La visita a Colombia del papa Jorge Mario Vergoglio, alias Francisco, ha sido, aparte de una santificación del terrorismo de Estado, un extraordinario negocio, que dejó, según el propio Juan Manuel Santos, una ganancia de 280 mil millones de pesos (unos 100 millones de dólares). Que en solo cuatro días se haya producido tan fabulosa […]
La visita a Colombia del papa Jorge Mario Vergoglio, alias Francisco, ha sido, aparte de una santificación del terrorismo de Estado, un extraordinario negocio, que dejó, según el propio Juan Manuel Santos, una ganancia de 280 mil millones de pesos (unos 100 millones de dólares). Que en solo cuatro días se haya producido tan fabulosa ganancia amerita que se reflexione sobre un pujante y próspero mercado: el de la fe.
Religión-mercancía
Cuando se cumplen 150 años de la publicación de El Capital de Carlos Marx, es bueno recordar que en esa obra se demuestra que el capitalismo todo lo mercantiliza, es decir, convierte lo existente (sea material o inmaterial) en mercancía, por la que finalmente se debe dar dinero. La religión no ha sido la excepción y hoy en día es una mercancía más, que se compra y se vende en cualquier esquina. Se ha constituido el mercado de la fe, que convierte las creencias de la gente común y corriente en una fuente fabulosa de ganancias, para unos minoritarios sectores de las jerarquías religiosas.
Ese mercado es diverso y en plena expansión, si se considera que en Colombia, cada día se crean tres nuevas iglesias cristianas y evangélicas, que no deben pagar ningún impuesto al fisco colombiano y además se nutren con los diezmos que les depositan sus feligreses, la abrumadora mayoría pobres y humildes. Las altas jerarquías católicas tienen un importante nicho de mercado, en el que venden imágenes religiosas, celebraciones, bendiciones y absoluciones, cobran peaje por entrar a determinados templos e iglesia, organizan viajes de turismo religioso para visitar «lugares santos»…
El Vaticano, un estado teocrático, el poder duro de la jerarquía católica, reglamenta y define las normas de funcionamiento del «libre mercado de la fe» y ha descubierto en los últimos años una lucrativa y nueva fuente de ingresos: la venta de santificaciones. Dado que en su reciente visita el papa Vergoglio beatificó a dos curas colombianos, vale preguntarse cuánto dinero costo tamaño milagro, porque es un verdadero milagro convertir a un criminal, militante confeso del partido conservador, como lo fue el cura Pedro María Ramírez, en un nuevo «beato», el tercer nivel de la jerarquía católica antes de llegar a la santidad, el máximo peldaño.
La fábrica de los santos
Santificar y beatificar son en la actualidad negocios del Vaticano, entidad que desde comienzos de 2014 fijó unas nuevas tarifas, según lo anunció el Ministerio que se encarga de la santidad. Según el investigador Gianluigi Nuzzi en su libro Vía Crucis ese costo asciende, por lo bajo, a 500 mil euros. Si a esa suma se le agrega el costo del lobby (presión) que debe hacerse a los prelados que estudian los milagros del candidato a santo, el monto total es de 750 mil euros. Aunque, debido al escándalo suscitado al conocerse estas cifras, el Vaticano estipuló nuevas tarifas en el 2017, en las que se calcula que una santificación valdría 16 mil euros, más 1000 euros si hay milagro, esta cifra es de poca confiabilidad, porque una parte considerable de los gastos se destina al lobby, que se efectúa en las primeras fases de la postulación, con el fin de acelerar el tiempo en que se dé la noticia positiva sobre la incorporación de un nuevo miembro al santoral católico.
En el caso de nuestro país, los costos en que incurrió la jerarquía católica se ubican en el primero rango (de 750 mil euros), porque el proceso de beatificación se inició hace años. ¿Cuánto costaron esos dos nuevos beatos y, lo más importante, de dónde provino el dinero? Nunca lo sabremos con exactitud, por el hermetismo de las jerarquías católicas, las cuales aplican a rajatabla el «secreto de la confesión», pero es evidente que gran parte de ese dinero procede de las contribuciones de los fieles en las misas dominicales, en las ofrendas monetarias y en el pago de contribuciones por bautismos, matrimonios y comprar los sacramentos de la santa fe católica.
El bazar religioso
Cuando se celebra el mundial de futbol, durante un mes se venden hasta las cosas más inverosímiles relacionadas con ese deporte-mercancía, sobresaliendo camisetas y afiches con la cara o el cuerpo de las estrellas del balompié. Y durante ese mes se le inyecta consumo a granel a la gente, aprovechando la borrachera futbolística. Algo similar sucedió durante una semana en Colombia con la visita del papa. Como si fuera una vedette del deporte o de la farándula, antes de un partido o de un concierto, las grandes ciudades, empezando por Bogotá, se paralizaron y se convirtieron en un bazar religioso. Allí se ofrecían camisetas con la imagen del papa, afiches, suvenires, agua bendita y de seguro hasta milagros. Hubo una gran afluencia de turistas nacionales y extranjeros, los hoteles llenaron sus cupos, las aerolíneas y empresas de transporte aumentaron sus viajes y el número de pasajeros transportados. El consumo en los restaurantes aumentó y se disparó la venta de mercancías religiosas en un 50%. Como diría Keynes el papa se convirtió en un «multiplicador» de la economía, al impulsar el consumo en forma encadenada de un sinnúmero de objetos y servicios mercantiles. Ha sido tan embriagador el consumo religioso en días recientes, que los empresarios deben estar rezando para que una visita de estas se repita cada mes, por aquello de mucho circo y poco pan.
Fue una borrachera religiosa, porque para completar durante las 24 horas los canales de TV públicos y privados, y la radio transmitieron en vivo y en directo hasta el último movimiento del papa, lo que indica que la mercancía religiosa aparte de ser un poderoso elemento de alienación es, al mismo tiempo, un lucrativo negocio, del que se benefician empresas capitalistas locales y multinacionales, así como la jerarquía católica y la Embajada del Vaticano (La Nunciatura). Esto es un verdadero soborno mercantil a la fe de los creyentes, porque como decía Jorge Luis Borges: «Yo creo que es mejor pensar que Dios no acepta sobornos».
Publicado en papel en El Colectivo (Medellín), octubre de 2017.
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