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En memoria de Martín Hernández

El MIR en la historiografía

Fuentes: Memoriando

Santiago, 2 de septiembre de 2008.Museo Benjamín Vicuña Mackenna Estimados amigos y amigas,compañeros y compañeras: Un desafortunado trance me impide estar con Uds. esta tarde en el panel «El MIR en la historiografía. En memoria de Martín Hernández», que se realiza en nuestro museo. Es por esto que habiendo sido parte de su convocatoria y […]

Santiago, 2 de septiembre de 2008.
Museo Benjamín Vicuña Mackenna

Estimados amigos y amigas,
compañeros y compañeras:

Un desafortunado trance me impide estar con Uds. esta tarde en el panel «El MIR en la historiografía. En memoria de Martín Hernández», que se realiza en nuestro museo. Es por esto que habiendo sido parte de su convocatoria y queriendo estar de algún modo presente, les hago llegar mi saludo y unas cuantas ideas que pensaba expresar en esta ocasión.

Aunque no milité en el MIR, siempre tuve un gran respeto y no poca admiración por los miristas, especialmente por figuras como Miguel Enríquez, Bautista Von Schouwen, Luciano Cruz, Lumi Videla y Martín Hernández, entre tantos otros. Si bien no fui mirista, en más de una ocasión actué junto a los miristas y compartí empresas comunes, triunfos, esperanzas, dolores, derrotas y frustraciones. Soy parte de aquella generación que fue testigo y protagonista de los procesos que encarnaron Miguel Enríquez y varios miles de jóvenes revolucionarios chilenos de fines de los años 60 y los 70. Como militante de la izquierda revolucionaria de esa época, pero también como historiador y ciudadano de los tiempos actuales, tengo un juicio sobre la historia del MIR que me gustaría expresar muy brevemente en esta ocasión.

Al reflexionar sobre la trayectoria histórica del MIR chileno me surgen tres grandes interrogantes en las que puede sintetizarse su balance histórico.

En primer lugar, ¿qué representaron históricamente Miguel Enríquez, Bautista Von Schowen, Martín Hernández y la generación rebelde de los años 60 y 70 del siglo XX? Luego, parece pertinente interrogarse acerca de los aciertos y errores de esos dirigentes y militantes, y finalmente, es necesario plantearse cuáles son los elementos rescatables de esas experiencias en la perspectiva de las luchas libertarias del presente y del futuro.

Aunque cada uno de estos problemas puede ser materia de largos debates, en parte ya realizados, en parte pendientes, aprovecho la oportunidad que se me ha ofrecido para hacer algunos planteamientos a título exploratorio, para «galopar sobre estos temas», como solía decir Miguel Enríquez.

La primera interrogante es tal vez la más fácil de responder. Con la perspectiva que da el tiempo transcurrido y la culminación de ciertos procesos históricos, no cabe duda que la generación revolucionaria de los 60 y los 70, aquella nucleada en torno al MIR y otras organizaciones de izquierda revolucionaria, representó la tentativa más decantada en la historia de Chile por «tomar el cielo por asalto», esto es, conquistar el poder para un proyecto revolucionario socialista centrado en la obtención de la justicia y la igualdad social. Aquella generación tuvo el privilegio de actuar en un momento clave de la historia, cuando una inusual confluencia de factores de larga y de corta duración puso a la orden del día en el seno del ya secular movimiento popular chileno la cuestión del acceso al poder. El surgimiento de esa generación revolucionaria fue posible por numerosos factores derivados de la permanente crisis de la sociedad chilena a partir del agotamiento del modelo de sustitución de importaciones y del fracaso de variadas experiencias políticas -desde los gobiernos radicales hasta la «Revolución en Libertad», pasando por el populismo ibañista de la «Revolución de la escoba» y la «Revolución de los gerentes» del derechista Jorge Alessandri-, que generaron una actitud de disponibilidad política para cambios sociales más profundos en amplios sectores del mundo popular y en algunas franjas de las capas medias.

A ello se sumó el profundo impacto de la Revolución Cubana, la disidencia china respecto del Vaticano ideológico representado por Moscú en el seno del movimiento comunista internacional y las revoluciones anticoloniales que se multiplicaron desde fines de la 2ª Guerra Mundial y muy particularmente durante los años 60. Todos estos hechos pusieron la revolución «a la orden del día» en el escenario internacional. Pero se trataba de una revolución que ya no sería la simple expansión geopolítica del llamado «campo socialista» al amparo de la potencia militar soviética como había ocurrido en la mayoría de los países de la Europa Oriental durante la segunda mitad de los años 40, sino de una auténtica revolución desde las bases populares, de acuerdo a los cánones clásicos del marxismo que la generación revolucionaria chilena y latinoamericana de los 60 y de los 70 intentó retomar. Esto significaba una ruptura de grandes proporciones con las concepciones y las prácticas parlamentarias y legalistas de la izquierda que, en el caso de nuestro país, se venían desarrollando -no sin altibajos- desde mediados de los años 30.

Sintetizando, podríamos decir que la empresa encarnada en el MIR consistió en intentar en base a la audacia, el coraje, el empuje, la decisión, la inteligencia y el sacrificio la toma del «Palacio de Invierno», de acuerdo con los postulados del leninismo y los aportes de la experiencia cubana y del guevarismo. La creación de un partido de revolucionarios profesionales de sesgo leninista se entrelazó con la concepción de la organización político-militar tomada de las experiencias guerrilleras cubana y latinoamericana.

El principal acierto del MIR fue captar el estado de «disponibilidad revolucionaria» de una vasta franja de trabajadores, intelectuales y estudiantes y, más agudamente, percibir que la elección de Salvador Allende como Presidente de la República abría una situación pre-revolucionaria en Chile. Los mayores éxitos políticos del MIR se dieron precisamente en aquellos años, cuando con audacia y flexibilidad táctica se empezó a convertir en un partido con influencia de masas, un actor importante de la vida política nacional. Tal vez una de las principales carencias del MIR fue la falta de tiempo. En la frenética carrera contra el tiempo esa organización y el conjunto de la izquierda revolucionaria no alcanzaron a ganar la influencia y la madurez requerida para revertir la situación que se transformaba aceleradamente de crisis pre-revolucionaria en contrarrevolución desembozada.

El contexto político e ideológico de aquellos años hacía muy difícil la necesaria renovación ideológica de la izquierda chilena. En el mundo bipolar de la guerra fría, de las definiciones a favor de uno u otro campo, en un contexto en que la lucha política se planteaba de acuerdo a la lógica de la guerra, el espacio para las revisiones críticas e introspectivas era objetivamente muy pequeño, prácticamente insignificante. Luego, bajo la dictadura ese camino era aún más difícil. Ciertas concepciones y tendencias, a veces combatidas, pero jamás superadas totalmente, como el foquismo y el militarismo en las organizaciones revolucionarias, unidos a ciertos errores de apreciación -como la subvaloración del poderío del enemigo y la sobrevaloración de la fuerza propia- se saldaron en el exterminio físico y en la derrota política y militar del proyecto revolucionario del MIR.

El proyecto mirista fue, en realidad, derrotado en tres oportunidades: la primera vez entre 1973 y 1976, cuando la feroz represión de la dictadura liquidó a una parte muy significativa de su dirección histórica y desarticuló muchas estructuras de la organización. Una nueva hecatombe se consumó entre fines de los 70 y comienzos de los años 80, saldándose en cuantiosas pérdidas humanas, políticas y materiales ciertas acciones como la «operación retorno» y la tentativa de implantación guerrillera de Neltume. Y una tercera derrota, esta vez eminentemente política, tuvo lugar durante la segunda mitad de los años 80, cuando se impuso la «transición pactada» que dejó al MIR y a otras fuerzas revolucionarias sin alternativa viable, y en definitiva, sin base social.

¿La derrota de un proyecto significa la invalidación de su causa? No necesariamente. Pienso que lo más esencial de los ideales de la generación revolucionaria que creció y se desarrolló en los años 60 y 70 sigue estando vigente puesto que los grandes objetivos de justicia e igualdad social no han sido cumplidos en nuestro país.

Pero, y esta es nuestra tercera interrogante: ¿qué es lo rescatable de esos proyectos fuera de la propia experiencia?

Sin duda estamos en una época distinta. Ya no vivimos -como pensábamos entonces- en «la época del imperialismo y de la revolución proletaria». Ciertamente estamos aún en la época del imperialismo (ahora más globalizado), pero sólo una imperdonable ceguera política podría llevarnos a creer que la revolución proletaria está a la orden del día en algún punto del planeta. Cuando las grandes transformaciones económicas, sociales, tecnológicas, culturales e ideológicas de las últimas décadas del capitalismo globalizado han diluido la identidad e incluso una buena parte de la base social de la clase obrera, cuando la emergencia de nuevos actores sociales populares configura un panorama más complejo y matizado, sólo una irreflexiva obstinación nostálgica podría llevarnos a la repetición de los moldes revolucionarios clásicos. Pocos son, en realidad, los conceptos e instrumentos políticos de aquella época que han salido indemnes en el tiempo transcurrido desde entonces.

Los proyectos marxistas de socialismo basados en dos supuestos, un soporte material representado por la gran industria, y un soporte social, la clase obrera, han sido seriamente cuestionados por la experiencia histórica y por la evolución del capitalismo. Hasta ahora las bases materiales de la gran industria no han constituido más que los puntales de la reproducción ampliada del capitalismo y en algunos países produjeron formas estatales totalitarias. Una nueva utopía revolucionaria, so pena de volver a repetir experiencias de nefastas consecuencias, debería comenzar por cuestionar este supuesto proponiendo enseguida una nueva forma de producir que aún no es posible prever.

Igualmente, hay que constatar que a pesar de las previsiones y deseos, la clase obrera no ha sido, en cuanto tal, en ningún país del mundo, la fuerza social decisiva para la liberación de la humanidad. Si bien su carácter de clase explotada bajo el capitalismo es una evidencia histórica incontestable, su esencia revolucionaria universal no fue, en realidad, jamás fundamentada ni confirmada por la experiencia histórica. Aunque buena parte de las revoluciones del siglo XX se hicieron en su nombre y con su apoyo, en ninguna parte esta clase, en tanto tal, ejerció la dirección real de esos procesos que terminaron por constituir nuevos sistemas de dominación y de explotación. Esta constatación no invalida el hecho de que un proyecto revolucionario anti-capitalista sólo puede tener como base social a los trabajadores y demás sectores explotados u oprimidos por el capitalismo, pero nos obliga a replantearnos el tema de los sujetos sociales portadores del cambio. De seguro, el sujeto social revolucionario de los nuevos combates por la liberación será un sujeto social más cercano de aquella visionaria percepción mirista sobre «los pobres de la ciudad y del campo», un sujeto plural, multiforme, de contornos flexibles, que se construye en torno a ciertos momentos y tareas históricas. No se tratará ya de encontrar a «la» clase mesiánica portadora de la liberación de la humanidad, sino de articular en un proyecto revolucionario global las aspiraciones de los trabajadores y demás sectores explotados con las de otros segmentos sociales y culturales que cuestionan el capitalismo.

En esta perspectiva, el socialismo del futuro no puede ser concebido simplemente como un proyecto que presentado como «socialismo» no sea más que una forma específica de capitalismo o socialismo de Estado. Para la construcción de una utopía de nuevo tipo se hace necesaria una profunda reformulación de las bases teóricas, ideológicas, políticas y culturales que inspiraron los programas y prácticas de los movimientos políticos y sociales de transformación social en Chile.

¿Qué podemos rescatar entonces de la experiencia de la generación revolucionaria de los 60 y los 70? En un mundo donde ha hecho crisis la teoría clásica de la revolución y en el que el impulso vital de la revolución rusa se extinguió en medio del desastroso final de los «socialismos reales», es sin duda muy poco lo que se puede recuperar de las referencias teóricas, de los instrumentos y de las estrategias políticas de antaño, pero es mucho lo que se debe recoger en cuanto a decisión de cambiar el mundo y lo que hay que rescatar en el plano de la moral y de la consecuencia con los principios y convicciones de emancipación. Cuando las clases dirigentes a través de sus políticos e intelectuales solo ofrecen a la humanidad la perspectiva de una eterna reproducción del capitalismo, una suerte de congelamiento o «fin de la historia» sin proyectos colectivos ni utopías de cambio social, cuando en países como el nuestro la clase política nos muestra día a día que para ella pensar, decir y hacer son tres cosas distintas, el legado moral de nuestra generación revolucionaria sigue teniendo un valor que en la perspectiva de las luchas y utopías libertarias del futuro no será puramente testimonial. El desafío histórico para las nuevas generaciones consistirá en recoger esas experiencias políticas y esa herencia moral para procesarlas a través del prisma de nuevos instrumentos teóricos que deberá construir por sí misma, recuperando de los aportes anteriores lo que sirva, sin reflejos nostálgicos que conduzcan a la repetición de los costosos errores del pasado, pero sin claudicación frente a las presiones del sistema de dominación.

Estoy seguro de que, más temprano que tarde, estos nuevos hombres y mujeres evaluarán la experiencia y el legado de quienes los precedieron y construirán, con el mismo entusiasmo y consecuencia, pero con más clarividencia y mayor efectividad las «grandes alamedas» libertarias del porvenir.