La vida da para mucho o para nada, para vivirla o para limitarnos a existir. A cada cual, tarde o temprano, se le presenta el desafío de o diligenciarla o dejarse llevar. Diligenciarla es ir gestionándola a lo largo de los años en función de un interés, más allá de vivir, todavía inexplorado, de predisposiciones, […]
La vida da para mucho o para nada, para vivirla o para limitarnos a existir. A cada cual, tarde o temprano, se le presenta el desafío de o diligenciarla o dejarse llevar. Diligenciarla es ir gestionándola a lo largo de los años en función de un interés, más allá de vivir, todavía inexplorado, de predisposiciones, de aptitudes, de habilidades, de posibilidades, y luego de circunstancias que van sobreviniendo a medida que cumplimos años. Por otro lado, aunque la solución de nuestra vida material (pues tener resuelta la vida material es determinante para todo lo demás) y luego la prosperidad dependen en estas sociedades mucho más de la cuna y de coyunturas que del esfuerzo personal, vivir y el deseo de vivir son enteramente cosa nuestra… a menos que una mala constitución o una precaria salud física o nerviosa nos agrien la vida. Y con mayor motivo en los tiempos y en la sociedad en que vivimos, en los que es necesario redoblar los esfuerzos respecto a la época anterior en la que la mayoría tenía mucho más fácilmente resuelto el porvenir. Y esto sucede, porque a causa de una «neoideología» que se ha enseñoreado de la vida colectiva, después de haber conseguido la sociedad para el individuo el aliento y el abrigo del Estado, cada día que pasa éste vuelve a sentir más el desamparo. Las circunstancias y las coyunturas tienen demasiada influencia en su destino y el mérito cuenta poco. Pues al valorar el esfuerzo como mérito, por más que los «entendidos» se empeñen en calibrarlo, no debemos olvidar lo que sabemos: que mientras unos individuos han de desvivirse al incorporarse al mundo del trabajo para, al final de varios procesos en muchos casos fracasar o acabar siendo presa del desaliento, otros se lo encuentran por nacimiento «todo hecho». No conduce a nada esconder o velar esta verdad. Ocurre en todo Occidente, pero en España es más rotundo, pues unas clases dominantes no han dejado nunca de serlo. Éste es el real mapa biográfico de la mayor parte de las vidas, sean la de ese éxito sospechoso o de las artificiosamente fracasadas por no contar con ningún apoyo…
Pero hay unos Estados que cuidan, miman y potencian las capacidades individuales y otros las ignoran o las menosprecian si la «rentabilidad» no acompaña a la capacidad y a la idoneidad del individuo por muy competente que éste sea. Por otra parte, la enseñanza reglada, que no deja de ser una enseñanza en sumisión, condiciona todo el devenir de la sociedad. En virtud de esa enseñanza y las «enseñanzas» que comprende, las clases dominantes se aseguran su prevalencia colectiva e individual mientras las clases desfavorecidas pierden posibilidad de desarrollo y desenvolvimiento, además de malograrse iniciativas e ideas que las empobrecen todavía más pese a que podrían ser aprovechables para todos. El resultado es una reseñable decadencia general aunque aparezca solapada por señuelos que lo velan y bambalinas que lo ocultan. Todo lo que origina que el individuo en general vaya reduciendo, cada vez más tempranamente, no ya la posibilidad de alcanzar la plenitud (a lo que debiera contribuir la sociedad y ser el objetivo principal de todos los gobiernos) sino la de al menos dignamente subsistir.
Es cierto que la vida siempre fue fácil para unos y difícil para otros. Pero en la de los tiempos que corren, sobresale el dato inédito de sobreabundancia de los recursos alimenticios hasta límites insospechados al comienzo de estos últimos cien años. Y a ellos se suman los recursos robóticos, que han producido un doble efecto. Por un lado facilitan de un modo extraordinario el trabajo y la interrelación entre los individuos y entre el individuo y las instituciones, pero por otro merma dramáticamente los quehaceres retribuidos y agudiza muchos problemas sociales cuando hace un siglo la robótica precisamente nos las prometía muy felices… Pero es que además de complicar la vida del trabajo y la socioeconómica de muchas maneras, favorece la molicie. Y no solo la molicie sino también la despreocupación e incluso la dejación de las responsabilidades personales al tener a su alcance fácil el individuo ocasión de culpar de su negligencia, justo a la robótica, como si la robótica no necesitase de una mano humana…
Por otro lado, las condiciones de la relación hombre-mujer y las de la familia tradicional han sufrido tal convulsión que, en unos países más que en otros pero en todos, es preciso esperar todavía a un reajuste y a una convergencia armoniosa entre ambos sexos. De esa convergencia está pendiente una sustancial mejora en la formación integral de quienes nos suponíamos destinados a la felicidad. Y la felicidad, habida cuenta que es de una imposible y virtual continuidad, pasa por saber estimar las emociones aunque a veces sean consternantes.
Sea como fuere, los principales atractivos de la vida consisten en el entretenerse y en experimentar emociones. Positivas o negativas, se debilitan y languidecen con el tiempo. Pues a medida que avanzamos en la edad es más difícil entretenernos y las emociones de por sí van sufriendo un desgaste cada vez más temprano, en buena medida por el ansia de anticipar experiencias que en una sociedad no decadente corresponderían en todo caso a otras edades. Pues ese desgaste progresivo conduce al tedio y a la apatía que, si persisten, despiertan fácilmente la idea suicida. A fin de cuentas, el individuo, sea cual fuere su personalidad, antes de su muerte física, si ésta, naturalmente, no ha sido súbita, generalmente ha dimitido de la vida moral, y antes le ha abandonado la vida emocional.
En todo caso el punto de inflexión del interés por la vida tiene que ver con las emociones. La pérdida progresiva del vigor va en paralelo con el debilitamiento de las emociones. Las primeras que se pierden son la alegría, la sorpresa, el asombro y el miedo. Luego el asco y la ira. Sólo quedan eventualmente intactas la nostalgia y la melancolía de la que Victor Hugo dice es la felicidad de estar triste por el recuerdo de buenos momentos pasados. Y aún queda otra emoción que, a mi juicio, es neutra y debemos cultivar con especial mimo… si la vida material nos sonríe y la tenemos razonablemente resuelta: la emoción estética. La emoción estética está cercana al arrobamiento, al embeleso y a la mística. Aunque se comprende que las emociones dependen de la personalidad, del carácter, de la salud, de las circunstancias, de la cultura personal, del conformismo y del grado de exigencia sobre lo que uno deseó y esperó de su futuro y lo logrado o no a lo largo de los años… si hemos tenido la suerte o la desdicha de cumplir demasiados. Sea como fuere, lo último que debemos evitar en esta vida es abandonar el placer de la emoción aunque sea el llanto, pues aun cuando este fuese interminable, lo mismo que el dolor insoportable, ambos forman parte del verdadero vivir. Ya tendremos tiempo de estar muertos…
Jaime Richart, Antropólogo y jurista
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