El bloqueo del Estado estadounidense contra Cuba puede ser analizado desde múltiples ángulos. Es un desprecio de las leyes internacionales, un incumplimiento de la Carta de las Naciones Unidas, un atentado contra los derechos humanos, es genocida, es el principal obstáculo al desarrollo de Cuba y un largo etcétera. Frases como “comercio con el enemigo”, “peligro para la seguridad nacional de los EEUU”, y otras similares han acompañado la narrativa anticubana para justificar lo injustificable.
Su prolongada acción contra Cuba ya rebasa las seis décadas y 12 presidentes del país norteño incluyendo al actual inquilino de la Casa Blanca. Desde la proclama de Kennedy decretando el Embargo, sucesivas leyes y regulaciones no han hecho más que recrudecer esa política genocida, destacándose las leyes Torricelli y Helms-Burton. La primera en el peor momento del período especial y la segunda cuando la sociedad cubana comenzaba a salir airosa del monumental desafío que significó la desaparición del campo socialista y de la URSS. No ha sido casualidad ese comportamiento, como tampoco lo son las más de 240 medidas de la administración Trump mantenidas por el demagogo Biden, ni la renovada inclusión de Cuba en la lista de países supuestamente promotores del terrorismo. Nos pusieron ahí, nos quitaron y nos vuelven a poner. Esa incoherencia denota que ya no saben qué más hacer.
La obstinación en ahogar a Cuba es evidente. Y cabe preguntarse nuevamente: ¿Es Cuba un peligro para la seguridad nacional de los EEUU?, ¿Es Cuba enemiga de los EEUU? ¿Es Cuba una amenaza económica, comercial, financiera, militar, para los EEUU? La respuesta a todas estas preguntas es naturalmente: No.
Ese No es el que sustenta la posición reiterada año tras año por la casi totalidad de los países miembros de la ONU, que han vaciado de sentido las precarias justificaciones de los representantes de los EEUU cuando sin atisbo de vergüenza le dan las espaldas al mundo una y otra vez.
Y si eso es así: ¿cuál es la razón para tan persistente y obstinada agresividad de una potencia mundial contra un pequeño país subdesarrollado que por demás en repetidas ocasiones ha reiterado su disposición a dialogar sin condiciones con los representantes del Estado estadounidense? ¿Será por soberbia?
Tan prolongada ha sido esa política agresiva, que ha abarcado los siglos XX y XXI, desde que la influencia imperialista estadounidense en el mundo continuó creciendo después de la Segunda Guerra Mundial, el neoliberalismo alcanzó el predominio y llega hasta hoy cuando su poder en el orbe ha comenzado a declinar. En esos más de 60 años, la sociedad cubana ha vivido las más duras pruebas. Nuestra economía y la mismísima salud de la población sufren hoy los embates recrudecidos del bloqueo y Cuba sigue en pie.
Hay que preguntarse finalmente por qué resulta Cuba tan irritante para el Estado estadounidense. O será porque sienten amenazado su modelo de poder. Cuba representa una ruptura sustancial con el modo capitalista de vida, con la democracia representativa liberal, la prueba de que se puede vivir en paz, sin egoísmo, sin individualismo, sin injusticias sociales, con solidaridad, en democracia real, participativa, en armonía social y de la sociedad con la naturaleza y el medio ambiente. Forjado por la revolución socialista, el sistema social cubano con sus virtudes y defectos, sus aciertos y sus errores, ha crecido con una indiscutible raíz humanista.
En el fondo de tal proceder está la intolerancia imperialista a la dignidad de los pueblos. Más que el temor a que la vida pruebe que el bloqueo y no el socialismo es el principal obstáculo al desarrollo pleno de Cuba, es la prepotencia la que les nubla el razonamiento. Ni siquiera son capaces de darse cuenta que para la independencia nacional, la soberanía y el ideal socialista de la sociedad cubana resulta un reto ideológico y político mayor la existencia de relaciones económicas, comerciales, financieras, culturales, diplomáticas normales entre ambas naciones.
Cuba acepta el reto, ¿lo harán ellos?
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