrera, Iván Díaz Mateus, Builes Ortega, Juan Pablo Sánchez, Mario Nader, Fuad Rapag, Óscar Suárez Mira, Óscar Josué Reyes, Javier Cáceres? Esto, para no mencionar a militares involucrados en serias violaciones a los derechos humanos como Plazas Vega, Jesús Armando Arias Cabrales y Hernán Mejía Gutiérrez por quienes también ha intercedido, buscando tumbar las condenas de las Cortes. Esa clemencia con la derecha paramilitarizada se convierte en inclemencia de Torquemada con figuras de izquierda, como Piedad Córdoba o el Dr. Miguel Ángel Beltrán, inhabilitados de ejercer cargo público por supuestos vínculos con las FARC-EP sin proceso penal y sin tener ellos condena en su contra. Desde ese quiste institucional en que se ha atrincherado el uribismo, ataca los esfuerzos de solución política al conflicto y alienta al militarismo.
Los enemigos de la paz son conocidos y se les tolera ¿por qué? Eso es lo que debe responder Santos. No puede utilizarse al proceso de paz cuando conviene políticamente, para luego atacar a la oposición y atizar la guerra según el mismo mezquino cálculo. Se le debe exigir a Santos señales claras y categóricas de respaldo al proceso de paz que se vive en La Habana, un proceso que, según lo acordado en la agenda original, requiere de urgente y profundos cambios sociales. Cambios que no ocurrirán si no son impulsados de manera decidida desde abajo, por la amplia movilización del pueblo. Este es el momento de demostrarle a Santos que no es él (ni mucho menos el loco Ordóñez) quien tiene la llave de la paz. Que el pueblo no acepta su chantaje político ni su pretensión de ser el candidato de la paz (utilizando la contradicción paz/guerra, santismo/uribismo, como una nueva versión del bipartidismo clásico). El pueblo movilizado debe demostrar que la llave de la paz les pertenece a ellos y que la puerta se cerrará, de un portazo, a la arbitrariedad, a la intolerancia, al macartismo, a la cultura de la muerte del otro. Exigir la renuncia del Procurador es un primer paso, pero uno de muchos más que habrá que dar. El cáncer no se cura con aspirinas, eso debería estar claro después de más de medio siglo de guerra.
[1] http://prensarural.org/spip/spip.php?article12860
[2] http://prensarural.org/spip/spip.php?article12864