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Metadialéctica/6

El mito del amor

Fuentes: Rebelión

La explotación de la mujer por el hombre no solo es la primera de las explotaciones y el origen de todas las demás, como señaló Engels, sino que es el fundamento mismo de nuestra cultura (y de casi todas las culturas que ha habido a lo largo de la historia). Algunos sociólogos neoliberales, como Steven […]

La explotación de la mujer por el hombre no solo es la primera de las explotaciones y el origen de todas las demás, como señaló Engels, sino que es el fundamento mismo de nuestra cultura (y de casi todas las culturas que ha habido a lo largo de la historia).

Algunos sociólogos neoliberales, como Steven Goldberg, hablan de la «inevitabilidad del patriarcado»: dado que los hombres son más fuertes y más agresivos que las mujeres, y por tanto más competitivos, siempre han ocupado y siempre ocuparán los puestos sociales de mayor prestigio y poder. Seguramente, en el marco de una sociedad basada en la explotación y la competencia no puede ser de otra manera; y, de hecho, hasta ahora nunca (o casi nunca) ha sido de otra manera. Lo que Goldberg y sus seguidores no tienen en cuenta es que, como seres racionales que somos, podemos y debemos aspirar a una sociedad basada en la colaboración, y en una sociedad colaborativa la fuerza bruta y las hormonas ya no serán determinantes (en el sentido determinista, valga la redundancia). Que los hombres tiendan a la agresividad y a la competencia no significa que siempre tengan que comportarse de una forma brutalmente agresiva y competitiva, ni que la fuerza tenga que prevalecer necesariamente sobre la razón.

Nuestra conducta, como la de todos los animales, obedece a tres pulsiones básicas: el hambre, la libido y el miedo. Y, como todos los animales gregarios, nos agrupamos para aumentar nuestras probabilidades de conseguir comida, sexo y protección. Por eso nos debatimos entre dos tendencias antagónicas: la colaboración y la competencia; como vivimos en el «reino de la necesidad» y algunos bienes son escasos, colaboramos para obtenerlos y competimos al repartirlos. El binomio colaboración/competencia se manifiesta a todos los niveles, desde el más restringido núcleo familiar hasta las más amplias organizaciones sociales, y hasta ahora, en general, ha prevalecido la competencia sobre la colaboración (en este sentido, es muy significativo que para la Biblia la historia de la humanidad comience con un fratricidio, y que el mito fundacional de Roma gire alrededor de otro). Pero siempre ha habido (al menos desde que en el siglo VI a. C. Buda propugnara el desapego y el «amor compasivo») una corriente de pensamiento y de acción tendente a dar prioridad a la colaboración sobre la competencia. La Edad Contemporánea se inauguró precisamente con un hito fundamental de esta corriente: una revolución cuya consigna era «libertad, igualdad, fraternidad», y cuyo legado culminaría en el socialismo científico de Marx y Engels.

La sexualidad nos impone formas de colaboración y de competencia especialmente intensas. En el terreno sexual, los bienes apetecidos son, normalmente, otros individuos de la misma especie: el apetito, a nivel específico, se vuelve autorreferente, con todas las complejidades (bien conocidas por los lógicos y los matemáticos) que ello implica.

La relación sexual es, al menos físicamente, la más íntima de las relaciones y, gracias al regalo evolutivo del orgasmo, la fuente del placer más intenso. No es extraño, por tanto, que este tipo de relación (o la expectativa de mantenerla) refuerce poderosamente el sentimiento de solidaridad intraespecífica y cree un vínculo muy estrecho. En nuestra cultura, ese sentimiento reforzado por la sexualidad suele dar lugar a la formación de parejas estables que, a su vez, se constituyen en familias nucleares.

Pero cuando la pareja es heretosexual, que es el caso más frecuente, la más estrecha colaboración intraespecífica coexiste con la solapada (o abierta) competencia intergenérica, puesto que uno de los miembros pertenece al género dominante y el otro al género sometido. ¿Cómo se concilia la relación amorosa con el sometimiento? Nuestra condición de mamíferos hiperdependientes (al contrario de lo que ocurre en las demás especies, los cachorros humanos dependen de sus progenitores durante años) nos brinda la fórmula sin necesidad de salir del propio núcleo familiar: la relación de los niños con sus padres es a la vez de afecto y de sometimiento, sin que ello genere, en la mayoría de los casos, conflictos insuperables; por lo tanto, basta con «filializar» a la mujer, situarla en un plano de dependencia material y moral con respecto al hombre, para que en una pareja heterosexual puedan coexistir el afecto y el sometimiento. El problema es que, así como la dependencia del niño es una realidad impuesta por la naturaleza, la dependencia de la mujer es una artimaña cultural mediante la que una parte de la humanidad somete a otra, lo que inevitablemente genera una tensión en muchos aspectos (si no en todos) equivalente a la lucha de clases. Y para aliviar esta tensión intergenérica, nuestra cultura ha inventado (o reforzado extraordinariamente) el mito del amor.

Los cuentos infantiles, los tebeos, las canciones, las películas, las novelas, la poesía, las crónicas de sociedad, los seriales radiofónicos y televisivos, la publicidad… Desde la más tierna infancia, la cultura popular y la cultura de masas en todas sus manifestaciones, así como una buena parte de la denominada «alta cultura», nos bombardean sin cesar con mensajes que exaltan el amor y lo presentan como el bien supremo, la máxima aspiración de todos los hombres y las mujeres «normales»; nuestra condición de mamíferos dependientes, gregarios, hipersexuados (somos los únicos animales que están en celo permanentemente) y orgásmicos hace el resto, por lo que no es extraño que el amor sea el mito nuclear de nuestra cultura. Un mito alrededor del cual se articula toda una religión amorosa, cuya principal función es la de «religar» al hombre y la mujer por encima (o por debajo) de su pertenencia a clases enfrentadas.

La índole mítica («religiosa») del amor es tan fácil de demostrar como difícil de aceptar; en contra de todas las evidencias, la mayoría de la gente considera que enamorarse es algo superlativamente personal y electivo, cuando en realidad el enamoramiento se parece más a un reflejo condicionado que a una elección propiamente dicha (en este sentido, es muy significativo que Romeo y Julieta se conozcan y se enamoren en un baile de máscaras: el máximo sentimiento con el mínimo de información real, puesto que el enamoramiento es un acto de fe, la irracional creencia de que nuestros impulsos eróticos, condicionados por la educación y las experiencias infantiles, responden a algún tipo de inspiración divina o de sabiduría superior). Por eso la mayoría de los proyectos amorosos fracasan total o parcialmente (la rutina y la resignación no dejan de ser fracasos), y a menudo desembocan en la agresividad; por eso el amor está «a un paso del odio».

Una doble metonimia contribuye a la perpetuación del mito (a la vez que lo identifica como tal). En primer lugar, tendemos a reducir el término «amor» a su estricto sentido erótico; solo en algunas expresiones poco coloquiales y de resonancias evangélicas, como «amor al prójimo» (o en referencia a objetos no humanos: amor al arte, amor a los animales, etc.), se utiliza la palabra «amor» en un sentido no sexual; por lo demás, se suele distinguir de forma muy clara entre el amor y la amistad, e incluso se los considera mutuamente excluyentes. En segundo lugar, se suele identificar al objeto del sentimiento amoroso con el sentimiento mismo: la expresión «amor mío» (mon amour, my love, amore mio, meu amor, meine Liebe…) es probablemente la más universal de las metonimias. El sentimiento precede al objeto y lo envuelve, lo aurolea, lo sublima, lo mitifica.

Solo así se explica que la inmensa mayoría de las personas intenten establecer, sobre una base casi siempre insuficiente, una clase de relación que en el marco de nuestra cultura patriarcal es tan difícil como traumática. Y además de ser una de las principales causas de sufrimiento, el mito del amor es uno de los mayores obstáculos en nuestro camino hacia una sociedad libre, puesto que exalta la dependencia y la posesividad hasta extremos rayanos en el delirio (baste pensar en la ferocidad de los celos, el implacable «monstruo de los ojos verdes» de Shakespeare). Cuando Marx dijo que la religión es el opio de los pueblos, se olvidó de añadir que, de todas las religiones, la más arraigada y peligrosa es el culto a Eros.

(Continuará)